El Emperador (3 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El Emperador
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Murgatroyd se irguió. Pensó en el joven del esquí, deslizándose sobre la laguna.

—Lo haré —dijo—. Trato hecho. ¿Cuándo salimos? Sacó la cartera, arrancó tres cheques de viajero de 10 libras, dejando sólo dos en el talonario, firmó al pie de aquéllos y los entregó a Higgins.

—Muy temprano —murmuró Higgins, guardándose los cheques—. Tenemos que levantarnos a las cuatro, para salir de aquí a las cuatro y media. Estaremos en el puerto a las cinco. Partiremos de allí a las seis menos cuarto y llegaremos a la zona de pesca poco antes de las siete. Es la hora mejor; cuando amanece. Nos acompañará el encargado de actividades deportivas, que es muy entendido en pesca. Nos encontraremos en el vestíbulo principal a las cuatro y media.

Volvió al hotel y se dirigió al bar. Murgatroyd le siguió, pasmado por su propia audacia, y encontró a su mujer, que le esperaba enfurruñada. La acompañó al comedor.

Murgatroyd apenas si durmió en toda la noche. Aunque tenía un pequeño despertador, no se atrevió a montarlo, por miedo de que despertase a su esposa al dispararse. Tampoco podía exponerse a dormir más de la cuenta y que Higgins llamase a la puerta de la habitación a las cuatro y media. Dio varias cabezadas, hasta que vio que las manecillas fluorescentes se acercaban a las cuatro. Más allá de las cortinas, era aún noche cerrada.

Se deslizó sin ruido fuera de la cama y miró a Mrs. Murgatroyd. Ésta yacía boca arriba, como de costumbre, respirando ruidosamente, con su arsenal de bigudíes sujeto por una redecilla. Colocó cuidadosamente el pijama sobre la cama y se puso los calzoncillos. Cogió los zapatos con suela de goma, los shorts y la camisa, salió sin hacer ruido y volvió a cerrar la puerta. En el corredor a oscuras, se puso el resto de sus prendas y se estremeció al sentir un frío inesperado.

En el vestíbulo, encontró a Higgins y a su guía, un sudafricano alto y huesudo, llamado Andre Kilian, que era quien cuidaba de todas las actividades deportivas de los huéspedes. Kilian observó su ropa.

—En el mar hace frío antes de la aurora —dijo— y, después, un calor abrasador. El sol puede achicharrarle ahí fuera. ¿No ha traído unos pantalones largos y una blusa con mangas?

—No pensaba que… —dijo Murgatroyd—. No, no lo he traído.

Pero no se atrevía a volver a su habitación.

—Yo tengo uno de sobra —dijo Kilian, alargándole un pulóver—. Marchémonos ya.

Rodaron durante quince minutos entre los oscuros campos, dejando atrás unas chozas donde un solo destello de luz indicó que alguien estaba ya despierto. Después siguieron la carretera principal hasta el pequeño puerto de Trou D'Eau Douce, Hoyo de Agua Dulce, bautizado con este nombre por algún capitán francés de lejanos tiempos que debió encontrar un manantial de agua potable en este sitio. Las casas del pueblo estaban cerradas y a oscuras, pero Murgatroyd pudo distinguir, en el muelle, la forma de una barca amarrada y otras formas que trabajaban a bordo a la luz de unas antorchas. Los viajeros se acercaron al embarcadero de madera y Kilian sacó un frasco de café caliente de la guantera del coche y lo pasó a sus acompañantes. Desde luego, fue muy bien recibido.

El sudafricano se apeó del coche y avanzó por el embarcadero hasta la barca. Retazos de una conversación en voz baja, en francés criollo, llegaron hasta el automóvil. Es extraño que la gente hable siempre en voz baja en la oscuridad que precede al amanecer.

Volvió al cabo de diez minutos. Ahora se veía una franja pálida en el horizonte oriental, y unas cuantas nubes bajas e inmóviles brillaban débilmente allí. El agua era distinguible por su propio brillo, y los perfiles del embarcadero, de la barca y de los hombres eran cada vez más claros.

—Ya podemos llevar el equipo a bordo —dijo Kilian.

Sacó del portaequipajes del coche una nevera portátil que más tarde les proporcionaría cerveza fresca, y, entre él y Higgins, la llevaron al embarcadero. Murgatroyd cargó con los paquetes del almuerzo y otros dos frascos de café.

La embarcación no era uno de esos modelos nuevos y lujosos de fibra de plástico, sino una vieja y ancha barca con el casco de madera y la cubierta de tablas. Tenía una pequeña cabina hacia la proa, que parecía atestada de útiles diversos. A estribor de la puerta de la cabina, había un solo asiento acolchonado sobre un alto soporte, frente a la rueda del timón y los controles básicos. Esta zona estaba cubierta. La zona de popa era descubierta y había en ella un banco a lo largo de cada costado. En la popa había un solo sillón giratorio, como los que se usan en los despachos de la ciudad, salvo que éste estaba fijo en la cubierta y provisto de correas sueltas parecidas a unos arneses.

A ambos lados de la cubierta de popa se alzaban sendas horquetas inclinadas hacia fuera, como antenas. Murgatroyd pensó al principio que eran cañas de pescar, pero después se enteró de que eran horquillas destinadas a mantener los sedales exteriores apartados de los interiores, evitando así que se enredasen.

Un viejo estaba sentado en la silla del patrón, apoyada una mano en la rueda y observando en silencio los últimos preparativos. Kilian metió la caja de las cervezas debajo de unos de los bancos e hizo un ademán a los otros para que se sentasen. Un muchacho, apenas en la adolescencia, soltó la amarra de popa y la arrojó sobre la cubierta. Un lugareño, desde las tablas del pequeño muelle, hizo lo propio con la amarra de proa y empujó la barca para apartarla del embarcadero. El viejo puso el motor en marcha, y se produjo un sordo zumbido bajo los pies de los pasajeros. La barca giró lentamente hacia la laguna.

El sol ascendía ahora rápidamente; se hallaba justo bajo la línea del horizonte, y su luz se extendía hacia el Oeste sobre el agua. Murgatroyd podía ver claramente las casas del pueblo a lo largo de la orilla, y volutas de humo elevándose en el aire, al preparar las mujeres el café del desayuno. En pocos minutos, se desvanecieron las últimas estrellas, el cielo se tino de un azul claro y destellos de brillante luz surcaron el agua. De pronto, una garra, procedente de ninguna parte y que no iba a parte alguna, arañó la superficie de la laguna y la luz se rompió en añicos de plata. Fue sólo un momento. Después volvió la calma total, rota únicamente por la larga estela de la barca, desde su popa hasta el embarcadero que se alejaba. Murgatroyd miró por encima de la borda y pudo distinguir masas de coral a cuatro brazas de profundidad.

—A propósito —dijo Kilian—, permitan que les presente. —Con la creciente luz, su voz se había hecho más fuerte—. Esta barca se llama
Avant
, que en francés significa Adelante. Es vieja pero sólida como una roca, y ha pescado no pocos peces en su vida. El patrón es Monsieur Patient, y éste es su nieto Jean-Paul.

El viejo se volvió y movió la cabeza saludando a los pasajeros. No dijo nada. Vestía una tosca camisa azul y pantalones, de los que pendían dos nudosos pies. Su cara era morena y curtida, como tallada en vieja madera de nogal, y la cubría con una gorra raída. Contemplaba el mar con ojos rodeados de arrugas, fruto de toda una vida de mirar el agua brillante.

—Monsieur Patient lleva pescando en estas aguas desde que era chico, al menos desde hace sesenta años —dijo Kilian—. Ni siquiera él sabe exactamente cuántos, y nadie en el pueblo puede recordarlo. Conoce el mar y conoce los peces. Éste es el secreto del buen pescador.

Higgins sacó una cámara de la funda que llevaba colgada del hombro.

—Quisiera tomar una foto —dijo.

—Yo esperaría unos minutos —repuso Kilian—. Y agárrense bien. Cruzaremos el arrecife dentro de un momento.

Murgatroyd miró hacia delante, al arrecife que se acercaba. Visto desde el balcón de su hotel, parecía una rompiente suave como una pluma y la espuma era como leche derramada. De cerca, podía oír el bramido de las olas del océano al lanzarse contra los picos de coral, rompiéndose como rasgadas por afilados cuchillos debajo de la superficie. Y no veía ninguna interrupción en la franja blanca.

Justo antes de llegar a la espuma, el viejo Patient hizo girar bruscamente la rueda hacia la derecha, y el
Avant
se colocó en posición paralela a la franja de espuma y a unos 20 metros de ella. Entonces vio Murgatroyd el canal. Discurría entre dos bancos de coral que dejaban entre ellos una angosta abertura. Cinco minutos más tarde, estaban en el canal, con rompientes a la derecha y a la izquierda, avanzando paralelamente a la costa en dirección Este, a lo largo de media milla. La
Avant
se balanceaba y cabeceaba a impulso del oleaje.

Murgatroyd miró hacia abajo. Había rompientes a ambos lados, pero, en el suyo, podía ver, al retirarse la espuma, los corales a una distancia de tres metros; frágiles y delicados a la vista, pero afilados como navajas al tacto. Una rozadura, y podían despellejar a un hombre o a una barca con desdeñosa facilidad. El patrón parecía no mirar. Seguía sentado, con una mano en la rueda y la otra en la palanca del acelerador, fija la vista hacia delante, a través del parabrisas, como si recibiese señales de un faro sólo visible para él en el horizonte en blanco. De vez en cuando, movía la rueda o daba gas, y la
Avant
se apartaba tranquilamente de algún nuevo peligro. Murgartoyd sólo vio tres de ellos, deslizándose impotentes ante sus ojos.

Sesenta segundos que parecieron una eternidad, y se acabó la cosa. A la derecha, continuaba el arrecife; pero, a la izquierda, había terminado. Estaban fuera del canal. El patrón hizo girar de nuevo la rueda y la
Avant
puso proa al mar abierto. Y se hallaron de pronto en el temible océano Índico.

Murgatroyd se dio cuenta de que aquello no era un paseo en barca para timoratos, y confió en no hacer el ridículo.

—Bueno, Murgatroyd, ¿ha visto ese maldito coral? —inquirió Higgins.

Kilian hizo un guiño.

—Todo un espectáculo, ¿no? ¿Un poco de café?

—Después de eso, preferiría algo más fuerte —dijo Higgins.

—Nosotros pensamos en todo —dijo Kilian—. Aquí hay brandy.

Destapó el segundo frasco.

El muchacho empezó en seguida a preparar las cañas. Sacó cuatro de ellas de la cabina; cañas resistentes de fibra de vidrio, de unos dos metros de longitud y con la parte inferior revestida de corcho para agarrarlas mejor. Cada una de ellas estaba provista de un enorme carrete con 800 metros de hilo de nylon de un solo filamento. Las conteras eran de sólido metal y tenían una ranura para encajarlas en las abrazaderas de la barca y evitar que se torciesen. Encajó cada una en su sitio y las afianzó con acolladores y pernos para que no saltasen por la borda.

El primer arco del borde del sol asomó sobre el océano y vertió sus rayos sobre las olas. En pocos minutos, el agua oscura adquirió un fuerte tono azul índigo, que se volvió más claro y verdoso a medida que se elevaba el sol.

Murgatroyd se apercibió contra los saltos y el balanceo de la barca, mientras trataba de tomar su café, y observó fascinado los preparativos del muchacho. De una caja grande, sacó hilos de acero de longitudes diversas, y eligió diferentes señuelos. Algunos parecían pequeños calamares rosados o verdes de caucho blando; había plumas de pollo rojas y blancas, y brillantes cucharillas y señuelos giratorios, destinados a centellear en el agua y llamar la atención de los depredadores al acecho. También había unos pesos gruesos, en forma de cigarro y todos ellos con un clip para sujetarlos al sedal.

El chico preguntó algo en criollo a su abuelo, y el viejo le respondió con unos gruñidos. El muchacho escogió dos pequeños calamares, una pluma y una cucharilla. Cada señuelo tenía un alambre de acero de unos 25 cm. sobresaliendo de un extremo y un anzuelo único o triple en el otro. El chico fijó el clip del señuelo en un hilo de acero más largo, y el otro extremo de éste en el sedal de una caña. También colocó un peso de plomo, para que el señuelo se mantuviese justo por debajo de la superficie al deslizarse en el agua. Kilian explicó la finalidad de los señuelos que se empleaban.

—La cucharilla giratoria —dijo— es buena para las barracudas errantes. El calamar y la pluma atraen a los bonitos, las doradas e incluso los grandes atunes.

Monsieur Patient cambió súbitamente de rumbo, y todos se irguieron para ver la razón. Nada se percibía en el horizonte, frente a ellos. Sesenta segundos más tarde, descubrieron lo que el hombre había visto antes. En el lejano horizonte, varias aves marinas revoloteaban sobre el mar y se lanzaban en picado, como pequeñas motas a tal distancia.

—Golondrinas de mar —dijo Kilian—. Han descubierto un banco de pececillos y se sumergen para cazarlos.

—¿Nos interesan los peces pequeños? —preguntó Higgins.

—No —respondió Kilian—, pero interesan a otros peces más grandes. Las aves nos indican la presencia de aquéllos. Y los bonitos, y también los atunes, gustan de cazar las sardinetas.

El patrón se volvió e hizo una señal con la cabeza al chico, que empezó a lanzar los sedales preparados a la estela de la embarcación. Al saltar cada uno de ellos sobre la espuma, el muchacho soltaba un resorte del carrete correspondiente y éste rodaba libremente. La corriente arrastraba el señuelo, el plomo y el alambre de acero entre la espuma, hasta que desaparecían completamente. El chico dejaba que se deslizase el sedal hasta que comprendía que el señuelo estaba a más de metros de la barca. Entonces, fijaba de nuevo el carrete. En alguna parte, detrás de nosotros, el señuelo y el anzuelo se deslizaban regularmente debajo de la superficie, como lo haría un pez veloz.

Había dos cañas fijadas en el borde de popa de la barca, una en el ángulo de la izquierda, y la otra, en el de la derecha. Las otras dos estaban fijas en sus soportes, más arriba, en los lados de la cubierta de popa. Sus sedales estaban enganchados en gran des perchas, sujetas a su vez a unas cuerdas que subían a lo largo de las horquetas. El muchacho arrojó los señuelos al mar e hizo subir las perchas hasta la punta de las horquetas. La inclinación de éstas haría que los sedales exteriores no se enredasen con los interiores y se deslizasen paralelamente a éstos. Si un pez picaba, soltaría el sedal de la percha y el tirón pasaría directamente del carrete a la caña y al pez.

—¿Han pescado ustedes alguna vez? —preguntó Kilian. Murgatroyd y Higgins negaron con la cabeza y aquél prosiguió—: Entonces, será mejor que les explique lo que pasa cuando un pez muerde el anzuelo. Mejor dicho, un poco después. Vengan y verán.

El sudafricano se sentó en la silla del pescador y tomó una de las cañas.

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