El Druida (66 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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Más tarde, le pregunté a Rix en privado:

—¿Es eso cierto?

—Eso me han dicho. Sólo confío en que lleguen rápidamente.

Anhelaba ir al bosque e invocar al Más Allá, Pero en Alesia, como en Gergovia, el bosque tribal se encontraba a cierta distancia del fuerte y las líneas romanas estaban en el medio. Por ello tuve que limitarme a buscar vínculos con la pauta de la naturaleza dentro de los muros de Alesia, entre la muchedumbre de gente inquieta y asustada, donde el clamor de las voces continuaba noche y día y un druida no podía hallar un sitio tranquilo donde aguzar el oído para escuchar a la Fuente.

Hice lo que pude, pero en el fondo de mi corazón sabía que no era suficiente. Empecé a anhelar el silencio mientras los demás anhelaban más comida. ¡Había demasiada gente a mi alrededor y mi espíritu clamaba por los árboles!

—Cuidad del bosque, Aberth —dije en un susurro que se llevó el viento.

Llegó el día en que debían llegar los refuerzos, pero no aparecieron los mensajeros. César había cerrado sus líneas tan estrechamente que ningún mensaje podía filtrarse entre ellas. Ni siquiera pudimos saber si los refuerzos habían salido realmente del territorio eduo.

La desesperación cundió entre los galos sitiados. El grano había desaparecido de los almacenes. Los niños lloraban y se frotaban los vientres vacíos. Las mujeres estaban pálidas y se quejaban amargamente, los hombres estaban demacrados. Rix ordenó que los pocos caballos que quedaban fuesen sacrificados y se distribuyera su carne, pero era insuficiente para alimentar siquiera a una pequeña parte de las ochenta mil personas que llenaban Alesia.

Rix no mató a su semental negro. No sería un sacrificio total.

Todos estábamos famélicos. El hambre puede aclarar la mente de extrañas maneras. Una mañana subí a la empalizada para entonar la canción al sol y observé un desfile de gansos más allá de los muros, que avanzaban hacia el río.

Era incapaz de imaginar cómo los gansos habían sobrevivido sin que los capturásemos nosotros o alguna partida romana en busca de alimentos. Sin embargo, allí estaban, tan despreocupados como si el peligro no existiera. Los adultos andaban hinchados de engreimiento, seguidos por una hilera de polluelos que debían de haber nacido tardíamente, muy avanzada la estación. El viaje al río era el principal acontecimiento de su jornada. El hombre y la guerra no significaban nada para ellos.

Me habría bastado una palabra para reunir una veintena de arqueros, y unos pocos afortunados se habrían dado un festín de ganso. Pero no grité. Permanecí allí en silencio, observando, disfrutando de la visión iluminada por el sol de una realidad aislada de lo que estaba sucediendo en Alesia.

Sí, la Realidad era aquella hilera de gansos, los adultos que llevaban a sus jóvenes hacia el futuro.

Cuando los perdí de vista, me oí decir como si estuviera soñando:

—Menua, cuando hayamos desaparecido y nos hayan olvidado, los gansos deberán continuar su desfile hacia el río en las mañanas brillantes de verano.

Un centinela que estaba en la atalaya cercana se volvió para mirarme como si estuviera loco. Tal vez lo estaba. Tal vez por entonces todos estábamos un poco locos. Pero me sentí agradecido porque el hombre no había reparado en los gansos.

Cuando el excremento humano había llegado a la altura de los tobillos entre los alojamientos y la gente usaba como alimento los piojos que se arrancaban del cabello unos a otros, por fin llegaron los refuerzos.

CAPÍTULO XXXVIII

La noche anterior, tras una votación, habíamos enviado a los ancianos, los más debilitados y los niños lejos de Alesia. Algunos mandubios ya se habían marchado sigilosamente para acercarse a las líneas romanas y rogarles comida, pero los romanos les hicieron regresar. Para salvar a los jóvenes que quedaban, se resolvió buscar alguna estrategia a fin de que pudieran rebasar, sin ser detectados, las líneas romanas. Ninguna de las sugerencias propuestas parecía tener posibilidades de éxito.

Varias veces abrí la boca para hablar, y otras tantas la intuición me susurró que esperase.

Cuando las trompetas y los gritos nos informaron de que los refuerzos habían llegado, agradecí que hubiéramos esperado. Los niños de Alesia serían testigos de la libertad ganada para todos los niños de la Galia. Para mi hija.

Todos los que pudieron hacerlo treparon a los muros para presenciar la batalla inminente. Mi túnica con capucha me aseguró la cesión de un buen lugar desde donde pude ver a lo lejos la oscura masa de los galos que se aproximaban por detrás de César. Ocuparon una colina más allá del campamento romano y llenaron la planicie con la caballería y los guerreros de a pie.

Dentro del fuerte, la gente exteriorizó con frenesí su alivio. También yo quise gritar de alegría, pero una vez más la voz me susurró que esperase.

Montado en su caballo negro, Vercingetórix condujo a nuestros guerreros fuera de la fortaleza y los situó frente a las murallas.

César colocó infantes a lo largo de ambas líneas de sus fortificaciones, una de ellas mirando al interior, hacia nosotros, y la otra al exterior, hacia los refuerzos.

La imagen de Aquel Que Tiene Dos Caras cruzó por mi mente.

Los galos atacaron a los romanos.

Los recién llegados tenían muchos arqueros, así como gran número de guerreros de a pie, tantos que al principio los romanos fueron superados por el mero número de sus adversarios. La batalla se desarrolló a la vista de todos los que se apiñaban en lo alto de las murallas de Alesia, lo cual pareció alentar a los hombres en ambos bandos para mostrar un valor y una determinación excepcionales. La lucha se prolongó desde mediodía hasta la puesta del sol, sin que la victoria se decantara a uno u otro lado.

La línea interior de las fortificaciones romanas resistió, sin dar a Rix oportunidad de participar en la batalla. Le veía por debajo de mí, cabalgando de un lado a otro en un frenesí de frustración y lanzando gritos de estímulo a sus aliados.

También los espectadores en las murallas gritaban, con tal violencia que llegó un momento en que las voces de Alesia se redujeron a un enorme y ronco susurro. Alguien me dio unos golpecitos en un brazo, y al volverme encontré a Hanesa a mi lado.

—Estamos ganando, estamos ganando —me dijo en la voz ronca que producía su garganta devastada.

Ganamos, en efecto, durante cierto tiempo, y luego fueron los romanos quienes nos superaron antes de que nosotros volviéramos a llevar la iniciativa. El ímpetu cambiaba constantemente de bando.

Entonces vimos una columna de caballería germana que bajaba desde el campamento romano y se lanzaba como una lanza contra nuestros refuerzos. Éstos estaban formados en su mayoría por reclutas recientes, muchos de ellos campesinos y pastores que habían abandonado campos y ganado para responder a la llamada de Vercingetórix. No eran guerreros adiestrados y nunca habían imaginado que se enfrentarían a unos hombres que parecían unos maníacos homicidas.

Los refuerzos rompieron sus filas y echaron a correr. Una compañía de germanos rodeó a muchos de los arqueros y los mataron salvajemente. Entonces intervinieron las legiones y empujaron a los confusos y desmoralizados galos de regreso al lugar donde habían acampado más recientemente.

Miré abajo y vi la figura de Vercingetórix encorvada sobre su caballo.

Entonces hizo una señal para que abrieran las puertas de Alesia y precedió a nuestros hombres de regreso al interior.

Durante el día siguiente, los refuerzos que estaban en su campamento prepararon sigilosamente zarzos, escalas y ganchos. Cuando más intensa era la oscuridad de la noche salieron en silencio y empezaron a lanzar los zarzos a las trincheras romanas y asaltar las líneas enemigas con escalas y ganchos, al tiempo que gritaban a Rix y sus hombres para que atacaran a los romanos por el otro lado.

En el interior de Alesia estalló el caos.

No podría decir cuántos guerreros habían estado durmiendo. Tal vez la mayoría de ellos, como yo mismo, estaban tendidos con los ojos abiertos, demasiado inquietos y exhaustos para poder descansar. Pero en cuanto Rix los llamó, los hombres se apresuraron a ponerse en pie y empuñar sus armas. Hubo gran confusión en las puertas cuando un número excesivo de guerreros intentó cruzarlas al mismo tiempo.

Subí de nuevo a la empalizada, aunque era imposible ver algo. No había luna y las estrellas estaban ocultas tras una masa de nubes deshilachadas. Antes me gustaba la oscuridad; ahora la miraba con ojos ardientes, tratando de ver en vano.

Más tarde supe que los refuerzos atacaron valientemente en varios puntos alrededor del perímetro del campamento romano, pero no pudieron penetrar por ninguna parte. César había previsto aquel intento y desplegado sus fuerzas de modo que no hubiera ninguna zona vulnerable. Oímos gritos, chillidos y el ruido de las piedras arrojadas contra las máquinas de madera que los romanos llamaban
ballistae
, pero no gritos galos de triunfo.

En cuanto a Rix y sus hombres, tardaron demasiado tiempo en organizarse. En ningún momento estuvieron a punto de penetrar a través del círculo interior de fortificaciones antes de que los refuerzos se hubieran retirado del exterior. Una vez más los guerreros regresaron al fuerte derrotados.

Yo había anhelado el silencio, pero el silencio que ahora dominaba en Alesia me ponía nervioso. Algunos estaban demasiado roncos para poder hablar, otros estaban demasiado desanimados. Sólo se oía a los niños, que lloraban atemorizados. Sus rostros delgados y demacrados estaban muy pálidos y sus ojos, llenos de preguntas a las que nadie podía responder.

Más tarde oímos música procedente del campamento romano. Las legiones de César estaban celebrando su éxito con cítaras, tímpanos y cornos.

Mi pueblo no cantaba, y yo no dejaba de mirar a los niños.

Aquella noche, durante la reunión del consejo de guerreros, el silencio continuó. Nadie acusó a Vercingetórix de haber causado aquel desastre al perseguir a César y forzar la batalla con él. Nadie sugirió que deberíamos habernos dado por satisfechos tras la victoria de Gergovia. Rix había hecho lo mismo que César habría hecho: perseguir a un enemigo derrotado para consolidar la victoria.

Pensé que no deberíamos haber seguido la pauta romana, pero no dije nada y permanecí sentado ante el hogar con las piernas cruzadas y contemplando las llamas.

Nadie dijo nada. Finalmente todos nos retiramos para pasar una noche de insomnio envueltos en nuestros mantos.

Una vez en nuestra tienda, el Goban Saor me preguntó:

—¿Están los príncipes enfadados con Vercingetórix, Ainvar?

—No, saben bien que pagará el precio de su ambición y su sueño.

—Todos lo pagaremos.

—Todos compartimos el sueño —recordé a mi compañero—. Todos creímos que podríamos permanecer libres.

Quedaba un día y una batalla más. Esta vez los refuerzos enviaron a sus mejores guerreros para que atacaran el campamento romano en una gran colina al norte de Alesia, un campamento tan grande que César no había podido incluirlo en su círculo protector. Dos legiones estaban acampadas allí, y su pérdida habría supuesto un duro golpe para los romanos.

Una vez más Vercingetórix dirigió a sus hombres fuera de las murallas para tratar de escapar mientras los romanos estaban ocupados en la defensa de la colina y la protección de su propia línea. A la luz del día pudimos ver que estaban diseminados y parecía que teníamos una oportunidad. Nuestros aliados habrían tenido tiempo de prepararse para hacer frente a un posible ataque germano y la sorpresa no les pondría en desventaja. No nos atrevíamos a tener esperanzas, pero empezamos a hacerlo.

La lucha fue más enconada que nunca. Algunos galos habían adoptado la técnica romana de formar un «caparazón de tortuga» sosteniendo escudos unidos por encima de sus cabezas bajo cuya cobertura avanzaban hacia el enemigo. En el aire silbaba una mortífera lluvia horizontal de lanzas y jabalinas. Rix y sus hombres atacaron el círculo interior con fiera determinación, sabedores de que aquélla era su última oportunidad, su tercer intento.

El tres es un número de gran poder. El tres es el número del destino.

Yo miraba desde las murallas de Alesia y no me di cuenta de que retenía el aliento hasta que empecé a sentir vértigo.

Se oyó un grupo, como si algunos de nuestros hombres se hubieran abierto paso a través de la línea romana. En el mismo momento distinguí una figura solitaria con un vívido manto escarlata que cabalgaba a través de la lluvia de proyectiles como si fuese inmune a ellos, alentando a sus romanos para que hicieran mayores esfuerzos ante su presencia.

Desvié la mirada de César para buscar a Rix. Al principio no le vi en ninguna parte. Entonces un caballo negro salió de una zanja con un salto que habría desmontado a la mayoría de jinetes, y Cayo César se encontró de súbito ante Vercingetórix.

Ambos hombres debían de haberse sorprendido mutuamente. Refrenaron sus monturas a menos de un tiro de lanza uno del otro. Yo estaba tan lejos que sólo podía identificarlos por el manto escarlata y el caballo negro, y no obstante, a pesar de la distancia sentí, por segunda vez, el impacto de sus personalidades al colisionar.

—¿Un combate de paladines? —murmuró Hanesa, esperanzado, junto a mí.

—No. En comparación con nuestro jefe, el romano es un viejo. Vercingetórix nunca lucharía con él, no sería honorable.

—¿Lo entiende César así, Ainvar? En ese caso, debe saber la ventaja que le proporciona. Podría atacar a Vercingetórix ahora mismo y poner fin a la guerra, porque si los galos ven que su jefe muere, se desmoronarán.

Comprendí que Hanesa tenía razón y me recorrió un estremecimiento de pánico.

Menua me había enseñado que la magia sólo debía realizarse tras una cuidadosa reflexión y con plena conciencia de las posibles consecuencias. A menudo me había dicho: «Primero lee los signos y portentos. Asegúrate de cómo afectarás al futuro antes de actuar».

Pero cuando vi a Rix con César la disciplina me abandonó.

Sin detenerme a pensar, entrelacé los dedos en la pauta de protección más fuerte y empecé a entonar el nombre de Vercingetórix. Puse en el canto toda la potencia de mi espíritu, saltando, cruzando el espacio entre nosotros, tratando de envolver como con una red de seguridad a mi amigo del alma. En cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo, Hanesa me secundó añadiendo su voz a la mía.

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