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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (39 page)

BOOK: El dragón en la espada
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—Creo que no me importan demasiado ni la Balanza Cósmica, ni las maquinaciones de la Ley y el Caos —dije—. Ni los dioses y los demonios. Creo que sólo nosotros debemos controlar nuestros destinos.

—Y así lo haremos —aseveró Morandi Pag—. Así lo haremos, amigo mío. Todavía faltan muchos ciclos por venir en la gran historia del multiverso. Lo sobrenatural será desterrado de algunos, al igual que vos desterrasteis al archiduque Balarizaaf de este mundo. Sin embargo, en razón de nuestra voluntad y nuestra naturaleza, habrá épocas en que esos dioses volverán, adoptando disfraces diferentes. El poder reside en nuestro interior. Todo depende de las responsabilidades que estemos dispuestos a asumir...

—¿A eso se refería Sepiriz, cuando dijo que me había ganado un respiro?

—Eso parece. —Morandi Pag se rascó el grisáceo pelaje—. El Caballero Negro y Amarillo viaja constantemente entre los planos. Algunos piensan que tiene el poder de viajar por el megaflujo, a través del tiempo, como prefiráis, entre un ciclo y el siguiente. Muy pocos poseen tal poder, o tan terrible responsabilidad. Se dice que, en ocasiones, duerme. Tiene hermanos, según he oído, y todos comparten con él la tarea de cuidar de la Balanza, pero yo sé algo más de sus actividades, por mis estudios sobre el tema. Algunos dicen que ya está sembrando las semillas, tanto para la salvación como para la destrucción, del próximo ciclo, pero me parece una idea demasiado extravagante.

—Me pregunto si le volveré a ver. Dijo que su trabajo aquí había terminado, y que el mío estaba a punto de concluir. ¿Por qué existirá una afinidad peculiar entre ciertas personas y ciertos objetos? ¿Por qué Von Bek puede tocar el Grial, yo la Espada del Dragón, y así sucesivamente?

Morandi Pag emitió un gruñido gutural. Zambulló su hocico en la chimenea e inhaló una profunda bocanada de humo, sentándose a continuación en su butaca.

—Si determinados planes se llevan a cabo en determinados momentos, si ciertas funciones son precisas para asegurar la supervivencia del multiverso, para que ni la Ley ni el Caos adquieran jamás preponderancia, parece lógico que ciertos seres se emparejen con determinados aparatos poderosos. Después de todo, todas las razas poseen leyendas a este respecto. Tales afinidades forman parte de la pauta. Y el mantenimiento de esta pauta, del Orden, reviste capital importancia. —Carraspeó—. Lo estudiaré a fondo más adelante. Será una forma interesante de pasar mis últimos años.

—Ha llegado la hora de partir, príncipe Morandi Pag —dijo lady Phalizaarn—. Hay que acometer una última y trascendental empresa, y esta fase concreta del juego eterno habrá terminado. Debemos reunimos con el resto de nuestro pueblo.

Morandi Pag inclinó la cabeza.

—Los barcos que escondimos para vosotros están dispuestos. Os esperan en el puerto.

Von Bek, Alisaard y yo fuimos los últimos en subir a bordo de los esbeltos bajeles Eldren. Nos rezagamos, despidiéndonos por última vez de los príncipes ursinos. Nadie mencionó la posibilidad de volvernos a ver. Sabíamos que jamás ocurriría. Por eso partimos con cierto pesar.

Los tres permanecimos de pie en la cubierta de popa del último barco, dejando a nuestras espaldas los enormes acantilados de Adelstane y los riscos donde Morandi Pag había vivido durante muchos años.

—¡Adiós! —grité, saludando con la mano a los últimos miembros de aquella noble raza—. ¡Adiós, queridos amigos!

—Adiós, John Daker —resonó la voz de Morandi Pag—. Que descanséis como deseáis.

Navegamos durante un día hasta llegar a un lugar en que grandes chorros de luz atravesaban las nubes y bañaban el ondulante mar. El resplandor irisado formaba un círculo de altos pilares, una especie de templo. Nos encontrábamos de nuevo en los Pilares del Paraíso.

El viento henchía las velas triangulares de los bajeles Eldren, a medida que los expertos marineros dirigían los barcos entre las columnas. Desaparecieron uno a uno, hasta que sólo quedó el nuestro.

Entonces, Alisaard se quitó el yelmo. Echó hacia atrás la cabeza y entonó su canción, llena de alegría.

Tuve otra vez la impresión de que era Ermizhad la que allí se erguía, como se había erguido a mi lado durante nuestras aventuras, mucho tiempo atrás. Pero el hombre al que esta mujer amaba no era Erekosë, el Campeón Eterno. Era el conde Ulrich von Bek, noble de Sajonia, exiliado de la obscenidad nazi, y no cabía ninguna duda de que su amor era recíproco. Los celos ya no se apoderaron de mí. Habían sido una aberración provocada por el Caos. Sin embargo, me invadía una profunda soledad, una tristeza que jamás me abandonaría, pasara lo que pasara. Oh, Ermizhad, lloré tu pérdida mientras nos mecíamos entre los Pilares del Paraíso hasta desembocar en los mares gloriosos de Gheestenheem, bañados por la luz del sol.

Nuestra flota navegó en dirección a Barobanay, la antigua capital de las Mujeres Fantasma.

Las mujeres que abarrotaban las cubiertas y conducían las naves todavía se cubrían con sus delicadas armaduras de marfil tallado, aunque ya no llevaban los yelmos que las disfrazaban y protegían en otro tiempo, provocando el temor de sus enemigos en potencia.

Cuando entramos por fin en el puerto quemado y devastado, y contemplamos las negras ruinas de la ciudad que había sido tan bella, segura, confortable y civilizada, muchas de ellas lloraron.

Lady Phalizaarn se irguió sobre las piedras del muelle y se dirigió a las mujeres Eldren.

—La ciudad ya no es más que un recuerdo, un recuerdo que jamás debemos olvidar. Sin embargo, no nos lamentemos, porque pronto, si la promesa de las leyendas es cierta, partiremos por fin hacia nuestro verdadero hogar, hacia la tierra de nuestros hombres. Y los Eldren volverán a ser fuertes, en el mundo que les pertenece, y que no podrá ser amenazado por bárbaros salvajes, de ninguna especie. Una nueva historia de nuestra raza da comienzo. Una historia gloriosa. Pronto, al igual que nosotras nos reuniremos con nuestros hombres, el dragón hembra será liberado y se unirá con su macho. Dos fuertes miembros del mismo cuerpo, igualmente poderosos, igualmente tiernos, igualmente capaces de construir un mundo más bello que el que disfrutamos aquí. John Daker, muéstranos la Espada del Dragón. ¡Muéstranos nuestra esperanza, nuestra realización, nuestra resolución!

Eché hacia atrás la capa, obedeciendo sus órdenes. Al cinto llevaba la Espada del Dragón, envainada desde la batalla librada en las afueras de Adelstane. Desenganché la vaina del cinturón y alcé la hoja para que todo el mundo la viera, pero sin sacarla de su funda. Durante mis conversaciones con lady Phalizaarn habíamos llegado al acuerdo de que sólo la desenvainaría una vez más, jurando que sería la última.

De haber podido, la habría entregado a la Anunciadora Electa para que hiciese lo que era necesario, pero sabía que sólo yo podía tocar el ponzoñoso metal de aquella extraña espada.

Las mujeres Eldren desembarcaron y deambularon entre los edificios destruidos, las cenizas y las vigas ennegrecidas por el fuego de Barobanay.

—¡Traednos lo que hemos guardado a lo largo de nuestro prolongado exilio! —gritó lady Phalizaarn—. Traednos la Esfera de Hierro.

Von Bek y Alisaard se pusieron a mi lado. Ya habíamos hablado de lo que debía hacerse. Morandi Pag había ofrecido su ayuda a Von Bek para que pudiera regresar a su mundo, pero el conde prefirió quedarse con Alisaard, al igual que yo fui el único humano que se quedó con los Eldren, con mi Ermizhad. Me cogieron del brazo en un gesto de solidaridad, fortaleciendo mi resolución, porque yo había hecho un pacto conmigo mismo, con John Daker, y estaba decidido a cumplirlo.

Las Mujeres Fantasma, con sus corazas de marfil manchadas de polvo negro, no tardaron en salir de las ruinas, cargadas con un gran cofre de roble que transportaban mediante unos palos encajados en abrazaderas de hierro, fijas a unas bandas también de hierro que ceñían la madera. Era un cofre muy antiguo, que hablaba de una época diferente. No se parecía a nada que poseyeran las Eldren.

A un lado, el sol continuaba arrancando destellos del océano azul; al otro, la brisa agitaba las cenizas humeantes de la ciudad arrasada. Las mujeres Eldren no dejaban de observarme desde el muelle y desde sus esbeltas naves, mientras el cofre de roble se abría y sacaban de su interior el objeto al que llamaban la Esfera de Hierro.

Era una especie de yunque, como si hubieran seccionado el tronco de un árbol y colocado el fragmento sobre un pedestal, transformando el conjunto a continuación en pesado hierro colado. Parecía una mesa pequeña, y su superficie revelaba que generaciones de herreros habían trabajado el metal.

Había runas esculpidas en la base de la Esfera de Hierro, muy similares a las que había observado en la hoja de la espada.

Depositaron el yunque a mis pies.

Percibí confianza y expectación en todos los rostros. Todas aquellas generaciones habían esperado este momento, reproduciéndose como mejor podían, adoptando una forma de vivir artificial que les desagradaba, pero alimentando el sueño de que algún día sería corregido el error cósmico que les había costado sus hombres y su futuro. Yo también había luchado para que ese día llegara. Todo lo demás había sido secundario. Por amor a la raza que me había adoptado, a la mujer que adoraba y que me había querido intensa y profundamente, yo había partido en busca de la Espada del Dragón.

—¡Desenvainadla, Campeón! —gritó lady Phalizaarn—. Mostrad vuestra espada para que la veamos por última vez. Desenvainad el poder que fue creado para ser destruido, que fue forjado por el Caos para servir a la Ley, que fue hecho para oponer resistencia a la Balanza y cumplir su destino. Desenvainad vuestra poderosa espada. Que ésta sea la última acción del héroe llamado Campeón Eterno. ¡Desenvainad la Espada del Dragón!

Cogí la vaina con la mano izquierda y el pomo de la espada con la derecha. Y poco a poco la saqué de su funda para que el resplandor negro surgiera del metal verdinegro esculpido con innumerables runas, como si toda la historia de la espada estuviera escrita en su hoja.

La levanté en el aire radiante de Gheestenheem, ante las mujeres Eldren. Dejé caer la vaina y cogí la Espada del Dragón con las dos manos. La alcé hasta que todas pudieron ver el oscuro metal viviente y la diminuta llama amarilla que parpadeaba en su interior.

Y la Espada del Dragón empezó a cantar. Era una canción dulce y salvaje, una canción tan vieja que hablaba de una existencia más allá del tiempo, más allá de todas las preocupaciones de mortales y dioses. Hablaba de amor y odio y crimen y traición y deseo. Hablaba del Caos y de la Ley y de la tranquilidad de un equilibrio perfecto. Hablaba del futuro, el pasado y el presente. Y hablaba de todos los millones de millones de mundos del multiverso, de todos los mundos que había conocido, de todos los que le quedaban por conocer.

Y entonces, ante mi asombro, las mujeres Eldren le hicieron coro. Cantaron en perfecta armonía con la espada. Y descubrí que yo también coreaba el cántico, aunque desconocía las palabras que pronunciaban mis labios. Nunca me había creído capaz de entonar tan bien.

El coro fue tomando cuerpo. La Espada del Dragón vibraba de éxtasis, un éxtasis que se reflejaba en los rostros de todos los que presenciábamos la ceremonia.

Levanté la espada sobre mi cabeza. Grité, sin saber lo que decía. Grité, y mi voz expresó todos mis sueños, todos mis anhelos, todas las esperanzas y temores de un pueblo.

Temblaba de goce, de admiración y de algo similar al miedo cuando descargué la espada, de un limpio y veloz movimiento, sobre la Esfera de Hierro.

El yunque, todo cuanto poseían aquellas mujeres para no olvidar su destino, pareció brillar con la misma luz extraña que proyectaba la Espada del Dragón.

Los dos objetos se encontraron. Se produjo un sonido ensordecedor, como si todos los planetas, barreras cósmicas y soles del multiverso se rompieran a la vez. Un sonido monstruoso, pero bello. El sonido de un destino cumplido.

La espada, antes tan pesada, era ahora ligera en mis manos. Y vi que la hoja se había partido en dos, que una parte había quedado empotrada en la Esfera de Hierro, y la otra seguía en mi mano. La increíble sensación de placer que impregnaba todo mi cuerpo me provocó un estremecimiento. Tragué saliva y proseguí la canción, la canción que las mujeres cantaban, la canción de los Eldren, la canción de la Espada del Dragón y de la Esfera de Hierro.

Mientras la entonábamos, algo parecido a una llama brotó del yunque, algo que había sido liberado de la espada y que, por espacio de unos instantes, habitó también en la esfera. Ondeó, se contorsionó, y se incorporó al cántico. Éste se transformó en un rugido, coreado por las gargantas de todas las mujeres, y la llama adquirió mayor fuerza e intensidad y empezó a cobrar formas, y colores, y tuve la sensación, en tanto me apartaba de su calor, de que se trataba de la fuerza más poderosa que había contemplado en mis encarnaciones. Porque era la fuerza del deseo humano, de la voluntad humana, de los ideales humanos. Creció y creció. El fragmento de espada se deslizó de mi mano. Caí de rodillas, mirando cómo la presencia tomaba forma, sin dejar de rugir, ondeando y contorsionándose, ocultando el sol.

Era un animal inconmensurable. Un dragón hembra cuyas escamas se agitaban bajo la luz del sol y cuya cresta brillaba con los colores más intensos del arco iris. Un dragón cuyas rojas fosas nasales escupían llamas y cuyos colmillos blancos entrechocaban, un dragón de anillos que subían hasta el cielo con exquisita gracia, de alas inmensas que batieron con fuerza cuando el animal ascendió hacia el límpido firmamento azul.

Y la canción prosiguió. Y el dragón y las mujeres y yo la coreamos. Y también el yunque, aunque la voz de la espada se iba debilitando. Aquel ser maravilloso subió y subió, batiendo las alas; subió hasta dar la vuelta, virar y caer en picado, rozando las aguas, remontándose de nuevo hacia el sol, gozando de su fuerza, de su libertad, de estar vivo.

Entonces, el dragón rugió. Su cálido aliento bañó nuestros rostros, insuflándonos vida. Abrió su gran boca y entrechocó los colmillos en una orgía de liberación. Bailó para nosotros. Cantó para nosotros. Nos hizo una exhibición de su poder. Y nos sentimos en total armonía con él. Sólo había experimentado esa sensación una vez, y el recuerdo de aquel tiempo se había desvanecido. Lloré de placer.

El dragón hembra regresó. Sus alas multicolores, como las de un enorme insecto, batieron con un propósito diferente.

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