No es que tengamos ninguna prevención a priori contra todo lo que reluce, pero siempre hemos preferido los reflejos profundos, algo velados, al brillo superficial y gélido; es decir, tanto en las piedras naturales como en las materias artificiales, ese brillo ligeramente alterado que evoca irresistiblemente los efectos del tiempo. “Efectos del tiempo”, eso suena bien, pero en realidad es el brillo producido por la suciedad de las manos. Los chinos tienen una palabra para ello, “el lustre de la mano”, los japoneses dicen “el desgaste”: el contacto de las manos durante un largo uso, su roce, aplicado siempre en los mismos lugares, produce con el tiempo una impregnación grasienta; en otras palabras, ese lustre es la suciedad de las manos.
Esto explica que al aforismo que reza: “el refinamiento es frío” se le haya podido añadir “… y algo sucio”. Sea como fuere, es innegable que en el buen gusto del que alardeamos entran elementos de una limpieza algo dudosa y de una higiene discutible. Contrariamente a los occidentales que se esfuerzan por eliminar radicalmente todo lo que sea suciedad, los extremo-orientales la conservan valiosamente y tal cual, para convertirla en un ingrediente de lo bello. Es un pretexto, me dirán ustedes, y lo admito, pero no es menos cierto que nos gustan los colores y el lustre de un objeto manchado de grasa, de hollín o por efecto de la intemperie, o que parece estarlo, y que vivir en un edificio o entre utensilios que posean esa cualidad, curiosamente nos apacigua el corazón y nos tranquiliza los nervios.
En este sentido, siempre he pensado que cuando el paciente es japonés, las paredes de una habitación de hospital, las ropas médicas, los instrumentos quirúrgicos no deberían tener ese brillo metálico o esa blancura uniforme, sino unos tonos más oscuros y suaves. Si se cuidara al enfermo en una habitación de estilo japonés, de paredes enlucidas, tendido sobre esteras, sentiría menos aprensión. Si detestamos ir al dentista, en parte es debido a la repulsión que nos inspira el ruido del torno al taladrar el diente pero también a nuestro horror ante la profusión de instrumentos de cristal o de metal brillante. En una época en la que fui víctima de una fuerte depresión nerviosa, sólo con oír hablar de cierto dentista recién llegado de América que estaba muy orgulloso de su instalación ultramoderna se me ponía la carne de gallina. En cambio, no me importa acudir a un dentista que, como todavía puede verse en las ciudades pequeñas, había instalado una consulta algo vieja en una antigua casa de estilo japonés.
Es cierto que sería algo molesto que los instrumentos quirúrgicos estuvieran empañados por el tiempo, pero es probable que, de haberse constituido en Japón la medicina moderna, se habrían imaginado instalaciones e instrumentales más en consonancia con la casa japonesa.
Éste es otro ejemplo de los inconvenientes que tiene para nosotros el uso de objetos prestados.
Hay en Kioto un famoso restaurante llamado Waranji-ya. En esta casa, hasta hace poco, los reservados no estaban iluminados con luz eléctrica, sino mediante arcaicos candelabros que la habían hecho famosa; en la primavera de este año volví después de una larga ausencia y pude comprobar que también ahí habían hecho su aparición las lámparas eléctricas con forma de linternas portátiles. Pregunté desde cuándo pasaba eso y me dijeron que desde el año anterior, que muchos clientes encontraban la luz de los candelabros demasiado oscura y que no habían podido hacer otra cosa, pero que a las personas que preferían los objetos antiguos les seguirían llevando candelabros.
Precisamente yo había ido ahí para darme ese gusto y por supuesto pedí un candelabro; entonces fue cuando me di cuenta por primera vez de que esa luz incierta era la que de verdad realzaba la belleza de las lacas japonesas. Los reservados del Waranji-ya son unos pequeños y recoletos salones de té con una superficie de cuatro esteras y media, y los pilares del
toko no ma
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y el techo tienen reflejos negruzcos, lo que hace que, incluso con una lámpara eléctrica con forma de linterna, reine una impresión de nocturnidad. Pero cuando sustituyeron la lámpara por un candelabro aún más oscuro y pude observar las bandejas y los cuencos a la luz vacilante de la llama, descubrí en los reflejos de las lacas, profundos y espesos como los de un estanque, un nuevo encanto totalmente diferente. Supe entonces que si nuestros antepasados habían encontrado ese barniz llamado “laca” y se habían dejado hechizar por los colores y el lustre de los utensilios lacados no era en absoluto por azar.
Mi amigo Sabarwal me asegura que en India, incluso hoy en día, siguen rechazando las vajillas de cerámica y prefieren las lacas. En cambio nosotros, fuera del arte del té o de algunas circunstancias solemnes, ya sólo utilizamos cerámica, excepto para las bandejas y los cuencos de sopa, porque hemos llegado a considerar la laca rústica y desprovista de elegancia: ¿pero no será simplemente por culpa de la claridad que proporcionan los nuevos medios de iluminación? En realidad se puede decir que la oscuridad es la condición indispensable para apreciar la belleza de una laca.
En la actualidad también se fabrican “lacas blancas” pero, de siempre, la superficie de las lacas ha sido negra, marrón o roja, colores estos que constituían una estratificación de no sé cuántas “capas de oscuridad”, que hacían pensar en alguna materialización de las tinieblas que nos rodeaban. Un cofre, una bandeja de mesa baja, un anaquel de laca decorados con oro molido, pueden parecer llamativos, chillones, incluso vulgares; pero hagamos el siguiente experimento: dejemos el espacio que los rodea en una completa oscuridad, luego sustituyamos la luz solar o eléctrica por la luz de una única lámpara de aceite o de una vela, y veremos inmediatamente que esos llamativos objetos cobran profundidad, sobriedad y densidad.
Cuando los artesanos de antes recubrían con laca esos objetos, cuando trazaban sobre ellos dibujos de oro molido, forzosamente tenían en mente la imagen de alguna habitación tenebrosa y el efecto que pretendían estaba pensado para una iluminación rala; si utilizaban dorados con profusión, se puede presumir que tenían en cuenta la forma en que destacarían de la oscuridad ambiente y la medida en que reflejarían la luz de las lámparas. Porque una laca decorada con oro molido no está hecha para ser vista de una sola vez en un lugar iluminado, sino para ser adivinada en algún lugar oscuro, en medio de una luz difusa que por instantes va revelando uno u otro detalle, de tal manera que la mayor parte de su suntuoso decorado, constantemente oculto en la sombra, suscita resonancias inexpresables.
Además, cuando está colocada en algún lugar oscuro, la brillantez de su radiante superficie refleja la agitación de la llama de la luminaria, desvelando así la menor corriente de aire que atraviese de vez en cuando la más tranquila habitación, e incita discretamente al hombre a la ensoñación. Si no estuviesen los objetos de laca en un espacio umbrío, ese mundo de sueños de incierta claridad que segregan las velas o las lámparas de aceite, ese latido de la noche que son los parpadeos de la llama perderían seguramente buena parte de su fascinación. Los rayos de luz, como delgados hilos de agua que corren sobre las esteras para formar una superficie estancada, son captados uno aquí, otro allá, y luego se propagan, tenues, inciertos y centelleantes, tejiendo sobre la trama de la noche un damasco hecho con dibujos dorados.
Una vajilla de cerámica no es nada desdeñable, es cierto, pero a las cerámicas les faltan las cualidades de sombra y profundidad de las lacas. Son pesadas y frías al tacto; permeables al calor, no sirven para los alimentos calientes; además, el menor golpe les saca un ruido seco, mientras que las lacas, ligeras y suaves al tacto, no lastiman el oído. Cuando sostengo en el hueco de mi mano un cuenco de sopa, nada me resulta más agradable que la sensación de pesadez líquida, de vívida tibieza que experimenta mi palma. Es una impresión análoga a la que produce al tacto la carne elástica de un recién nacido.
Todas éstas son buenas razones para explicar por qué se sigue sirviendo hoy en día la sopa en un cuenco de laca, pues un recipiente de cerámica está muy lejos de dar satisfacciones comparables. Y sobre todo porque, en cuanto levantas la tapa, el líquido encerrado en cerámica te revela inmediatamente su cuerpo y su color. En cambio, desde que destapas un cuenco de laca hasta que te lo llevas a la boca, experimentas el placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo. Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca. ¡Qué placer ese instante, qué diferente del que experimentas ante una sopa presentada en un plato plano y blancuzco de estilo occidental! No resulta muy exagerado afirmar que es un placer de naturaleza mística, con un ligero saborcillo zen.
Siempre que oigo el ruido semejante al canto de un insecto lejano, ese silbido ligero que perfora el oído, emitido por el cuenco de sopa que tengo ante mí, y saboreo por anticipado y en secreto el perfume del brebaje, me encuentro transportado al terreno del éxtasis. Se dice que los amantes del té, al oír el ruido del agua hirviendo, que a ellos les evoca el viento en los pinos, experimentan un arrebato parecido tal vez al que yo siento.
Se ha dicho que la cocina japonesa no se come sino que se mira; en un caso así me atrevería a añadir: se mira, ¡pero además se piensa! Tal es, en efecto, el resultado de la silenciosa armonía entre el brillo de las velas que parpadean en la sombra y el reflejo de las lacas. No hace mucho, el maestro Sôseki celebraba en su
Kusa-makura
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los colores del
yôkan
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y, en cierto sentido, ¿no inducen también esos colores a la meditación? Su superficie turbia, semitranslúcida como un jade, esa sensación que dan de absorber hasta la masa la luz del sol, de encerrar una claridad difusa como un sueño, esa concordancia profunda entre los tonos, esa complejidad, no podemos encontrarla en ningún dulce occidental. Compararlos con cualquier crema sería superficial e ingenuo.
Coloquemos ahora sobre una bandeja de dulces lacada esa armonía coloreada que es un
yôkan
, sumerjámoslo en una sombra tal que apenas se pueda distinguir su color, se volverá mucho más propicio a la contemplación. Y cuando por fin nos llevemos a la boca esa materia fresca y lisa, sentiremos fundirse en la punta de la lengua algo así como una parcela de la oscuridad de la sala, solidificada en una masa azucarada y a ese
yôkan
, que en realidad es bastante insípido, le encontraremos una extraña profundidad que realza su gusto.
No cabe duda de que todos los países del mundo han buscado la armonía de colores entre los manjares, la vajilla e incluso las paredes; en cualquier caso, si la cocina japonesa se sirve en un lugar demasiado iluminado, en una vajilla predominantemente blanca, pierde la mitad de su atractivo. Observemos por ejemplo el color de la sopa roja de
miso
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que consumimos todas las mañanas y comprenderemos fácilmente que haya sido inventada en las sombrías casas de antaño. Un día en que me habían invitado a una reunión de té, me ofrecieron
miso
y al ver a la luz difusa de las velas aquella sopa cenagosa, color de arcilla que siempre había tomado sin prestar atención, estancada en el fondo del cuenco de laca negra, descubrí de repente que tenía una profundidad real y un tono de lo más apetitoso.
También el
shôyu
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, esa salsa viscosa y reluciente, sobre todo si se usa esa variedad espesa que se llama
tamari
, como se hace en la región de Kioto para condimentar el pescado crudo, las legumbres confitadas o hervidas, gana mucho visto en la sombra y forma con la oscuridad una armonía perfecta. Por otra parte el
miso
blanco, el
tôfu
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, el
kamaboko
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, la harina de patata, los pescados blancos, en fin, todos los alimentos blancos, no pueden quedar realzados si se ilumina su entorno. Para empezar, el arroz, sólo con verlo presentado en una caja de laca negra y brillante colocada en un rincón oscuro, se satisface nuestro sentido estético y a la vez se estimula nuestro apetito. No hay ningún japonés que al ver ese arroz inmaculado, cocido en su punto, amontonado en una caja negra, que en cuanto se levanta la tapa emite un cálido vapor y en el que cada grano brilla como una perla, no capte su insustituible generosidad. Llegado a este punto, se da uno cuenta de que nuestra cocina armoniza con la sombra, de que entre ella y la oscuridad existen lazos indestructibles.
Soy totalmente profano en materia de arquitectura pero he oído decir que en las catedrales góticas de Occidente la belleza residía en la altura de los tejados y en la audacia de las agujas que penetran en el cielo. Por el contrario, en los monumentos religiosos de nuestro país, los edificios quedan aplastados bajo las enormes tejas cimeras y su estructura desaparece por completo en la sombra profunda y vasta que proyectan los aleros. Visto desde fuera, y esto no sólo es válido para los templos sino también para los palacios y las residencias del común de los mortales, lo que primero llama la atención es el inmenso tejado, ya esté cubierto de tejas o de cañas, y la densa sombra que reina bajo el alero.
Tan densa, que a veces en pleno día, en las tinieblas cavernosas que se extienden más allá del alero, apenas se distingue la entrada, las puertas, los tabiques o los pilares. En la mayoría de los edificios antiguos, y lo mismo sucede con las imponentes construcciones como el Chion’in
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o los Honganji
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, así como con cualquier granja perdida en la profundidad del campo, si se compara la parte inferior, debajo del alero, con el tejado que la corona, se tiene la impresión, al menos visual, de que la parte más maciza, la más alta y extensa es el tejado.
Por eso, cuando iniciamos la construcción de nuestras residencias, antes que nada desplegamos dicho tejado como un quitasol que determina en el suelo un perímetro protegido del sol, luego, en esa penumbra, disponemos la casa. Por supuesto, una casa de Occidente no puede tampoco prescindir del tejado, pero su principal objetivo consiste no tanto en obstaculizar la luz solar como en proteger de la intemperie; se le construye de manera que difunda la menor sombra posible y un simple vistazo a su aspecto externo permite reconocer que se ha intentado que el interior esté expuesto a la luz del modo más favorable. Si el tejado japonés es un quitasol, el occidental no es más que un tocado. Como en una gorra, los bordes están tan mermados que los rayos directos del sol pueden dar en los muros hasta el nivel del tejado.