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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (17 page)

BOOK: El estanque de fuego
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Pero esto no aminoraba el placer que proporcionaba. No recuerdo nada tan regocijante como mi primera ascensión. Por supuesto que ya me había elevado por encima del suelo con anterioridad, cuando el tentáculo de un Trípode me levantó por los aires. Aquello fue terrible. Aquí, en contraste, todo era al mismo tiempo tranquilo y sumamente emocionante. Larguirucho soltó la última amarra y empezamos a elevarnos, con rapidez, pero también con suavidad y estabilidad. Hacía una tarde apacible y nos remontamos casi verticalmente hacia un cielo flanqueado por cirros blancos, muy arriba. Los árboles y arbustos, así como los rostros de los que observaban desde el suelo, empequeñecieron hasta desaparecer. A cada instante se ampliaba el panorama que divisábamos; nos sentíamos dioses. Me daba la sensación de que jamás querría bajar otra vez a tierra. ¡Sería maravilloso poder mantenerse eternamente flotando en el cielo, alimentándose de la luz solar y bebiendo la lluvia de las nubes!

Poco a poco fuimos adquiriendo destreza en el manejo de estas enormes burbujas que nos elevaban y transportaban por el aire. Era un arte más difícil de lo que hubiera podido pensarse. Había remolinos incluso los días aparentemente tranquilos y a veces se producían turbulencias muy violentas. Larguirucho hablaba de construir globos mucho mayores, que tuvieran una cubierta mucho más sólida y un motor que los impulsara por el aire; pero aquélla era una esperanza remota cara al futuro. La nave de que disponíamos ahora estaba enteramente a merced del viento y de las condiciones atmosféricas. Tuvimos que aprender a navegar entre ellas como si de canoas en un río inexplorado se tratara; tras un tramo remansado podíamos encontrar bruscamente, al tomar la siguiente curva, un violento descenso en medio de unos rápidos. Aprendimos a reconocer el cielo, a leer signos y portentos en cosas pequeñas, a saber con antelación qué curso seguiría una corriente al remontar una ladera rocosa.

Con la fascinación logré olvidarme, hasta cierto punto, de que nos encontrábamos al margen de una lucha que pronto debía alcanzar su punto álgido. El momento peor fue cuando se nos unió más gente del castillo y nos contó que los hombres que iban a pilotar las máquinas voladoras habían partido para cruzar el océano. Viajaban en una serie de barcos distintos por motivos de seguridad y cada barco transportaba las piezas, las cuales, una vez allí, se ensamblarían para montar las máquinas voladoras. Henry y yo estuvimos un rato dándole vueltas a esta noticia. Además descubrí que él se sentía peor que yo porque lo hubieran excluido. Después de todo él había llegado a entrar en la tercera Ciudad y había visto desbaratarse sus esperanzas de destruirla.

Pero pudimos concentrarnos en nuestra propia modalidad de vuelo, algo gratuito, sin objetivos. Podíamos remontarnos por encima de las colinas y contemplar de igual a igual las cumbres de las montañas, que tenían un color pardo por ser verano. En tierra vivíamos en tiendas de campaña y llevábamos una vida dura… pero la dureza incluía que nosotros mismos capturásemos peces en los ríos que bajaban tumultuosamente por entre helechos y brezos; luego los cocinábamos directamente sobre brasas. Incluía expediciones en las que atrapábamos no sólo liebres y conejos, sino también ciervos y jabalíes; organizábamos después festines en torno a un fuego que crepitaba en la oscuridad. Después dormíamos profundamente sobre el duro suelo y nos levantábamos repuestos.

Así fueron pasando los días, las semanas y los meses. Pasó el verano y los días se acortaron con la proximidad del otoño. Pronto sería hora de regresar al castillo, nuestro cuartel de invierno. Pero unos días antes de cuando esperábamos trasladarnos llegó un mensajero desde allí. El mensaje era simple y escueto: Julius quería que regresáramos inmediatamente. Desmantelamos nuestros globos, los guardamos en las carretas y salimos al día siguiente temprano, mientras lloviznaba.

Jamás había visto a Julius con aspecto tan envejecido y cansado. Tenía ojeras y me pregunté cuánto dormiría de noche. Me sentí culpable por los días y noches que había pasado despreocupadamente en las colinas.

Dijo:

—Es mejor que lo sepáis inmediatamente. Malas noticias. No pueden ser peores.

Larguirucho dijo:

—¿El ataque contra la tercera Ciudad…?

—Ha fracasado por completo.

—¿Qué es lo que ha fallado?

—No los preparativos. Pasamos al otro lado todas las máquinas de volar sin problemas y establecimos tres bases, dos al norte y una al sur. Las disimulamos, según parece con éxito, pintando las máquinas de modo que desde lejos, desde la altura de un Trípode, se confundían con el suelo. Era un truco que empleaban los antiguos en sus guerras y pareció funcionar. Los Trípodes no ocasionaron molestias, no dieron muestras de saber que estaban allí. De modo que a la hora indicada partieron hacia la Ciudad, transportando los explosivos.

Julius hizo una breve pausa:

—Nadie llegó a acercarse. Súbitamente se pararon los motores.

Larguirucho preguntó secamente:

—¿Sabemos por qué… cómo?

—Parte del mecanismo de funcionamiento era eléctrico. Tú sabes de eso más que yo. En las bases, situadas a muchas millas de distancia, todo lo que era eléctrico se detuvo en aquel mismo momento, pero más tarde volvió a funcionar. Los científicos creen que se trata de una clase distinta de rayos invisibles capaces de inutilizar todos los objetos eléctricos en pleno funcionamiento.

Dije:

—¿Y las máquinas voladoras, señor? ¿Qué les ocurrió?

—La mayoría se estrellaron contra el suelo. Unas pocas lograron llegar abajo más o menos intactas. Los Trípodes salieron de la Ciudad y las destruyeron cuando se encontraban así, impotentes.

Henry dijo:

—¿Todas, señor?

—Todas. La única voladora que nos queda es una que no salió de la base porque tenía problemas con el motor.

Sólo entonces capté plenamente el espantoso significado de lo que nos había contado. Estaba tan seguro de que el ataque tendría éxito, de que aquellos maravillosos ingenios de los antiguos destruirían la última plaza fuerte del enemigo… Sin embargo, no había fracasado tan sólo el ataque; el arma en la que habíamos depositado nuestras esperanzas había resultado ser inútil.

Larguirucho dijo:

—¿Y bien, señor?

Julius hizo un gesto afirmativo con la cabeza:

—Sí. Nos queda un último cartucho. Esperemos que tus globos lo consigan.

Le dije a Larguirucho:

—¿Quieres decir que sabías en todo momento que era posible, que se podía recurrir a los globos en caso de que fallaran las máquinas?

Me miró, levemente sorprendido.

—Pues claro. ¿No pensarías que Julius iba a esperar hasta el último momento sin tener un plan alternativo?

—Me lo podías haber dicho.

Se encogió de hombros.

—Se le deja a Julius que le diga a la gente lo que considera adecuado. Y los globos son un buen proyecto en sí mismos. Las naves aéreas de que hablé… los antiguos tenían algo así, pero las abandonaron a cambio de las máquinas voladoras. No estoy seguro de que la elección fuera acertada.

Dije:

—¿Sabes cuándo tenemos que cruzar el océano?

—No. Hay que hacer preparativos.

—Sí, claro.

Me amonestó severamente:

—Will, deja de sonreír como un idiota. Esto no se ha hecho pensando en ti. Habría sido mejor, infinitamente mejor, que hubiera tenido éxito el ataque de las máquinas voladoras. Como dijo Julius, ésta es nuestra última oportunidad.

Dije, compungido:

—Sí, me doy cuenta de eso.

Pero el arrepentimiento no era el sentimiento que predominaba en mí.

CAPÍTULO 8
LAS BURBUJAS DE LA LIBERTAD

También a nosotros nos distribuyeron en distintos barcos para que efectuáramos el viaje a través del océano. No obstante, Henry y yo coincidimos en un barco de cuatro o cinco toneladas llamado «La Reine d'Azure». Los marineros franceses nos preguntaron antes de salir de puerto si queríamos tomar una pócima que preparaban contra el mareo. Dijeron que el cielo anunciaba un tiempo de perros. Henry aceptó el ofrecimiento, pero yo lo rechacé. El líquido tenía un aspecto sospechoso y olía aún peor y, según les dije, no era la primera vez que me hacía a la mar.

Pero la vez anterior se trataba de un mar diferente (el estrecho canal que separa a Francia de mi patria) y también eran diferentes las condiciones. Cuando zarpamos estaba la mar picada, con las olas coronadas de blanco; soplaba un viento del este que levantaba espuma de las crestas. Nos hacía falta un viento así y todas las velas estaban hinchadas, sacándole partido. «La Reine» se arrastraba velozmente bajo un cielo cada vez más oscuro, aunque no era mucho después de mediodía. Puede que fuese una reina, pero estaba borracha; daba bandazos sin parar, hundía la proa en las concavidades que se formaban entre las olas cuando éstas subían y bajaban, y luego volvía a emerger desparramando espuma.

Al principio tuve una leve sensación de incomodidad y creí que se me pasaría cuando me acostumbrara al movimiento. Estábamos junto a la borda Henry y yo, abrigados para protegernos del viento y del agua, charlando alegremente y contando chistes. Sin embargo, en lugar de desaparecer, la incomodidad se hacía cada vez más intensa. Uno de los marineros que me ofrecieron el remedio contra el mareo pasó por allí y me preguntó qué tal me sentía. Me reí y le dije que me encontraba bien, que me recordaba los tiovivos que traían a la feria del pueblo cuando yo era niño. En aquel momento el barco descendió desde la cúspide de su trayectoria ascendente, hundiéndose en las espantosas profundidades y yo cerré la boca, apresurándome a tragar. Afortunadamente, ya se había ido.

Desde entonces la lucha del barco contra las olas tuvo su parangón en la que entabló mi cabeza contra mi estómago. Estaba decidido a que ni siquiera Henry se enterara de cómo me sentía (mi orgullo estaba estúpidamente comprometido) y sentí alivio cuando dijeron que en la cocina nos aguardaba una bebida caliente y él se bajó. Me preguntó si bajaba y yo hice un gesto negativo con la cabeza, sonriendo desesperadamente. Dije, y era totalmente cierto, que en aquel momento no tenía ganas de beber nada. De modo que me dejó y yo me quedé agarrado a la borda, mirando fijamente al mar, deseando que se calmaran él o mi agitado estómago. Ninguno de los dos lo hizo. El tiempo transcurría lentamente y no pasó nada excepto que el cielo estaba más oscuro, las olas eran más violentas y los estremecidos ascensos y descensos de «La Reine d'Azure» más intensos. Además me dolía la cabeza; pero seguí aguantando. Me daba la sensación de que estaba saliendo victorioso.

Alguien me tocó por detrás. Henry dijo:

—Aún sigues aquí, Will. No te cansas del frescor de la brisa marina.

Mascullé algo, no sé qué. Henry prosiguió:

—He estado hablando con el capitán. Dice que seguramente tendremos un tiempo francamente malo más adelante.

Me volví, accionado por la incredulidad ante aquella observación. ¿Tiempo francamente malo? Abrí la boca para decir algo y, pensándomelo mejor, la volví a cerrar.

Henry dijo con solicitud:

—¿Te encuentras bien, Will? Tienes un color muy raro. Una especie de verde aceitunado…

Me volví de nuevo hacia la borda, me asomé por encima y vomité. No una sola vez, sino una tras otra. Mi estómago siguió dando sacudidas, aunque ya era imposible que me quedara nada dentro. El resto del día, la noche y el día siguiente los recuerdo nebulosamente; tampoco desearía recordar mejor aquel tiempo. En algún momento regresó el marinero francés trayendo su pócima y Henry me sujetó la cabeza mientras él me la hacía tragar. Creo que después me sentí mejor, pero es que habría sido muy difícil que me sintiera peor.

Poco a poco fue mejorando mi condición. En la mañana del cuarto día, aunque seguía teniendo náuseas, se hicieron notar ciertos indicios de hambre. Me lavé con agua salada, me arreglé y me dirigí hacia la cocina tambaleándome. El cocinero, un hombre gordo y sonriente que se sentía orgulloso de hablar un poco de inglés, dijo:

—Ah, ¿así que estás mejor, eh? ¿Has recobrado el buen apetito y te preparas para el desayuno?

Sonreí:

—Creo que podría comer algo.

—¡Bueno, bueno! Aquí tenemos un desayuno especial para ti. Está ya cocinado.

Me dio un plato y lo cogí. Contenía rebanadas de tocino. Eran gordas, todo grasa, exceptuando un par de delgadas vetas rosáceas. No parecían estar fritas, sino cocidas en grasa, la cual se les había quedado adherida. Me quedé mirándolas mientras el cocinero me observaba. Entonces el barco se movió en una dirección y mi estómago en otra. Dejé apresuradamente el plato y salí tambaleándome en busca del aire fresco de cubierta. Cuando me fui me siguió por la escalerilla el eco de la alegre risa del cocinero.

Sin embargo, al día siguiente, me encontraba de nuevo perfectamente. Después de las privaciones forzosas, tenía un apetito enorme. La comida me habría sabido deliciosa de todos modos, pero es que además estaba muy buena. (Me enteré de que el tocino grasiento era una jugarreta de un antiguo cocinero del barco, y de que al de ahora le gustaban mucho las bromas). Además mejoró el tiempo. El mar seguía encrespado pero estaba casi todo azul, reflejo de un cielo vacío, excepción hecha de unas cuantas nubes de lluvia. Seguía soplando un fuerte viento, aunque se había desplazado en dirección sudoeste y había amainado un tanto. No era la mejor dirección, si se trataba de avanzar, y había que maniobrar mucho para sacar el mayor provecho posible. Henry y yo ofrecimos nuestros servicios, pero declinaron la oferta cortés y decididamente. Nuestras manos inexpertas y nuestros torpes dedos habrían sido más un estorbo que una ayuda.

Así que nuevamente nos encontrábamos entregados a la contemplación del mar y del cielo, haciéndonos compañía. Había advertido yo un cambio en Henry la primer vez que volvió de América y esto se vio confirmado durante nuestro largo verano de prácticas en globo. No se trataba de un mero cambio físico, aunque estaba mucho más alto y delgado. Me parecía que también había cambiado su carácter. Era más reservado y me daba la sensación de que esto obedecía a que tenía más cosas por dentro, a que se sentía más seguro de sí mismo y de sus objetivos en la vida (es decir, sin tomar en consideración el objetivo común a todos: vencer y aniquilar a los Amos). Pero allá, en las montañas, habíamos llevado una vida comunal, y hubo escasas oportunidades e inclinaciones a hacer confidencias. Tan sólo ahora, en los largos días de sol invernal, rodeados de un mar desnudo por los cuatro puntos cardinales, me permitió vislumbrar cuáles podrían ser tales objetivos.

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