Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra.
En una palabra, nuestros antepasados, al igual que a los objetos de laca con polvo de oro o de nácar, consideraban a la mujer un ser insuperable de la oscuridad e intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal manera que las únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un relieve sobrecogedor. Es verdad que, comparado con el de las mujeres de Occidente, su torso, desproporcionado y liso, podía parecer feo. Pero en realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible. Consideramos que lo que no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo conseguiría destruir la belleza, como ocurriría si se enfocara con una lámpara de cien bombillas un
toko no ma
de algún pabellón de té.
¿Pero por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta con tanta fuerza entre los orientales? Hasta hace no mucho tampoco en Occidente conocían la electricidad, el gas o el petróleo pero, que yo sepa, nunca han experimentado la tentación de disfrutar con la sombra; desde siempre, los espectros japoneses han carecido de pies; los espectros de Occidente tienen pies, pero en cambio todo su cuerpo, al parecer, es translúcido. Aunque sólo sea por estos detalles, resulta evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras como la laca, mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal. Los colores que a nosotros nos gustan para los objetos de uso diario son estratificaciones de sombra: los colores que ellos prefieren condensan en sí todos los rayos del sol. Nosotros apreciamos la pátina sobre la plata y el cobre; ellos la consideran sucia y antihigiénica, y no están contentos hasta que el metal brilla a fuerza de frotarlo. En sus viviendas evitan cuanto pueden los recovecos y blanquean techo y paredes. Incluso cuando diseñan sus jardines, donde nosotros colocaríamos bosquecillos umbríos, ellos despliegan amplias extensiones de césped.
¿Cuál puede ser el origen de una diferencia tan radical en los gustos? Mirándolo bien, como los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos, siempre nos hemos conformado con nuestra condición presente; no experimentamos, por lo tanto, ninguna repulsión hacia lo oscuro; nos resignamos a ello como a algo inevitable: que la luz es pobre, ¡pues que lo sea!, es más, nos hundimos con deleite en las tinieblas y les encontramos una belleza muy particular.
En cambio los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar persiguiendo una condición mejor a la actual. Buscan siempre más claridad y se las han arreglado para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de la sombra.
Puede ocurrir que sea debido a una diferencia de carácter; a pesar de todo, quisiera examinar cuáles pueden ser las repercusiones de la diferencia de color de la piel. Entre nosotros, desde siempre, se ha considerado que una piel blanca era más noble y bella que una piel oscura, pero ¿en qué se diferencia la blancura de un hombre de raza blanca de nuestra propia blancura? Si comparamos individuos aislados puede parecer que hay japoneses más blancos que algunos occidentales y occidentales más oscuros que algunos japoneses; sin embargo, tanto la blancura como la morenez de su piel difieren por su calidad.
Permítanme referir mi experiencia: no hace mucho yo vivía en la ciudad alta de Yokohama y asistía frecuentemente a las reuniones de los miembros de la colonia extranjera e iba a los restaurantes y a los bailes a los que ellos iban; cuado los veía de cerca, me parecía que su blancura no era tan blanca, pero de lejos, la diferencia entre ellos y los japoneses era evidente. Algunas damas japonesas llevaban trajes de noche tan buenos como los de las extranjeras y a veces su tez era más clara que la suya, pero bastaba que una de las japonesas se mezclase a un grupo, para que, con una simple mirada se la distinguiera desde lejos. Me explico: por muy blanca que sea una japonesa sobre su blancura hay como un ligero velo.
Aunque estas mujeres, para no ir a la zaga de las occidentales, se unten con pintura blanca espaldas, brazos, axilas, en una palabra, todas las partes del cuerpo expuestas a la vista, no consiguen borrar el pigmento oscuro que subyace en el fondo de su piel. A pesar de todo, se le adivina, como se puede adivinar una impureza en el fondo del agua clara vista desde muy arriba. Es una sombra negruzca, como una capa de polvo, que se aloja entre los dedos, en el contorno de la nariz, alrededor del cuello, en el hueco de la espalda. En cambio, el fondo de la piel de los occidentales, aunque tengan la tez algo turbia, sigue siendo claro y translúcido sin que jamás, en ninguna parte del cuerpo, presenten esa sombra sospechosa. Desde la punta del cráneo hasta la de los dedos, son de un blanco fresco y sin mezcla. Si uno de los nuestros se mezcla con ellos, es como una mancha sobre un papel blanco, una mancha de tinta muy diluida, que incluso nosotros sentimos como una incongruencia y que no nos resulta muy agradable.
Esto quizá permita explicar la psicología de la repulsión que experimentaban no hace mucho los hombres de raza blanca hacia la gente de color: la mancha que representa en una reunión la presencia, aunque sólo sea de una o dos personas de color, debía de incomodar de alguna manera a los blancos aquejados de una sensibilidad exacerbada. No sé cómo están las cosas ahora pero durante la guerra de Secesión, cuando las persecuciones contra los negros llegaron al paroxismo, el odio y el desprecio de los blancos no sólo se limitaban a los negros, sino que también se extendía a los mestizos, a los mestizos de blancos y mestizos, y así sucesivamente. No paraban hasta que no hubieran localizado el mínimo de rastro de sangre negra en aquellos a los que clasificaban en medias, cuartas, octavas, dieciseisavas e incluso treintaidosavas partes de sangre mezclada. Su ojo experto localiza el menor matiz de color escondido en la piel más blanca, entre personas que, a primera vista, no se diferenciaban para nada del blanco de pura raza, pero que habían tenido en la segunda o tercera generación un único ascendiente de raza negra.
Hechos como éstos permiten comprender los motivos profundos de las relaciones que nosotros, los de raza amarilla, hemos entablado con la sombra. Nadie se pone por voluntad propia, deliberadamente, en una situación que le resulta desfavorable; es pues, completamente natural que para vestirnos, alimentarnos y alojarnos prefiramos cosas con colores mitigados y que intentemos hundirnos en un ambiente oscuro; ciertamente, nada permite creer que nuestros antepasados hayan sido conscientes de ese velo que empañaba su piel, porque ni siquiera conocían la existencia de una raza de hombres más blancos que ellos, pero no puedo dejar de pensar que sus reacciones espontáneas ante los colores son las que han originado sus gustos.
Nuestros antepasados empezaron delimitando en el espacio luminoso un volumen cerrado con el que hicieron un universo de sombra; luego confinaron a la mujer al fondo de la oscuridad porque estaban convencidos de que no podía haber en el mundo ningún ser humano que tuviera una tez más clara. Si se admite con ellos que la blancura de la piel es la suprema condición de la belleza femenina ideal, hay que reconocer que no podían actuar de otra manera y que era perfectamente lícito que lo hicieran. Contrariamente a los cabellos de los hombres blancos, que son claros, los nuestros son negros: la propia naturaleza nos enseña aquí las leyes de la sombra, leyes que nuestros antepasados obedecían inconscientemente para hacer que, mediante un juego de contrastes, un rostro amarillo pareciera blanco.
He dado ya mi opinión sobre la costumbre de ennegrecer los dientes; pero las mujeres de antes también se afeitaban las cejas: ¿no era ésa otra manera de realzar el brillo de su rostro? Pero lo que más me llama la atención es su famoso lápiz de labios azul-verdoso con reflejos nacarados. En nuestros días ni siquiera las
geishas
de Gion
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los siguen utilizando, pero de todos modos, no podríamos comprender su poder de seducción si no nos representamos el efecto de ese color a la incierta luz de los candelabros. Nuestros antepasados aplastaban deliberadamente los labios rojos de sus mujeres bajo ese emplasto verde-negruzco, como incrustado de nácar. De esa manera arrancaban todo ardor del rostro más radiante. Piensen en la sonrisa de una joven, a la vacilante luz de una linterna, que de vez en cuando hace centellear unos dientes lacados de negro de entre unos labios de un azul irreal de fuego fatuo: ¿puede uno imaginarse un rostro más blanco? Yo, al menos, lo veo más blanco que la blancura de cualquier mujer blanca, en ese universo de ilusiones que llevo grabado en mi cerebro.
La blancura del hombre blanco es una blancura translúcida, evidente y trivial, mientas que aquélla es una blancura en cierto modo separada del ser humano. Puede que una blancura así definida no tenga ninguna existencia real. Puede que no sea más que un juego engañoso y efímero de sombras y de luz. Lo admito, pero nos resulta suficiente porque no nos es dado esperar nada mejor.
Quisiera hacer una observación respecto al color de la oscuridad que normalmente rodea a una blancura de este tipo; no sé ya cuándo, hace años, llevé a un visitante procedente de Tokio a la casa Sumiya de Shimabara y allí percibí, sólo una vez, cierta oscuridad cuya calidad no pude olvidar. Era una vasta sala que se llamaba, creo, la “sala de los pinos”, destruida posteriormente por un incendio; las tinieblas que reinaban en aquella habitación inmensa, apenas iluminada por la llama de una única vela, tenían una densidad de una naturaleza muy diferente a las que pueden reinar en un salón pequeño. Cuando entré en la sala, una criada de edad madura, con las cejas afeitadas y los dientes ennegrecidos, estaba arrodillada colocando el candelabro ante un gran biombo; detrás de ese biombo que delimitaba un espacio luminoso de dos esteras aproximadamente, caía, como suspendida del techo una profunda oscuridad, densa y de color uniforme, sobre la que rebotaba, como sobre un muro negro, la luz indecisa del candelabro, incapaz de reducir su espesura. ¿Ha visto usted alguna vez, lector, “el color de las tinieblas a la luz de una llama”? Están hechas de una materia diferente a la de las tinieblas de la noche en un camino y, si me atrevo a hacer una comparación, parecen estar formadas de corpúsculos como de una ceniza tenue, cuyas parcelas resplandecieran con todos los colores del arco iris. Me pareció que iban a meterse en mis ojos y, a pesar mío, parpadeé.
Ahora están de moda los reservados de dimensiones más modestas; los hacen de diez, ocho o incluso seis esteras, por ello, aunque sólo encendieran una vela no se podría encontrar unas tinieblas de ese color; en cambio, antaño, tanto en los palacios como en los lugares de asueto, la costumbre exigía techos altos, pasillos amplios e inmensas salas de varias decenas de esteras, lo que implica que en aquellos edificios, a cualquier hora flotara una estancada oscuridad de ese tipo, similar a una bruma impenetrable. Y nuestras gentiles damas chapoteaban en ese caldo espeso y negro en el que estaban hundidas hasta el cuello.
No hace mucho me explayaba sobre este tema en mis
Ensayos de la ermita a la sombra de los pinos
, pero nuestros contemporáneos, acostumbrados como están desde hace ya tiempo a la luminosidad de la luz eléctrica, habrían olvidado sin duda que hayan podido existir jamás unas tinieblas de este tipo. Ahora bien, esas “tinieblas sensibles a la vista” producían la ilusión de una especie de bruma palpitante, provocaban fácilmente alucinaciones, y en muchos casos eran más terroríficas que las tinieblas exteriores. Las manifestaciones de espectros o de monstruos no eran en definitiva más que emanaciones de esas tinieblas, y las mujeres que vivían en su seno, rodeadas de no sé cuántos visillos, pantallas, biombos, tabiques móviles, ¿no pertenecían, a su vez, a la familia de los espectros? Las tinieblas las envolvían con diez, veinte capas de sombra, se infiltraban en ellas por el menor resquicio de su ropaje, el cuello, las mangas, el dobladillo del vestido.
Es más, quién sabe si a veces, a la inversa, dicha oscuridad no salía del propio cuerpo de aquellas mujeres, de su boca de dientes pintados de la punta de su negra cabellera, cual hilos de araña, esos hilos que escupía la maléfica “araña de tierra”.
Si es cierto lo que contaba hace algunos años Takebayashi Musôan
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a su vuelta de París, Tokio u Osaka están mucho mejor iluminadas que las grandes ciudades europeas. En París, en plenos Campos Elíseos, todavía hay algunas casas iluminadas con petróleo, mientras que en Japón, para encontrar este tipo de iluminación hay que ir al interior de las montañas más apartadas. Es cierto que posiblemente no haya otro país en el mundo, si exceptuamos América, que se entregue a tal orgía de luz eléctrica. Se ha dicho que esto era debido a que Japón quería imitar en todo a América. Musôan contaba esto hace cuatro o cinco años, antes por tanto de la moda de los anuncios de neón; la próxima vez que vuelva se quedará aún más atónito ante este nuevo incremento de luz.
Otra anécdota que me contaba el Sr. Yamamoto, director de la revista
Kaizô
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. Yamamoto acompañó hace poco al profesor Einstein durante su viaje a Kioto. El tren atravesaba las afueras de Ishiyama
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cuando el profesor, que contemplaba el paisaje por la ventana le dijo: “¡Vaya, no son muy ahorrativos por aquí!”. Como le preguntaran sobre lo que quería decir con ello, señaló con el dedo un poste de la luz con una bombilla encendida en pleno día. “¡Einstein es judío, por eso sin duda se fija en esos detalles!”, añadió Yamamoto como comentario; pero a pesar de todo, en comparación, si no con América, al menos con Europa, Japón utiliza el alumbrado eléctrico sin reparar en gastos.
A propósito de Ishiyama, he aquí otra historia curiosa: dudaba yo sobre el lugar que elegiría ese año para ir a ver la luna de otoño y me decidí finalmente por el monasterio de Ishiyama, pero la víspera de la luna llena leí en el periódico una noticia en la que se informaba que para aumentar el disfrute de los visitantes que fueran al monasterio al día siguiente por la noche para contemplar la luna, habían colocado por los bosques una grabación de la
Sonata al claro de luna
. Esta lectura me hizo renunciar al instante a mi excursión a Ishiyama. Un altavoz es un azote en sí mismo, pero yo estaba convencido de que si se había llegado a eso, sin duda alguna también habrían iluminado la montaña con bombillas distribuidas artísticamente para crear ambiente.