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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (69 page)

BOOK: El espíritu de las leyes
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CAPÍTULO XVII
Continuación de la misma materia

El ostracismo debe ser examinado por las reglas de la ley política y no por las de la ley civil; y semejante uso, lejos de ser un oprobio para el gobierno popular, es el que prueba su templanza; nos lo hubiera parecido así, a no existir un prejuicio fundado en que, entre nosotros, el destierro es una pena, lo que no nos permite separar la idea de ostracismo de la de castigo.

Aristóteles nos dice
[39]
que todo el mundo conviene en que esa práctica tiene algo de humano y de popular. Si en los tiempos y lugares donde se practicaba el ostracismo no le tenía nadie por odioso, ¿nos toca a nosotros, que miramos de tan lejos, pensar de otra manera que los acusadores, los jueces y los acusados mismos?

Y si se considera que este fallo del pueblo cubría de gloria al individuo contra quien se pronunciaba, y que desde el punto que se abusó de él en Atenas contra un hombre sin mérito
[40]
no se le volvió a emplear, se comprenderá perfectamente que es falsa la idea que se tiene y que, realmente, era admirable una ley que precavía los malos efectos que podía producir la gloria de un ciudadano, colmándole de nueva gloria.

CAPÍTULO XVIII
Se debe examinar si las leyes que parecen contradecirse son del mismo orden

En Roma se permitió que el marido prestara su mujer a otro hombre. Plutarco lo afirma formalmente
[41]
. Sabido es que Catón prestó la suya a Hortensi
[42]
, y Catón no era capaz de infringir las leyes de su patria.

Pero al mismo tiempo se castigaba al marido que consentía los desórdenes de su mujer, que no la acusaba o que volvía a recibirla después de condenada por sus desarreglos. Estas leyes parecen contradictorias y no lo son. La ley que permitía a los maridos de Roma el prestar su mujer, evidentemente era una ley de Esparta cuyo objeto era dar a la República hijos de buena cepa, si es que puedo emplear esta expresión; la otra tenia por objeto la conservación de las costumbres; la primera de las dos era una ley política, la segunda era una ley civil.

CAPÍTULO XIX
No deben decidirse por las leyes civiles las cosas que deben decidirse por las domésticas

La
ley de los Visigodos
[43]
prescribia que los esclavos tenían la obligación de amarrar juntos al hombre y la mujer que sorprendían consumando el adulterio, y la de presentarlos, amarrados, al marido o al juez. ¡Ley terrible, que ponía en manos viles el cuidado de la vindicta pública y de la doméstica!

Una ley así no sería buena sino en los serrallos orientales, donde el esclavo tiene la misión de mantener la clausura, incurriendo en prevaricación, cuando alguien prevarica; detiene a los culpables, por lo tanto, no para que se les castigue, sino para que no lo juzguen y lo castiguen a él; o bien para demostrar que cumple sin descuido sus obligaciones.

Pero en los países donde las mujeres no viven custodiadas, es insensato que la ley civil las tenga sometidas, a ellas que son amas de la casa, a la inquisición de sus propios esclavos.

Semejante inquisición podría ser admisible, a lo sumo, como una ley particular doméstica en determinados casos; de ningún modo como una ley civil.

CAPÍTULO XX
No se deben decidir por los principios de las leyes civiles las cosas que pertenecen al derecho de gentes

La libertad consiste principalmente en no estar nadie obligado a hacer cosa ninguna que la ley no ordene; y esa libertad no existe sino en virtud de estar gobernados todos por las leyes civiles. Somos libres, porque vivimos sujetos a las leyes civiles.

De aquí se deduce que los príncipes, como no viven sujetos a las leyes civiles, no son libres; están gobernados por la fuerza, y tan pronto abusan de ella como son sus víctimas. De esto resulta que los tratados no son obligatorios para ellos, o no lo son tanto cuando los conciertan y los firman obligados por la fuerza como los que conciertan por su voluntad. Cuando nosotros, que vivimos sujetos a las leyes civiles, somos violentados para celebrar algún contrato que la ley no ordena, podemos reaccionar contra la fuerza al amparo de ía ley; pero un príncipe, que se halla constantemente en situación de violentar o de ser violentado, no puede quejarse de lo que haya estipulado por no haber tenido más remedio. Sería como quejarse de su estado natural, como si pretendiera ser príncipe de los demás príncipes y que éstos fueran simples ciudadanos para él, que sería tanto como alterar la naturaleza de las cosas.

CAPÍTULO XXI
Continuación de la misma materia

Si las cosas que pertenecen al derecho de gentes no deben resolverse por los principios de las leyes civiles, tampoco deben resolverse por los de las leyes políticas.

Las leyes políticas exigen que todo hombre esté sujeto a los tribunales del país en que vive y a la animadversión del soberano.

El derecho de gentes ha establecido que los príncipes reinantes se envíen embajadores; la razón, fundada en la naturaleza de la cosa, no consiente que el embajador de un soberano dependa del soberano del país en que ostenta su representación, ni de sus tribunales: son la palabra del príncipe a quien representan, y esta palabra ha de ser libre. No han de encontrar ningún obstáculo que les impida desempeñar su misión. Quizá desagraden a menudo, porque llevan la voz de un hombre independiente; y si pudieran ser sometidos a los tribunales, no dejarían de imputárseles delitos y aun ser por ellos castigados. Se podría suponer que tenían deudas y por consecuencia encarcelarlos. Un príncipe, que es naturalmente altivo, tendría por órgano de expresión los labios de un hombre que hablaría con miedo, porque podría temerlo todo. Es indispensable, pues, con los embajadores, atenerse a las razones del derecho de gentes y no a las derivadas del derecho político. Si abusan de su carácter representativo, se les pone coto despidiéndolos. También puede acusárseles ante su soberano, que así sería su juez o su cómplice.

CAPÍTULO XXII
Desgraciada suerte del inca Atahualpa

Los principios que hemos sentado fueron violados cruelmente por los Españoles. El inca Atahualpa, que sólo podía ser juzgado por el derecho de gentes, lo fue por las leyes políticas y civiles
[44]
, acusándole de haber mandado matar a algunos de sus vasallos, de haber tenido muchas mujeres, etc. Y el colmo de la estupidez fue que no le condenaron con arreglo a las leyes civiles y políticas de su país, sino por las de España.

CAPÍTULO XXIII
Varias consideraciones

Si por cualquiera circunstancia, la ley política vigente fuera destructora del Estado, se acude a la otra, a la que lo conserve. Por ejemplo, cuando una ley política ha establecido en el Estado cierto orden de sucesión y esa ley llega a ser destructora del cuerpo político para el cual se hizo, no cabe poner en duda que aquel orden puede cambiarse por otra ley. Y esta última ley, que puede parecer contraria a la anterior en el fondo se conformará con ella, pues ambas responderán al principio clásico:
LA SALVACIÓN DEL PUEBLO ES LA SUPREMA LEY
.

He dicho que un Estado grande
[45]
, convertido en accesorio de otro, no solamente se debilitaría sino que debilitaría también al principal. Es bien sabido que al Estado le interesa tener a su jefe dentro de sus fronteras, que las rentas públicas estén bien administradas, que su moneda no vaya a enriquecer otro país. No es menos importante que quien deba gobernar esté poco imbuído en máximas extranjeras, siempre menos provechosas que las ya arraigadas. Por otra parte, los hombres son muy apegados a sus leyes y costumbres, en las que cifran la felicidad de la nación, y rara vez se las muda sin grandes sacudidas y efusión de sangre, como lo muestra la historia de todos los países.

De esto se deduce que si un gran Estado tiene por heredero al posesor de otro Estado grande, el primero puede muy bien excluírlo, porque es igualmente útil para los dos Estados que se cambie el orden de sucesión. Así la ley de Rusia, hecha al principio del reinado de Isabel, excluye prudentemente a todo heredero que posea otra monarquía; así también la ley de Portugal rechaza a todo heredero que pueda ser llamado al trono por derecho de sangre.

Si una nación puede excluir, con más razón tiene el derecho de hacer renunciar. Cuando tema que un matrimonio principesco pueda ocasionar desmembraciones o la pérdida de la independencia, podrá exigir que los contrayentes renuncien por ellos y por sus hijos a todos los derechos que tengan o algún día puedan tener a la Corona. Los que renuncian, o aquellos a los que se obliga a renunciar, no podrán quejarse, puesto que el Estado hubiera podido hacer una ley para excluírlos aunque ellos no renunciaran.

CAPÍTULO XXIV
Los reglamentos de policía son de otro orden que las leyes civiles

El magistrado castiga a unos delincuentes y corrige a otros. Los primeros quedan sometidos a la potestad de la ley; los últimos a su autoridad; aquéllos quedan separados de la sociedad, a éstos se les obliga a vivir según las reglas de la sociedad.

En el ejercicio de la policía castiga el magistrado más bien que la ley; al juzgar los delitos, castiga la ley más bien que el magistrado. Las cuestiones de polícía son del momento y se refieren, comúnmente, a cosas poco importantes y que exigen pocas formalidades. La acción de la policía es rápida, recayendo en cosas que se repiten casi diariamente; por eso los castigos que impone no son graves. Ocupada constantemente en detalles y minucias, los asuntos graves no son de su competencia. La policía, en sus actos, se ajusta a reglamentos más que a leyes. Sus agentes se hallan siempre a la vista del magistrado, que los vigila a ellos como ellos a todo el mundo; si cometen faltas o se extralimitan, la culpa es del magistrado. Es necesario, pues, no confundir las graves infracciones de la ley con las simples faltas, con las infracciones a las reglas de la policía, por ser cosas de orden diferente.

Resulta de lo dicho que no se ajusta a la naturaleza de las cosas aquella República de Italia
[46]
en que se castigaba con pena capital el llevar armas de fuego; de modo que el hacer mal uso de ellas no se pagaba más caro que el hecho de llevarlas.

Y también resulta que la acción tan celebrada de aquel emperador que hizo empalar a un panadero sorprendido en fraude no fue más que una genialidad de un déspota, un rasgo de un sultán que no sabe ser justo sino extremando el rigor de la justicia.

CAPÍTULO XXV
No se deben observar las disposiciones generales del derecho civil en cosas que deben estar sujetas a reglas particulares sacadas de su propia naturaleza

¿Es buena la ley que declara nulas todas las obligaciones civiles contraídas entre marineros, a bordo de un barco, en el curso de un viaje? Francisco Pirard nos dice
[47]
que, en su tiempo, esa ley no era observada en Portugal, pero sí en Francia.

Personas que viven poco tiempo juntas; que carecen de necesidades, puesto que el príncipe provee; que no tienen más fin que el de su viaje; que no son miembros de la sociedad, sino del barco, no deben contraer obligaciones de las establecidas para sostener en tierra las cargas que impone a los ciudadanos la sociedad civil.

Con el mismo espíritu, la ley que hicieron los Rodios en un tiempo en que se navegaba sin alejarse nunca de las costas, prescribía que los tripulantes que permanecieran en el barco durante la tempestad fueran dueños de la embarcación y de todo el cargamento, sin que los que la abandonaran tuvieran derecho a cosa alguna. .

LIBRO XXVII
Del origen y de las revoluciones de las leyes romanas acerca de las sucesiones
CAPÍTULO ÚNICO
De las leyes romanas acerca de las sucesiones

Esta materia se refiere a instituciones de antigüedad muy remota, y para conocerla bien me he permitido buscar en las primeras leyes romanas lo que no sé que hasta ahora se haya descubierto en ellas.

Lo que se sabe es que Rómulo distribuyó las tierras de su pequeño Estado entre todos los habitantes del mismo
[1]
; creo que de aquí proceden las leyes romanas sobre sucesiones.

La ley de la división de tierras exigía que los bienes de una familia no pasasen a otra; de esto resultó que sólo hubo dos órdenes de herederos llamados por la ley
[2]
; los hijos y todos los descendientes que estuvieran bajo la potestad del padre, a los que se llamó herederos suyos, y a falta de ellos los varones que fuesen más próximos parientes, a los que se dió el nombre de
agnados
.

Los parientes por línea femenina, a los que se llamó
cognados
, no debían suceder, pues habrían hecho pasar los bienes a otra familia.

Resultó, además, que los hijos no debían heredar de su madre ni ésta de aquéllos, por la razón expresada. La
ley de las Doce Tablas
excluye a tales herederos
[3]
, puesto que llama a la sucesión a los
agnados
y el hijo y la madre no son tales entre sí.

Mas era indiferente que el heredero del padre, o en su defecto el
agnado
más próximo, fuese varón o hembra, pues aunque se casara una heredera, los bienes volvían a entrar en la familia de donde habían salido; ya hemos dicho que no heredaban los parientes por parte de la madre.

Aunque los hijos del hijo sucedían al abuelo, no así los hijos de la hija, siéndoles preferidos los
agnados
para que no pasasen los bienes a otra familia. De suerte que la hija sucedía a su padre, pero no los hijos de la hija.

De este modo, entre los Romanos de los primeros tiempos, las mujeres sucedían cuando esto no alteraba la división de las tierras, pero no cuando podía alterarla.

Tales fueron las leyes sucesorias de la Roma primitiva; y por lo mismo que eran consecuencia natural del reparto de las tierras, se ve que eran de origen romano, es decir, que no formaban parte de las que trajeron las diputaciones enviadas a las ciudades griegas.

Dionisio de Halicarnaso nos dice
[4]
que Servio Tulio, encontrando abolidas las leyes de Rómulo y de Numa sobre la repartición de tierras, las puso de nuevo en uso y aun las reforzó con otras. Es indudable, pues, que dichas leyes fueran obra de los tres legisladores citados.

Como el orden de sucesión estaba formalmente establecido por una ley política, sin que los ciudadanos pudieran alterarlo por una disposición particular, no debía permitirse que ninguno hiciera testamento. Sin embargo, siendo muy duro privar de ese consuelo a un hombre en sus últimos instantes, se buscó un medio de conciliar la ley con la voluntad de los particulares, autorizándolos a disponer de sus bienes en asamblea pública; cada testamento, por lo tanto, fue en cierto modo un acto de la potestad legislativa.

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