Tommy Burns sacó un bocadillo de su cesta.
—¿No tienes hambre, Ram? —preguntó—. Toma esto, a mí me sobra.
—¿Qué diablos vas a hacer? —preguntó Big Billie, sentado en el círculo, al otro lado de la fogata.
Burns adoptó una actitud defensiva.
—Sólo le ofrecía un bocadillo al muchacho —dijo.
—Deja que el morenito traiga sus malditos bocadillos —replicó Cameron—. Cada cual a lo suyo.
Los hombres miraron sus cestas y siguieron comiendo en silencio. Era evidente que nadie se atrevía a discutir con Big Billie.
—Gracias, no tengo hambre —dijo Ram Lal a Burns.
Después se alejó y fue a sentarse junto al río, donde remojó sus inflamadas manos.
Al ponerse el sol, cuando llegó el camión para recogerles, la mitad de las tejas del extenso tejado habían desaparecido. Un día más, y empezarían con la armadura, aserrando y arrancando clavos.
El trabajo prosiguió durante toda la semana, y el antaño orgulloso edificio quedó despojado de sus cabrios, tablas y vigas, hasta que quedó vacío y abierto, con sus ventanas desnudas como ojos abiertos ante la perspectiva de la muerte inminente. Ram Lal no estaba acostumbrado a trabajos tan arduos. Le dolían continuamente los músculos y tenía las manos llenas de ampollas, pero seguía trabajando, porque necesitaba el dinero.
Había comprado una fiambrera, una taza esmaltada, unas botas fuertes y un par de guantes gruesos, cosa, esta última, que nadie más utilizaba. Sus manos estaban curtidas, después de años de trabajar con ellas. Durante toda la semana, Big Billie Cameron le estuvo incordiando sin cesar, encargándole los trabajos más pesados y situándole, cuando se enteró de que temía las alturas, en los puntos más elevados. El punjabí se tragaba su ira, porque necesitaba el dinero. La crisis se produjo el sábado.
Todo el maderaje había desaparecido y estaban trabajando en la obra de albañilería. La manera más sencilla de derribar el edificio lejos del río habría sido colocar cargas explosivas en las esquinas de la pared lateral que daba al claro despejado. Pero no se podía pensar en la dinamita. Su empleo requería una licencia especial, sobre todo en Irlanda del Norte, y esto habría puesto sobre aviso al inspector fiscal. McQueen y toda su brigada habrían tenido que entregar una parte sustancial de sus ingresos, y McQueen, los seguros sociales. Por consiguiente, derribaban las paredes a pedazos de un metro cuadrado, manteniéndose peligrosamente en suelos inseguros, mientras las paredes que los sustentaban se agrietaban y crujían bajo los martillazos.
Durante el almuerzo, Cameron dio un par de vueltas alrededor del edificio y volvió al círculo de hombres sentados cerca del fuego. Empezó a explicar cómo derribarían un trozo considerable de la pared exterior, al nivel del tercer piso. Se volvió a Ram Lal.
—Quiero que subas allí arriba —dijo—. Cuando empiece a ceder, empújala hacia fuera con los pies.
Ram Lal contempló el trozo de pared en cuestión. Una grieta muy grande se abría hasta la base.
—Esa pared va a derrumbarse en el momento menos pensado —dijo, con voz pausada—. Cualquiera que se siente allá arriba, caerá con ella.
Cameron le miró fijamente, congestionado el semblante, rojo por la ira el blanco de los ojos.
—No quieras enseñarme mi oficio; limítate a cumplir mis órdenes, ¡negro estúpido! Dio media vuelta y se alejó. Ram Lal se puso en pie. Cuando habló, el tono de su voz era cortante como el filo de una navaja.
—
Míster Cameron
…
Cameron se volvió, asombrado. Los hombres se quedaron boquiabiertos. Ram Lal se acercó despacio al enorme capataz.
—Pongamos una cosa en claro —dijo Ram Lal, y todos los que estaban en el claro pudieron oír claramente sus palabras—. Yo soy del Punjab, en el norte de la India. Además, soy kshatria, miembro de la casta de los guerreros. No tengo bastante dinero para pagar mis estudios de Medicina, pero mis antepasados eran soldados y príncipes, gobernantes y eruditos, hace dos mil años, cuando los suyos andaban a cuatro patas y envueltos en pieles. Por consiguiente, le ruego que deje de insultarme.
Big Billie Cameron miró con ceño al estudiante indio. El blanco de sus ojos era ahora de un rojo aún más intenso. Los otros obreros estaban pasmados.
—¿Ah, sí? —dijo Cameron, en voz muy baja—. ¿Conque éstas tenemos? Bueno, las cosas han cambiado un poco, negro bastardo. Y ahora, ¿qué me dices de esto?
Al pronunciar la última palabra, describió un arco con un brazo, abierta la mano, y la palma cayó sobre un lado de la cara de Ram Lal. El joven rodó por el suelo. Le zumbaron los oídos. Pero oyó a Tommy Bums que le decía:
—Estáte quieto, muchacho. Si te levantas, Big Billie te matará.
Ram Lal miró hacia arriba, bajo la luz del sol. El gigante se erguía sobre él, con los puños cerrados. Comprendió que no tenía posibilidad de luchar contra aquel hombrón del Ulster. Se sintió invadido por un sentimiento de vergUenza y de humillación. Sus antepasados habían cabalgado, lanza en ristre, espada en alto, sobre llanuras cien veces más extensas que los Seis Condados, y las habían conquistado.
Ram Lal cerró los ojos y yació inmóvil. Al cabo de unos segundos, oyó que el hombrón se alejaba. Los otros empezaron a hablar en voz baja. Apretó más los párpados, para contener lágrimas de vergUenza. En la oscuridad, vio las calcinadas llanuras del Punjab y hombres que cabalgaban sobre ellas; hombres orgullosos, fieros, de nariz aguileña, barbudos, ojinegros, tocados con turbantes; los guerreros del País de los Cinco Ríos.
Una vez, hacía de esto mucho tiempo, en los albores del mundo, Iskander de Macedonia había cabalgado sobre aquellos llanos, con sus ojos ardientes y voraces; Alejandro, el joven dios al que llamaban Magno y que, a los veinticinco años, había llorado porque ya no había más mundos que conquistar. Y estos jinetes eran descendientes de sus capitanes, y antepasados de Harkishan Ram Lal.
Éste yacía en el polvo mientras ellos pasaban por su lado y le miraban. Y, al pasar, cada uno de ellos le murmuraba una sola palabra: «Venganza.»
Ram Lal se incorporó en silencio. La suerte estaba echada. Había que hacer lo que había que hacer. Así pensaba su pueblo. Pasó el resto del día trabajando en silencio absoluto. No habló con nadie, y nadie le habló.
Aquella tarde, en su habitación, empezó los preparativos antes de que fuese noche cerrada. Quitó el cepillo y el peine del maltrecho tocador; quitó también el sucio mantelito y descolgó el espejo. Después tomó su libro hinduista y arrancó de él una página con la imagen de la gran diosa Shakti, la diosa del poder y la justicia. La clavó en la pared, sobre el tocador, convirtiendo éste en un altar.
Había comprado un ramo a una florista, delante de la estación, y había tejido una guirnalda con las flores. Colocó una taza medio llena de arena a un lado de la imagen, plantó en ella una vela y la encendió. Después sacó de su maleta un paño enrollado y extrajo de él media docena de pajuelas perfumadas. Tomó un jarrito barato y de cuello estrecho del estante de los libros, introdujo en él las pajuelas y las encendió también. El dulce y mareante olor del incienso empezó a llenar la habitación. Fuera, grandes nubes de tormenta llegaban del mar.
Una vez preparado el altar, se plantó delante de él, con la cabeza inclinada y la guirnalda entre los dedos, y empezó a rezar pidiendo inspiración. El primer trueno retumbó sobre Bangor. Ram Lal no rezó en moderno punjabí, sino en sánscrito antiguo.
—
Devi Shakti… Moa
… (Diosa Shakti… madre suprema…).
Retumbó de nuevo el trueno y cayeron los primeros goterones. Él arrancó una flor y la depositó delante de la imagen de Shakti.
—He sido gravemente ofendido. Pido venganza contra el malhechor…
Tomó una segunda flor y la colocó al lado de la primera.
Rezó durante una hora, mientras caía la lluvia. Ésta tamborileaba en el tejado, sobre su cabeza, y chorreaba en la ventana, detrás de él. Acabó de rezar cuando amainaba la tormenta. Necesitaba saber la forma que había de tomar el castigo. Necesitaba que la diosa le enviase una señal.
Las pajuelas se habían agotado y su aroma flotaba espeso en la estancia. La vela se estaba acabando. Todas las flores yacían ahora sobre la superficie lacada del tocador, delante de la imagen. Shakti le miraba, impertérrita.
Ram Lal se volvió y se acercó a la ventana, para mirar al exterior. La lluvia había cesado, pero todo goteaba detrás del cristal. Mientras observaba, un chorrito de agua cayó del canalón de encima de la ventana y se deslizó sobre el sucio cristal, marcando un surco en la mugre. Debido a la suciedad, no corrió en línea recta, sino en ondulaciones y hacia un lado, y él lo siguió con la mirada hasta el rincón de la ventana. Cuando se detuvo, Ram Lal se volvió a mirar el rincón de su habitación donde su bata colgaba de un clavo.
Entonces advirtió que, durante la tormenta, el cordón de la bata se había deslizado y caído al suelo. Yacía enrollado, con uno de sus extremos oculto a la vista y el otro bien visible sobre la alfombra. De las doce borlitas, sólo dos estaban descubiertas y parecían una lengua bífida. El cordón de la bata tenía todo el aspecto de una serpiente enrollada en el rincón. Ram Lal comprendió. Al día siguiente, tomó el tren de Belfast para ir a ver al Sikh.
Ranjit Singh era también estudiante de Medicina, pero más afortunado que Ram Lal. Sus padres eran ricos y le enviaban una espléndida pensión. Recibió a Ram Lal en la bien amueblada habitación de su pensión.
—He tenido noticias de mi casa —dijo Ram Lal—. Mi padre se está muriendo.
—Lo siento —dijo Ranjit Singh—. Acepta mi condolencia.
—Él quiere verme. Soy su primogénito. Tendría que ir allá.
—Desde luego —afirmó Singh. El primogénito debía estar siempre junto al lecho de muerte de su padre.
—Se trata del pasaje en avión —explicó Ram Lal—. Estoy trabajando y gano un buen sueldo. Pero no tengo bastante dinero. Si quieres prestarme lo que me falta, seguiré trabajando cuando regrese y te lo devolveré.
Los sikhs no son reacios a prestar dinero si el interés es justo y la devolución segura. Ranjit Singh prometió sacar el dinero del Banco el lunes por la mañana.
El domingo por la tarde, Ram Lal visitó a Mr. McQueen en su casa de Groomsport. El contratista estaba delante de su televisor, con una lata de cerveza al alcance de la mano. Era su manera predilecta de pasar la tarde del domingo. Pero redujo el volumen del aparato al anunciarle su esposa la visita de Ram Lal.
—Se trata de mi padre —dijo Ram Lal—. Se está muriendo.
—¡Oh! Lo siento mucho, chico —dijo McQueen.
—Quisiera ir a su lado. El primogénito debe estar con su padre en momentos como éste. Es costumbre en nuestro país.
Mr. McQueen tenía un hijo en Canadá, al que no había visto desde hacía siete años.
—Sí —dijo—, me parece lo adecuado.
—Me han prestado el dinero para el viaje en avión —dijo Ram Lal—. Si salgo mañana, podría estar de regreso a finales de la semana. Pero la cuestión es, Mr. McQueen, que necesito mi empleo más que nunca; para devolver el préstamo y para pagar mis estudios el próximo año. Si regreso antes de que termine la semana, ¿podrá reservarme mi empleo?
—Está bien —dijo el contratista—. No puedo pagarte los días que estés ausente. Ni reservarte el empleo otra semana. Pero, si estás de vuelta antes de que termine la próxima, podrás volver al trabajo. En las mismas condiciones, no lo olvides.
—Gracias —dijo Ram Lal—. Es usted muy amable.
Retuvo su habitación en Railway View Street, pero pasó la noche en su pensión de Belfast. El lunes por la mañana acompañó a Ranjit Singh al Banco, donde el sikh retiró el dinero necesario y lo entregó al hindú. Ram tomó un taxi hasta el aeropuerto de Aldergrove y, de allí, un avión del puente aéreo a Londres, donde adquirió un billete de clase económica para el primer vuelo a la India. Veinticuatro horas más tarde, aterrizaba bajo el calor sofocante de Bombay.
El miércoles encontró lo que buscaba en el atestado bazar de Grant Road Bridge. El Emporio de Peces Tropicales y Reptiles de Mr. Chatterjee estaba casi desierto cuando el joven estudiante, con su libro de texto de reptiles bajo el brazo, entró en el establecimiento. Encontró al viejo propietario sentado en el fondo de su tienda, en penumbra, rodeado de peceras y de jaulas de cristal donde dormitaban sus serpientes y lagartos.
Mr. Chatterjee estaba familiarizado con el mundo académico. Suministraba a varios centros médicos ejemplares destinados al estudio y la disección, y, en ocasiones, recibía lucrativos pedidos del extranjero. Asintió con la cabeza y su barba blanca, como buen conocedor, al explicarle el estudiante lo que buscaba.
—¡Oh, si! —dijo el viejo comerciante gujerati—. Conozco esta serpiente. Y está usted de suerte. Tengo una, llegada hace pocos días de Rajputana.
Condujo a Ram Lal a su santuario privado, y los dos hombres contemplaron en silencio a la serpiente, a través del cristal de su nueva casa.
Echis carinatus
, decía el libro de texto; pero, naturalmente, el libro había sido escrito por un inglés que empleaba la nomenclatura latina. Era la víbora escamosa, la más pequeña y mortífera de su especie.
Muy difundida, decía el libro de texto, podía encontrarse desde el África occidental, hacia el este y el noroeste, hasta el Irán, la India y el Pakistán. Muy adaptable, podía aclimatarse a casi todos los medios, desde las húmedas espesuras del oeste africano hasta los fríos montes del Irán en invierno, o hasta las tórridas colinas de la India.
Algo se agitó debajo de unas hojas que había en la jaula.
Según el libro de texto, su longitud variaba entre 25 y 35 cm., y era muy delgada. De color aceitunado, un poco más pálido en algunos puntos, a veces difíciles de distinguir, y con una raya ondulada ligeramente más oscura en el lado del cuerpo. Animal nocturno en tiempo seco y cálido, se ocultaba durante el día para protegerse del calor.
Las hojas de la jaula se movieron de nuevo y apareció una cabeza diminuta.
Sumamente peligrosa de manejar, decía el libro de texto, había causado más muertes que la famosa cobra, debido principalmente a que su tamaño hacía que se la tocase fácilmente, sin querer, con la mano o con el pie. El autor del libro añadía una nota explicando que la pequeña pero mortal serpiente mencionada por Kipling en su maravilloso cuento
Rikki-Tikki-Tavy
era, casi con toda seguridad, no la Krait, que tiene casi 60 cm. de longitud, sino la víbora escamosa. Evidentemente, el autor estaba muy satisfecho de haber descubierto una inexactitud en el gran Kipling.