El Emperador (27 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El Emperador
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—Lo debió utilizar para sus máquinas de carpintería —dijo Pound.

—No; su fuerza mecánica era suficiente para esto. Lo compró para otra cosa. Para algo que requería una enorme potencia. También descubrí esto, en otra semana. Era un horno pequeño, moderno y muy eficaz. También éste desapareció hace tiempo, y estoy seguro de que fue arrojado, con los guantes de amianto y las tenazas, en lo más profundo de algún lago o río. Pero creo que puedo decir que fui incluso más minucioso que Mr. Hanson. Entre dos tablas, cubierto por una compacta capa de aserrín, sin duda en el sitio donde había caído durante su operación, encontré esto.

Era su
pièce de résistance
, y el momento de su triunfo. Sacó de su cartera un paquetito de tejido blanco y lo desenvolvió despacio. Extrajo de él una laminilla de metal que brilló bajo la luz, una pizca de metal que debió gotear de un cucharón y solidificarse. Miller esperó, mientras todos lo miraban.

—Desde luego, lo hice analizar. Es platino de alta calidad, un 99,95 por ciento puro.

—¿Ha encontrado el resto? —murmuró Mrs. Armitage.

—Todavía no, señora, pero lo encontraré. No tema. Mr. Hanson cometió un gran error al elegir el platino. Éste tiene una propiedad que él debió menospreciar, pero que es única. Su peso. Ahora, sabemos al menos lo que buscamos. Un recipiente de madera de alguna clase, aparentemente insignificante, pero que…, y esto es lo importante…, debe pesar casi media tonelada…

Mrs. Armitage echó la cabeza atrás y lanzó un grito extraño y ronco, como el aullido de un animal herido. Miller se sobresaltó. Mr. Armitage hundió la cabeza entre las manos. Tarquín Armitage se puso en pie, rojo el semblante de furor, y gritó:

—¡Maldito bastardo!

Martín Pound miró con incredulidad al sorprendido investigador privado.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Qué barbaridad! Se lo llevó consigo.

Dos días más tarde, Mr. Pound informó al Fisco de todas las circunstancias del caso. Una vez comprobados los hechos, resolvieron, aunque de mala gana, dar por fallido el crédito.

Barney Smee se dirigió alegremente y con paso vivo a su Banco, confiando en que llegaría antes de que cerrasen para las vacaciones de Navidad. La razón de su regocijo estaba en el bolsillo de su chaqueta: un cheque por una suma muy importante, pero que era el último de una serie que, durante los últimos meses, le habían asegurado unos ingresos 'muy superiores a los que jamás había conseguido en veinte años de dedicarse al arriesgado negocio de metales de desecho para la industria de joyería.

Ahora se felicitaba de haber corrido el riesgo, que no había sido pequeño. Sin embargo, todo el mundo se dedicaba hoy en día a defraudar al Fisco, ¿y quién era él para condenar al que había sido causa de su buena fortuna, simplemente porque el hombre sólo había querido negociar en dinero efectivo? Barney Smee comprendía perfectamente al inversor de blancos cabellos que decía llamarse Richards y que tenía un permiso de conducción para demostrarlo. Por lo visto, el hombre había comprado sus lingotes de 50 onzas hacía años, cuando eran baratos. Si los hubiese vendido en el mercado libre, a través de «Johnson Matthey», sin duda habría obtenido un precio más alto, pero, ¿cuánto le habría costado en impuestos? Él debía saberlo muy bien, y Barney Smee no iba a llevarle la contraria.

En todo caso, las operaciones en dinero efectivo eran el pan de cada día en el negocio. Los lingotes eran auténticos; incluso llevaban la marca original de «Johnson Matthey», empresa de la que procedían en su origen. Sólo el número de serie había sido borrado. Esto le había costado un buen pico al viejo, porque, sin número de serie, Smee no podía ofrecerle un precio que se acercase al corriente en el mercado. Sólo podía ofrecerle un precio de saldo, o de mayorista, unos 440 dólares USA la onza. Pero los números de serie habrían delatado al propietario a efectos fiscales, por lo que, a fin de cuentas, el viejo debía saber lo que llevaba entre manos.

Barney Smee había liquidado sus cincuenta lingotes y había ganado diez dólares limpios por onza. El cheque que llevaba en el bolsillo era el precio de la venta de los dos últimos lingotes. Lo que no sabía era que, en otros lugares de Gran Bretaña, otros cuatro traficantes como él habían pasado el otoño introduciendo en el mercado, cada uno de ellos, cincuenta lingotes de 50 onzas, en operaciones de segunda mano y pagando en dinero efectivo al vendedor de blancos cabellos. Salió de una calle lateral y entró en Oíd Kent Road. Al hacerlo, tropezó con un hombre que se apeaba de un taxi. Los dos se disculparon y se desearon Feliz Navidad. Barney Smee siguió alegremente su camino.

El otro, un abogado de Guernsey, miró el edificio ante el que se había apeado, se ajustó el sombrero y se dirigió a la entrada. Diez minutos más tarde, celebraba una conferencia privada con la un tanto desconcertada madre superiora.

—¿Puedo preguntarle, madre superiora, si el Orfanato de Saint Benedict está registrado como institución caritativa, según la Ley de Beneficencia?

—Si —dijo la madre superiora—. Así es.

—Bien —dijo el abogado—. Entonces, no existe infracción alguna y no podrán aplicarle el impuesto sobre transmisión de capital.

—¿Oué? —inquirió ella.

—Es el llamado vulgarmente «impuesto sobre donaciones» —dijo, sonriendo, el abogado—. Me complace decirle que un donante cuya identidad no puedo revelar, por ser secreto profesional, resolvió donar una suma importante a este establecimiento.

Esperó una reacción, pero la vieja monja de cabellos grises no hizo más que mirarle como pasmada.

—Mi cliente, cuyo nombre no sabrá usted nunca, me encargó concretamente que me presentase a usted, precisamente en este día, víspera de Navidad, y le entregase este sobre.

Sacó un sobre de grueso papel de la cartera y lo tendió a la madre superiora. Ésta lo tomó, pero no hizo nada por abrirlo.

—Tengo entendido que contiene un talón bancario conformado por un acreditado Banco mercantil de Guernsey, librado a cargo del mismo y a favor del Orfanato de Saint Benedict. No he visto el contenido, y me limito a seguir las instrucciones.

—¿Libre de impuestos? —preguntó ella, sosteniendo el sobre y con aire indeciso.

Los donativos de caridad eran pocos y espaciados, a pesar de las muchas solicitudes.

—En las Islas del Canal tenemos un sistema fiscal distinto del general del Reino Unido —dijo pacientemente el abogado—. Nosotros no tenemos el impuesto de transferencia de capital. Y también practicamos el secreto bancario. Un donativo dentro de Guernsey o de las Islas no devenga impuesto. Si el recipiendario está domiciliado o reside en el Reino Unido, fuera de las Islas, puede verse afectado por su sistema fiscal. A menos que esté exceptuado. Como, por ejemplo, por la Ley de Beneficencia. Y ahora, si tiene la bondad de firmarme recibo de un sobre de contenido ignorado, daré por cumplida mi misión. Mis honorarios fueron liquidados en su día, y tengo deseos de volver a casa para reunirme con mi familia.

Dos minutos más tarde, la madre superiora se quedó sola. Poco a poco, abrió el sobre con un cortapapeles y extrajo su contenido. Era un solo talón bancario, conformado. Cuando vio la cifra, sacó el rosario del bolsillo y empezó a pasar rápidamente las cuentas. Cuando hubo recobrado parte de su aplomo, se acercó al reclinatorio que había junto a la pared, se arrodilló en él y estuvo media hora rezando.

De nuevo en su mesa escritorio, y sintiendo que aún le temblaban las rodillas, volvió a contemplar el cheque, que importaba algo más de dos millones y medio de libras. ¿Quién había tenido nunca tanto dinero en el mundo? Trató de pensar lo que haría con él. Una fundación, pensó. O un fondo en depósito. Con aquello había suficiente para sostener por siempre el orfanato. Y, desde luego, para ver cumplida la ambición de toda su vida: sacar el orfanato de los barrios bajos de Londres y establecerlo en el campo, al aire libre. Podría doblar el número de niños. Podría…

Demasiadas ideas afluían a su mente, y una pugnaba por abrirse paso. ¿Cuál era? ¡Ah, sí! El periódico del último domingo. Algo había llamado su atención y hecho sentir un fuerte deseo. Sí; irían allí. Tenía dinero bastante para comprarlo y sostenerlo indefinidamente: Era un sueño hecho realidad. Había visto un anuncio en la sección de fincas. En venta: una casa solariega en Kent, con sesenta áreas de parque…

EL FULLERO

El juez Comyn se acomodó en el asiento del rincón del compartimiento de primera clase, desplegó el
Irish Times
del día, miró los titulares y lo dejó sobre su regazo.

Ya tendría tiempo de leerlo durante el largo viaje de cuatro horas hasta Tralee. Observó perezosamente a través de la ventanilla el bullicio de la estación de Kingsbridge en los minutos que precedían a la salida del tren de Dublin a Tralee, que le llevaría descansadamente a su destino en la ciudad principal de Country Kerry. Confió vagamente en que tendría el compartimiento para él solo y podría dedicarse a repasar sus papeles.

Pero no fue así. Apenas había cruzado esta idea por su cabeza cuando se abrió la puerta del compartimiento y alguien entró en el mismo. El juez se abstuvo de mirar. La puerta se cerró y el recién llegado arrojó una maleta sobre la rejilla. Después, el hombre se sentó frente al juez, al otro lado de la lustrosa mesita de nogal.

El juez Comyn le echó una mirada. Su compañero era un hombre bajito, insignificante, de cabellos rubios erizados y revueltos y con los ojos castaños más tímidos y tristes que pudiera imaginarse. Llevaba un traje grueso y peludo, con chaleco haciendo juego y corbata de punto. El juez pensó que debía tener algo que ver con los caballos, aunque quizá no fuera más que un oficinista, y volvió a mirar por la ventanilla.

Oyó la llamada del empleado de la estación al conductor de la vieja locomotora que resoplaba en algún lugar, sobre la vía, y después el estridente ruido de su silbato. Pero, cuando la máquina bufó con fuerza y el vagón empezó a moverse hacia delante, un hombre gordo y enteramente vestido de negro pasó corriendo por delante de la ventanilla. El juez oyó el crujido de la puerta del vagón al abrirse a pocos pasos de distancia, y el ruido de un cuerpo al saltar sobre el pasillo. Segundos después, con gran acompañamiento de jadeos y bufidos, el negro personaje apareció en la puerta del compartimiento y se dejó caer, aliviado, sobre el asiento del rincón más lejano.

El juez Comyn miró de nuevo. El recién llegado era un cura de rostro colorado. El juez volvió a mirar por la ventanilla; habiendo sido educado en Inglaterra, no deseaba entablar conversación.

—¡Por todos los santos! Lo ha pillado por los pelos, padre —oyó que decía el pequeñajo.

Hubo más resoplidos por parte del de la sotana.

—Me llevé un buen susto, hijo mío —respondió el cura.

Por fortuna, guardaron silencio después de esto. El juez Comyn observó cómo se perdía de vista la estación y era sustituida por las desagradables hileras de casas tiznadas de humo que, en aquellos tiempos, constituían los suburbios occidentales de Dublín. La locomotora de la «Great Southern Railway Company» adquirió velocidad, y se aceleró el compás del golpeteo de las ruedas sobre los raíles. El juez Comyn levantó su periódico. El titular y el artículo de fondo se referían al Primer Ministro, Eamon de Valera, que el día anterior había prestado pleno apoyo a su ministro de Agricultura en la cuestión del precio de las patatas. Al pie de la página, una breve noticia daba cuenta de que un tal señor Hitler se había apoderado de Austria. El director, pensó el juez Comyn, tenía un concepto definido de las prioridades. Poco más había de interés en el periódico y, al cabo de cinco minutos, lo dobló, sacó un fajo de documentos legales de su cartera y empezó a hojearlos. Los verdes campos de Kildare desfilaron al otro lado de las ventanillas al alejarse el tren de la ciudad de Dublín.

—Señor —dijo una voz tímida delante de él.

«¡Vaya! —pensó—, ahora tiene ganas de hablar.» Su mirada se encontró con los ojos perrunos y suplicantes del hombre que tenía enfrente.

—¿Le importaría que usase una parte de la mesa? —preguntó el hombre.

—En absoluto —dijo el juez.

—Gracias, señor —contestó el hombre, con perceptible acento del sur del país.

El juez volvió al estudio de los papeles relativos a un complicado pleito civil que tenía que fallar en Dublín a su regreso de Tralee. Confiaba en que la visita a Kerry, que realizaba para presidir, como juez transeúnte, las vistas trimestrales, no ofrecería tantas complicaciones. Sabía, por experiencia, que los pleitos rurales eran muy simples, aunque los jurados locales dictaban casi siempre unos veredictos asombrosamente faltos de lógica.

No se molestó en mirar cuando el hombrecillo sacó una baraja de naipes no demasiado limpios y dispuso algunos de ellos en columnas para hacer un solitario. Sólo un poco después le llamó la atención una especie de cloqueo. Levantó de nuevo la mirada.

El hombrecillo se mordía la lengua, como sumido en honda concentración —y esto era lo que había producido aquel ruido—, y contemplaba fijamente las cartas descubiertas al pie de cada columna. El juez Comyn observó en seguida que un nueve rojo no había sido colocado sobre un diez negro, a pesar de que ambas cartas estaban a la vista. El hombrecillo, que no había advertido la coincidencia, sacó tres cartas más. El juez Comyn contuvo su irritación y volvió a sus papeles. No cuentes conmigo, dijo para sus adentros.

Pero hay algo hipnótico en los solitarios, sobre todo cuando el que los hace juega mal. Al cabo de cinco minutos, el juez había perdido todo su interés por el pleito civil y miraba fijamente las cartas descubiertas. Por último, no pudo aguantarse más. Había una columna vacía a la derecha y, en la columna tercera, un rey descubierto que hubiese debido pasar al espacio libre. Tosió. El hombrecillo le miró, alarmado.

—El rey —dijo amablemente el juez—. Debería ponerlo en el espacio libre.

El jugador de cartas bajó la mirada, vio la oportunidad y movió el rey. La carta que volvió después resultó ser una reina, y la puso sobre el rey. Antes de terminar, había hecho siete movimientos. La columna que había empezado con el rey terminaba ahora con un diez.

—Y el nueve rojo —dijo el juez—. Puede ponerlo encima.

El nueve rojo y sus seis cartas siguientes pasaron sobre el diez. Ahora podía descubrirse otra carta; salió un as, que fue colocado en su sitio.

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