El Emperador (28 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El Emperador
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—Me parece que lo va a sacar —dijo el juez.

—Oh, no, señor —repuso el hombrecillo, sacudiendo la cabeza de ojos tristes de sabueso—. Todavía no he sacado uno en mi vida.

—Siga jugando, siga jugando —dijo el juez Comyn con creciente interés.

Y, con su ayuda, el hombrecillo sacó el juego y se quedó mirando con asombro el problema solucionado.

—Ya lo ve; lo ha sacado —dijo el juez.

—Gracias a la ayuda de Su Señoría —contestó el hombre de ojos tristes—. Es usted muy hábil con las cartas, señor.

El juez Comyn se preguntó si el hombre de los naipes podía saber que él era juez, pero en seguida pensó que sólo había usado un tratamiento común en aquellos tiempos en Irlanda, cuando alguien se dirigía a una persona merecedora de cierto respeto.

Incluso el sacerdote había dejado a un lado su libro de sermones del difunto y gran cardenal Newman, y estaba mirando las cartas.

—¡Oh! —exclamó el juez, que jugaba un poco al bridge y al póquer con sus compañeros del «Kildare Street Club»—. No soy buen jugador.

En su fuero interno, sostenía la teoría de que teniendo una buena mentalidad jurídica, con dotes de observación y deducción, y buena memoria, siempre se podía jugar bien a las cartas.

El hombrecillo dejó de jugar y repartió distraídamente manos de cinco cartas, las cuales examinó antes de recogerlas. Por último, dejó la baraja y suspiró.

—Es un largo viaje hasta Tralee —dijo, reflexivamente.

Más tarde, el juez Comyn no pudo recordar quién había pronunciado exactamente la palabra póquer, pero sospechaba que había sido él mismo. Sea como fuere, tomó la baraja y se dio unas cuantas manos, advirtiendo, con satisfacción, que una de ellas era un ful de sotas y dieces.

Con una media sonrisa, como asombrado de su propio atrevimiento, el hombrecillo se dio cinco cartas y las sostuvo delante de él.

—Le apuesto, señor, un penique imaginario a que no coge usted una mano mejor que ésta.

—De acuerdo —dijo el juez, tomando cinco cartas y mirándolas.

No era un ful, sino una pareja de nueves.

—Veámoslo —dijo el juez Comyn.

El hombrecillo asintió con la cabeza. Descubrieron las cartas. El hombrecillo tenía tres cincos.

—¡Ah! —exclamó el juez—. Pero yo no he pedido cartas, como podía haber hecho. Probemos otra vez, amigo.

Volvieron a dar. Esta vez, el hombrecillo pidió tres cartas, y el juez, dos. Ganó el juez.

—He recobrado mi penique imaginario —dijo.

—En efecto, señor —convino el otro—. Tenía un buen juego. Tiene usted buena mano para los naipes, cosa que no puedo decir de mí. Lo vi en seguida.

—Sólo se trata de razonar un poco y de calcular el riesgo —le corrigió el juez.

Llegados a este punto, se presentaron, declarando sólo el apellido, como solía hacerse en aquellos tiempos. El juez omitió su título, presentándose sólo como Comyn, y el otro dijo que se llamaba O'Connor. Cinco minutos más tarde, entre Sallins y Kildare, iniciaron un póquer amistoso. Cinco cartas cubiertas parecía el sistema más adecuado, y así se acordó tácitamente. Desde luego, no jugaban con dinero.

—Lo malo es —dijo O'Connor después de la tercera mano— que nunca recuerdo lo que ha apostado cada cual. Su Señoría tiene buena memoria.

—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo el juez, sacando de la cartera de mano una caja grande de cerillas.

Le gustaba fumar un cigarro después del desayuno y otro después de comer, y por nada del mundo habría usado un encendedor de gasolina para un cigarro habano de cuatro peniques.

—Una magnífica idea —dijo O'Connor, maravillado, mientras el juez repartía veinte cerillas para cada uno.

Jugaron una docena de manos, bastante interesantes, y quedaron más o menos empatados. Pero es aburrido jugar al póquer entre dos, pues, si uno tiene una mano pobre y quiere «pasar», el otro no puede hacer nada. Justo al salir de Kildare, O'Connor preguntó al cura:

—Padre, ¿no quiere usted jugar con nosotros?

—¡Oh, no! —respondió, riendo, el rubicundo sacerdote—. Soy muy malo para las cartas. Aunque —añadió—, he jugado un poco al whist con los muchachos, en el seminario.

—Es el mismo principio, padre —dijo el juez—. Una vez aprendido, ya no se olvida. Cada cual recibe una mano de cinco cartas; si no le satisfacen las que tiene, puede pedir otras nuevas hasta cinco. Entonces, hace su apuesta, según la calidad de sus naipes. Si tiene un buen juego, puede aumentar la apuesta de los otros; si no, puede pasar y tirar las cartas.

—No me gusta apostar —dijo, vacilando, el cura.

—Sólo son cerillas, padre —repuso O'Connor.

—¿Y hay que hacer bazas? —preguntó el sacerdote.

O'Connor arqueó las cejas. El juez Comyn sonrió, con aire protector:

—No se recogen bazas —dijo—. La mano que usted tiene se aprecia según una escala fija de valores. Mire…

Hurgó en su cartera y sacó una hoja de papel en blanco. Después sacó del bolsillo interior un lápiz de oro y con muelle. Empezó a escribir en la hoja. El cura se endino para mirar.

—Lo más valioso es la escalera real —explicó el juez—. Esto quiere decir tener cinco cartas seguidas del mismo palo y encabezadas por el as. Como deben ser seguidas, esto significa que las otras cartas deben ser el rey, la dama, la sota y el diez.

—Sí, claro —dijo cansadamente el cura.

—Después viene el póquer, o sea, cuatro cartas del mismo valor —dijo el juez, escribiendo la palabra debajo de la escalera real—. Esto quiere decir cuatro ases, cuatro reyes, cuatro damas, cuatro sotas y así sucesivamente hasta cuatro doces. La quinta carta no importa. Y, desde luego, cuatro ases son mejores que cuatro reyes y que cualquier otro cuarteto. ¿Entendido?

El cura asintió con la cabeza.

—Entonces viene el ful —dijo O'Connor.

—No exactamente —le corrigió el juez Comyn—. Entonces viene la escalera de color, amigo mío.

O'Connor se golpeó la frente, como reconociendo su propia estupidez.

—Es verdad —dijo—. Mire, padre, la escalera de color es como la real, salvo que no está encabezada por el as. Pero las cinco cartas deben ser del mismo palo y seguidas.

El juez anotó la descripción bajo la palabra «póquer».

—Ahora viene el ful que decía Mr. O'Connor. Se compone de tres cartas del mismo valor, y dos de otro valor, o sea cinco en total. Si hay tres dieces y dos damas, se llama ful de dieces y damas.

El sacerdote asintió de nuevo.

El juez continuó la lista, explicando cada combinación: «color», «escalera», «trío», «doble pareja», «pareja» o el «as» como carta más alta.

—Ahora bien —dijo, cuando hubo terminado—, es evidente que una pareja o sólo un as, o una mano de cartas que no liguen entre sí, son juegos tan pobres que no hay que apostar con ellos.

El padre miró la lista.

—¿Puedo guiarme por esto? —preguntó.

—Desde luego —dijo el juez Comyn—. Guárdese la lista, padre.

—Bueno, ya que sólo jugamos con cerillas… —dijo al sacerdote, preparándose a jugar.

A fin de cuentas, los juegos de azar amistosos no son pecado. Sobre todo, jugando con cerillas. Repartieron éstas en tres montoncitos iguales y empezó el Juego.

En las dos primeras manos, el cura pasó en seguida y observó las puestas de los otros. El juez ganó cuatro cerillas. En la tercera mano, el semblante del cura se iluminó.

—Esto es bueno, ¿verdad? —preguntó, mostrando su mano a los otros dos.

Y
era
bueno: un ful de sotas y reyes. El juez tiró sus cartas con disgusto.

—Sí, es un juego muy bueno, padre —dijo pacientemente O'Connor—, pero no debe mostrarlo, ¿sabe? Pues, si sabemos lo que usted tiene, no apostaremos nada con una mano de menos valor que la suya. El juego debe ser…, bueno, como el confesionario.

El cura comprendió.

—Como el confesionario —repitió—. Sí, ya lo entiendo. No hay que decir una palabra a nadie, ¿no es así?

Se disculpó, y empezaron de nuevo. Durante sesenta minutos, hasta llegar a Thurles, jugaron quince manos, y el montón de cerillas del juez fue subiendo. El sacerdote estaba casi en las últimas, y al triste O'Connor sólo le quedaba la mitad del montón. Cometía demasiados errores; el buen padre parecía completamente despistado; sólo el juez jugaba un póquer reflexivo, calculando las probabilidades y los riesgos con su adiestrada mente de jurista. El juego era una demostración de su teoría de que la inteligencia vence a la suerte. Poco después de Thurles, O'Connor pareció distraído. El juez tuvo que llamarle la atención en dos ocasiones.

—Creo que no es muy interesante jugar con cerillas —confesó, después de la segunda advertencia—. ¿No será mejor que lo dejemos?

—¡Oh!, confieso que me estaba divirtiendo —dijo el juez, porque los que ganan suelen divertirse.

—O podríamos hacerlo más interesante —sugirió O'Connor, en tono de disculpa—. Por naturaleza, no soy jugador; pero unos pocos chelines no perjudican a nadie.

—Como usted quiera —dijo el juez—, aunque observo que ha perdido bastantes cerillas.

—¡Ah, señor! Puede que mi suerte esté a punto de cambiar —repuso O'Connor, con su sonrisa de enanito.

—Entonces, yo debo retirarme —dijo rotundamente el cura—. Pues temo que sólo llevo tres libras en mi bolsa, y tienen que durarme para todas las vacaciones con mi madre en Dingle.

—Pero, padre —dijo O'Connor—, sin usted no podemos jugar. Y unos pocos chelines…

—Incluso unos pocos chelines son mucho para mí, hijo mío —dijo el cura—. La Santa Madre Iglesia no es lugar adecuado para los hombres que blasonan de llevar mucho dinero en el bolsillo.

—Espere —dijo el juez—. Tengo una idea. Usted y yo, O'Connor, nos repartiremos las cerillas por partes iguales. Entonces, cada uno de los dos prestará al padre una cantidad igual de cerillas, que ahora tendrán un valor. Si él pierde, no le reclamaremos la deuda. Si gana, nos devolverá las cerillas que le prestamos y se quedará la diferencia.

—Es usted un genio, señor —dijo O'Connor, con asombro.

—Pero yo no puedo jugar por dinero —protestó el sacerdote.

Reinó un triste silencio durante un rato.

—¿Y si sus ganancias las destinase a una obra caritativa de la Iglesia? —sugirió O'Connor—. Seguro que el Señor no se lo reprocharía.

—Pero me lo reprocharía el obispo —replicó el cura—, y es probable que me encuentre antes con éste que con Aquél. Sin embargo…,
está
el orfanato de Dingle. Mi madre prepara allí las comidas, y los pobres asilados pasan mucho frío en invierno, con el precio a que se ha puesto el combustible…

—¡Un donativo! —exclamó el juez, con aire triunfal. Se volvió a sus pasmados compañeros—. Todo lo que gane el padre, por encima de la cantidad que le prestemos, lo donaremos los dos al orfanato. ¿Qué les parece?

—Supongo que ni siquiera nuestro obispo podría rechazar un donativo al orfanato… —dijo el cura.

—Y el donativo será un obsequio nuestro, a cambio de su colaboración en una partida de cartas —dijo O'Connor—. Es perfecto.

El sacerdote accedió y empezaron de nuevo. El juez y O'Connor dividieron las cerillas en dos montones. O'Connor señaló que, con menos de cincuenta cerillas, alguien podría acabarlas pronto. El juez Comyn resolvió también este problema. Partieron las cerillas por la mitad; las mitades con la cabeza de azufre valdrían el doble de las otras.

O'Connor declaró que llevaba encima algo más de 30 libras, para sus días de fiesta, y sólo jugaría hasta ese límite. En cuanto a Comyn, los dos aceptarían un cheque si perdía; saltaba a la vista que era un caballero.

Entonces prestaron al cura diez cerillas con cabeza y cuatro sin ella, por mitad entre los dos.

—Y ahora —dijo el juez Comyn, barajando las cartas—, ¿en cuánto fijamos la puesta?

O'Connor levantó media cerilla sin cabeza.

—¿Diez chelines? —sugirió.

Esto impresionó un poco al juez. Las cuarenta cerillas que había sacado de la caja se habían convertido en ochenta mitades y representaba 60 libras esterlinas, cantidad apreciable en 1938. El cura tenía, pues, 12 libras delante de él, y los otros, 24 libras cada uno. Oyó que el cura suspiraba.

—Quien juega un penique, juega una libra. Y que el Señor me ayude —dijo el sacerdote.

El juez asintió bruscamente con la cabeza.

No hubiese debido preocuparse. Ganó las dos primeras manos y, con ellas, casi 10 libras. En la tercera mano, O'Connor pasó en seguida, perdiendo su puesta de chelines. El juez Comyn miró sus cartas; tenía ful de sotas y sietes. Tenía que envidar. Al cura sólo le quedaban 7 libras.

—Veo sus cuatro libras, padre —dijo, empujando las cerillas hacia el centro—, y subo cinco más.

—¡Oh! —exclamó el cura—. Estoy casi arruinado. ¿Qué puedo hacer?

—Sólo una cosa —dijo O'Connor—, si no quiere que Mr. Comyn suba de nuevo a una cantidad que usted no puede igualar. Poner cinco libras y pedir que se vean las cartas.

—Veré las cartas —dijo el cura, como recitando un ritual, mientras empujaba cinco cerillas con cabeza hasta el centro de la mesa. El juez mostró su ful y esperó. El cura tenía cuatro dieces. Recobró sus 9 libras, más las 9 del juez y los 30 chelines de las apuestas iniciales. Con las 2 libras que le quedaban, tenía ahora veintiuna y diez chelines.

De esta manera llegaron al empalme de Limerick, que, como es de rigor en el sistema ferroviario irlandés, no estaba cerca de Limerick, sino muy próximo a Tipperary. El tren dejó atrás el andén principal y después retrocedió, porque no podía arrimarse a él en la dirección que llevaba. Unas cuantas personas bajaron o subieron, pero nadie interrumpió la partida ni entró en el compartimiento de nuestros hombres.

En Charleville, el cura le había ganado 10 libras a O'Connor, el cual parecía preocupado, y el juego se hizo más lento. O'Connor tendía ahora a pasar, y muchas manos terminaron con otro jugador pasando igualmente. Poco antes de llegar a Mallow, y por mutuo acuerdo, eliminaron todos los naipes pequeños, conservando de los sietes para arriba, con lo que la baraja sólo tuvo treinta y dos cartas. Entonces, e! juego volvió a animarse.

En Headford, el pobre O'Connor había perdido 12 libras, y el juez, 20, en beneficio del cura.

—¿No sería una buena idea que les devolviese ahora las doce libras con que empecé? —preguntó el sacerdote.

Los otros dos convinieron en ello y recobraron sus 6 libras cada uno. Al cura le quedaban todavía 32 para seguir jugando. O'Connor continuó jugando con precaución, y sólo una vez envidó fuerte y recuperó 10 libras con un ful que ganó a una doble pareja y a un color. Los lagos de Killamey desfilaron más allá de la ventanilla, sin que nadie tos admirase.

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