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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (15 page)

BOOK: El estanque de fuego
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—Podíamos formar una escala anudando tiras (hay existencias del material que utilizan para confeccionar las ropas de los esclavos), bajar desde las cámaras…

—Habría que confeccionar una tira larguísima, —dijo—. Creo que podría resultar peor que el río. Pero le he estado dando vueltas a…

—¿A qué?

—Todos los Amos están muertos. Si volviéramos a poner en funcionamiento el estanque de fuego…

—¿Cómo? Acuérdate de Mario.

—Me acuerdo. Lo mató la energía. Pero aquel interruptor estaba allí para que lo utilizaran.

—Con un tentáculo. Es una sustancia distinta a nuestra carne. Puede ser que no le afecte la energía. ¿Vamos a cortar un tentáculo y utilizarlo para volver a accionar la palanca?

—Es una idea, —dijo—, pero no es lo que yo tenía en mente. Cuando Mario accionó la palanca el fuego estaba encendido. Se apagó despacio. Si se enciende también despacio… ¿Ves lo que quiero decir? Tal vez no haya peligro hasta que el fuego esté encendido.

Dije despacio:

—Puede que tengas razón. Voy a hacerlo.

—No, —dijo Fritz decididamente—. Lo haré yo.

Bajamos por la rampa hasta la Sala de Máquinas. La oscuridad era total y tuvimos que buscar a tientas la pirámide central. Olía raro, como a hojas podridas, y cuando tuve la desgracia de tropezarme con el cuerpo de un Amo comprendí de dónde procedía. Estaban empezando a descomponerse, y me imagino que allí era peor que en la calle.

La primera vez no dimos con la pirámide y acabamos en una de las filas de máquinas, en uno de los hemisferios del lado opuesto. Al segundo intento tuvimos más suerte. Palpé una superficie de metal lisa y le dije a Fritz que se acercase. Juntos fuimos tanteando en derredor hasta dar con el lado donde estaba la entrada y después recorrimos el laberinto de pirámides paralelas. Por supuesto la oscuridad no era mayor que en las demás partes de la Sala, pero yo sentía un miedo mayor. Tal vez tuviera algo que ver con el confinamiento… y con el hecho de que nos estuviéramos acercando al agujero donde antes ardía el fuego.

Cuando llegamos a la tercera entrada, Fritz dijo:

—Quédate aquí, Will. No te acerques más.

Yo dije:

—No seas tonto. Claro que voy.

—No, —su voz fue rotunda, definitiva—. El tonto eres tú. Si algo va mal, tú quedas al mando. Todavía tenemos que encontrar una salida segura de la Ciudad.

Me quedé callado, reconociendo la verdad de lo que decía. Oí cómo se abría camino en círculo, evitando el hoyo central. Tardó mucho porque iba con cautela. Por fin dijo:

—He llegado a la columna. Estoy buscando el interruptor. Ya lo tengo. ¡Lo he empujado hacia arriba!

—¿Estás bien? Apártate por si acaso.

—Ya me he apartado. Pero no pasa nada. No hay ni rastro del fuego.

Y no lo había. Escruté la oscuridad. A lo mejor llevaba demasiado tiempo apagado. A lo mejor había que hacer alguna otra cosa que ni siquiera podíamos imaginarnos. Con una voz que evidenciaba su decepción, Fritz dijo:

—Ya voy de vuelta.

Extendí la mano para que la alcanzara. Dijo:

—Tendrá que ser con la escala o por el río. Es una pena.

Esperaba que pudiésemos controlar la Ciudad.

Al principio pensé que quizá la vista me estuviera jugando una mala pasada, haciéndome ver unos puntos luminosos, como sucede a veces cuando se está a oscuras. Dije:

—Espera… —y después—: ¡Mira!

Se volvió conmigo, y los dos nos quedamos mirando. Abajo, en lo que debía de ser el fondo del agujero, brotó una chispa y después otra, y otra más. Aumentaron de tamaño, se juntaron, empezaron a adquirir luminosidad. Mientras observábamos, el fuego se fue extendiendo y se inició el siseo. Entonces empezó a fulgurar todo el hoyo, al tiempo que la luminosidad inundaba la estancia.

CAPÍTULO 7
UN VERANO NAVEGANDO POR EL VIENTO

Los Amos habían muerto, pero la Ciudad volvía a vivir.

La intensa gravedad tiraba de nosotros como antes, pero no nos importaba. Fuera, en la Sala, brillaban las lámparas verdes y se oía el zumbido de las máquinas, incesantemente desempeñando su misteriosa actividad. Subimos a las calles, encontramos un vehículo, nos subimos y fuimos hasta donde habíamos dejado a los demás. Se quedaron mirándonos con ojos desorbitados. En torno al perímetro de la ciudad se elevaba una neblina verde, señal de que estaba nuevamente funcionando la máquina que producía el aire de los Amos. Pero no parecía peligroso. Se elevaba por encima de la cúpula destrozada y se perdía en la inmensidad azul del cielo.

Recogimos a cuantos seguidores pudimos y partimos de nuevo hacia la Zona de Entrada. Esta vez funcionó la puerta cuando apretamos el botón. Dentro nos encontramos a los esclavos encargados de preparar a los nuevos esclavos. Estaban desconcertados y, después de dieciocho horas, el aire estaba enrarecido; pero, por lo demás, se encontraban bien. Fueron ellos los que nos explicaron cómo funcionaba la habitación que se desplazaba y cómo se abría el acceso de la Muralla. Yo dije:

—Los Trípodes… Muchos habrán quedado atrapados fuera. Tal vez estén aguardando. Si abrimos…

—¿Aguardando a qué? —dijo Fritz—. Saben que la cúpula ha quedado destruida.

—Si entran los Trípodes… los Amos que los conducen puede que tengan mascarillas. Y la máquina que elabora su aire sigue funcionando todavía. Podrían hacer algo, tal vez ponerse a reparar cosas.

Fritz se volvió hacia el que nos había explicado cómo se abría la entrada de la Muralla. Dijo:

—En la Sala de los Trípodes hay aire humano. ¿Cómo pasaban a la zona donde podían respirar?

—Las puertas de los hemisferios encajaban con otras puertas situadas a gran altura por la parte interior de la Sala. Por allí podían pasar los Amos andando.

—¿Las puertas de la Sala se abrían desde el exterior?

—No. Desde aquí. Cuando los Amos nos lo ordenaban, apretábamos un botón y se abrían, —señaló una rejilla que había en la pared—. Por ahí nos llegaba la voz, aunque ellos estaban fuera, en los Trípodes.

—Tú vas a quedarte aquí —dijo Fritz—, con unos cuantos que elijas. Más tarde te relevarán, pero hasta entonces tu obligación consistirá en ocuparte de que las puertas estén cerradas. ¿Entendido?

Hablaba con autoridad, esperando ser obedecido; se aceptó su orden sin vacilación. A los cuatro que quedábamos, de los seis que atacamos la Ciudad, se nos trataba con suma deferencia y respeto. Aunque las Placas ya no tenían efecto sobre su inteligencia, la idea de que hubiéramos luchado contra los Amos, derrotándolos, les infundía respeto.

Los demás bajamos utilizando la habitación que se movía y salimos de la Sala de los Trípodes. Estaban encendidas las lámparas verdes, pero su luz se perdía en medio de la luminosidad que penetraba por la abertura de la pared, la cual tendría más de cincuenta pies de ancho y más de dos veces esa cifra de alto. A lo largo de la Sala se alineaban los Trípodes; pero estaban inmóviles y presumiblemente desocupados. En su presencia volvíamos a ser unos pigmeos, si bien unos pigmeos victoriosos. Pasamos a través de la abertura y Jan me agarró del brazo. Allí se alzaba otro Trípode, que nos miraba amenazadoramente.

Fritz exclamó:

—¡Preparaos para dispersaros! Lo más lejos que podáis, si ataca. No puede atraparnos a todos.

Mas los tentáculos colgaban con flaccidez del hemisferio. La amenaza era ilusoria. Allí no había vida. Tras unos instantes así lo entendimos y nos relajamos. Caminamos despreocupadamente bajo su sombra y algunos de los que tenían Placa se pusieron a trepar por una de las grandes patas metálicas, dando voces de alegría.

Fritz me dijo:

—Creía que el aire, la comida y el agua les duraría más tiempo. En efecto, así tenía que ser, puesto que hacen viajes que duran días e incluso semanas.

—¿Qué más da? —dije—. Están muertos, —sentí la tentación de sumarme a los que trepaban por la pata del Trípode, pero sabía que resultaría pueril—. ¡Puede que hayan muerto de tristeza!

(Y puede que mi tonta suposición no estuviera tan lejos de la verdad. Más adelante descubrimos que todos los Trípodes habían dejado de funcionar horas después de que se apagara el fuego de la Ciudad. Nuestros científicos examinaron los cuerpos de los Amos que quedaron encerrados. Era imposible saber cómo murieron, pero pudiera ser que de desesperación. Su inteligencia no era como la nuestra. Sin embargo, Ruki no murió —no murió entonces—. Quizá, al haberse habituado a la cautividad, pudo soportar mejor la conmoción que suponía la caída de la Ciudad y siguió viviendo con la esperanza de que al final lo rescataran).

Hacía un día luminoso, como si fuera un homenaje a nuestra victoria. En el cielo se veían grandes nubes blancas, aborregadas; pero las extensiones de azul eran aún mayores y el sol apenas si se ocultaba. Soplaba un viento leve y templado que olía a cultivos y a primavera. Recorrimos el perímetro de la Muralla hasta llegar al río y después proseguimos hacia el puesto avanzado de donde habíamos partido. Cuando nos acercábamos unas figuras nos saludaron con la mano y yo volví a reparar en que ya se habían acabado los días de escondrijos y subterfugios. Parecía que la tierra era nuestra.

Andrè estaba allí. Dijo:

—¡Buen trabajo! Pensamos que tal vez hubierais quedado atrapados dentro.

Fritz le dijo que habíamos vuelto a encender el estanque de fuego y él escuchó atentamente.

—Eso es incluso mejor. Cuando se enteren los científicos van a volverse locos de alegría. Eso significa que ahora tenemos sus secretos al descubierto.

Me estiré e hice una mueca de dolor cuando las costillas me hicieron recordar su existencia. Dije:

—Tendrían bastante tiempo para estudiarlos. Ahora podemos tomarnos las cosas con calma.

—Nada de calma, —dijo Andrè—. Aquí hemos ganado, pero puede haber contraataque.

—¿De las otras Ciudades? —preguntó Fritz—. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que tengamos noticias de ellas?

—Ya las tenemos.

—Pero las palomas no han podido viajar tan deprisa.

—Los rayos invisibles son mucho más rápidos que las palomas. Aunque no nos atrevimos a usarlos para transmitir mensajes, hemos estado escuchando los que enviaban los Amos. Dos Ciudades han dejado de emitir, pero la tercera sigue haciéndolo.

—¿La del este? —indiqué—. Entonces los hombrecillos amarillos han fracasado…

—No, ésa no, —dijo Andrè—. La del oeste.

En aquel ataque tenía que tomar parte Henry. Pensé en él, así como en nuestras dos bajas, y pareció nublarse aquel día luminoso.

Pero Henry seguía con vida. Dos meses después, en el castillo, nos lo contó a los tres (Fritz, Larguirucho y yo).

Las cosas les salieron mal desde el principio. De los seis que eran, en el último momento dos cogieron una enfermedad que afectaba comúnmente a los humanos en aquella zona; ocuparon su lugar otros dos que estaban peor entrenados. Uno de ellos tuvo dificultades cuando intentaban remontar a nado el túnel subterráneo, obligándolos a dar la vuelta y volver a intentarlo la noche siguiente. Incluso después de haber entrado en la Ciudad surgieron fastidiosos retrasos y contratiempos. Tuvieron dificultades para encontrar un almacén donde hubiera suficiente cantidad de alimentos amiláceos para preparar la masa que habría de fermentar; y cuando por fin la obtuvieron sus primeros intentos fracasaron porque parte de la levadura no fermentó. Tampoco lograron encontrar un escondrijo cerca de la planta purificadora de agua, lo que implicaba efectuar numerosos y agotadores transportes de alcohol por la noche.

Pero alcanzaron el cupo asignado en el tiempo previsto y Henry pensó que, a partir de entonces, resultaría fácil. Aunque nuestro intento tenía que efectuarse a mediodía, ellos podían iniciar el suyo al amanecer, antes del primer turno de servicio de los Amos. O por lo menos pensaron que podían hacerlo. Sin embargo, para llegar a la rampa que bajaba a la planta purificadora de agua, al igual que ocurriera en la Ciudad que atacamos nosotros, era preciso atravesar un espacio abierto donde había jardines de agua. Y se encontraron con que en uno de ellos había dos Amos.

Parecía que estaban peleando; se daban empujones y tirones con los tentáculos, golpeaban el agua y levantaban salpicaduras. Fritz y yo vimos algo parecido la noche que estuvimos buscando el río para ver el modo de salir de la Ciudad. Nosotros no le encontramos ningún sentido (era uno de los muchos hábitos extraños que tenían los Amos; cuando los científicos se enfrentaban a ellos, se limitaban a negar con la cabeza) y Henry tampoco se lo encontró. Lo único que pudo hacer fue confiar en que, fuera lo que fuera, acabaran pronto y se marcharan. Pero no fue así y el tiempo fue pasando, reduciendo poco a poco los minutos que quedaban para la llegada del primer turno del día.

Al final, deliberadamente, se arriesgó. Los dos Amos parecían hallarse totalmente absortos en lo que hacían; se encontraban en el estanque más alejado de la rampa. Ordenó a sus hombres que fueran arrastrándose pegados a la tapia que rodeaba el segundo estanque y después se lanzaron corriendo hacia la rampa, que estaba muy oscura. A los tres primeros les salió bien, pero debieron de ver al cuarto. Con rapidez sorprendente los Amos salieron del estanque y acudieron a investigar.

Mataron a uno, creía que hubieran matado al otro si éste se hubiera mantenido firme en sus convicciones. Pero es que había visto cómo ocurría lo increíble (que unos esclavos atacaban a un Amo) y se alejó de la escena girando y aullando en su peculiar idioma. Era evidente que iba a regresar con otros: no había posibilidad de vaciar más de media docena de recipientes de alcohol en las conducciones subterráneas antes de que volviera, y esto significaba que los Amos estarían sobre aviso del peligro. Tal vez no sólo allí, sino también en las otras dos Ciudades; pues los mensajes les llegarían inmediatamente a través de los rayos invisibles.

La misión había fracasado y tenían que renunciar a lo que tanto les había costado. Ahora el objetivo debía ser evitar que los capturasen y descubrieran sus pensamientos, al menos en tanto se efectuaba el ataque a las otras dos Ciudades. Henry les dijo a sus hombres que se dispersaran, y él también se perdió en medio del laberinto de calles y rampas de la Ciudad, yendo en dirección a la salida del río.

Lograron salir él y otros dos. No tenía ni idea de lo ocurrido con los tres restantes, pero pensaba que los habrían capturado: estuvieron esperando a que sus cuerpos aparecieran en el río, pero no vieron nada. (No era un río auténtico, sino una creación de los antiguos, un canal enorme que surcaba la tierra, uniendo el océano occidental con el situado al otro lado del istmo, que era todavía mayor). Hubo mucho movimiento de Trípodes que patrullaban; pero ellos permanecieron tumbados en un refugio subterráneo y lograron no ser descubiertos. Finalmente consiguieron huir hasta el barco y regresar aquí.

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