El evangelio del mal (24 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Queridas todas:

Tía Marthe fallecida.

Reuníos conmigo lo antes posible.

Otra recoleta crucificada en su convento. Y ninguna indicación todavía sobre el contenido de ese evangelio que Caleb buscaba mientras mataba a aquellas mujeres.

Los anuncios siguientes aparecieron a intervalos regulares en varios periódicos sudamericanos: O Globo de São Paulo, en Brasil, Última Hora de Asunción, en Paraguay, y La Razón de Santa Cruz, en Bolivia. Luego, el asesino subió hacia el ecuador, tal como atestiguaba otro anuncio aparecido en el mes de noviembre en el diario La República de Lima, en Perú. Y otro más en La Patria de Cartagena.

Parks examina con detenimiento los informes de la policía colombiana sobre el asesinato particularmente cruel de la madre Esperanza, superiora de las recoletas de Cartagena. Nota que se le seca la boca al ver las fotos del escenario del crimen. Caleb se había ensañado hasta tal punto que tan solo unos tendones seguían uniendo a la desdichada a la cruz. La anciana religiosa no solo había sido crucificada y profanada, sino también torturada hasta la muerte. Como si el asesino hubiera querido arrancarle una información que solo ella poseía. Algo que el resto de recoletas asesinadas ignoraban.

Marie lee las notas tomadas por Crossman sobre este último asesinato. Como todas las demás recoletas, la madre Esperanza era la bibliotecaria de su convento. Era ella quien tenía las llaves de las salas acorazadas donde la orden guardaba los manuscritos más peligrosos: las bibliotecas prohibidas.

Parks continúa leyendo. Después de Cartagena, los crímenes prosiguieron en México y posteriormente en Estados Unidos. La congregación de Corpus Christi, en Texas, o la de Phoenix, en Arizona. El último asesinato había tenido lugar en Colorado, en un convento-fortaleza perdido en medio de las Rocosas. Ahí era donde las cuatro desaparecidas habían estado a punto de atrapar a Caleb.

Unos días más tarde, encontraron su rastro en Hattiesburg, adonde llegaron una tras otra para poner fin definitivamente al brutal recorrido del asesino. No había ningún convento de recoletas en los parajes, solo pantanos con abundante pesca y bosques interminables.

Para atraer a las cuatro desaparecidas a una región tan poco frecuentada, Caleb había desenterrado muertos, en cementerios aislados y había amontonado esos cadáveres en la cripta situada en medio del bosque de Oxborne. Esas profanaciones habían salido en la primera página de los periódicos locales y más tarde en los diarios de las grandes ciudades. Finalmente, las religiosas se enteraron de ello leyendo la prensa. Parks apoya la cabeza en el respaldo del asiento. Sí, así era como las cuatro desaparecidas de Hattiesburg se habían metido en la boca del lobo.

Después se encontró la ropa de las hermanas en la linde del bosque. Eso era lo que no encajaba: ¿por qué había corrido Caleb ese riesgo? ¿Por qué no se había limitado a desaparecer después de haber matado a sus perseguidoras? ¿Por qué, sino para atraerla a ella, para que ella se lanzara tras el rastro de Rachel y descubriera a los muertos en la cripta? Sí, muy bien, pero ¿con qué finalidad? Marie no tiene ni idea. Agotada, cierra los ojos y escucha el siseo de los reactores. Los altavoces chisporrotean. A duras penas oye que la voz del comandante anuncia una zona de turbulencias antes de sumirse en un profundo sueño.

Quinta parte
Capítulo 75

Igarape do Jamanacari, afluente del río Negro, selva amazónica

El durmiente nota que la lejana luz del sol le acaricia los párpados. La piragua avanza bajo un tupido techo de ramas que deja filtrar los rayos. Charcos de luz alternan con extensos tramos de sombra. La embarcación se desliza sobre la superficie limosa de un igarape, un lento curso de agua que serpentea bajo la espesura de los árboles.

El durmiente percibe el olor de los remeros que se afanan a su lado. Vaharadas de sudor rancio escapan de sus axilas y se mezclan con los olores de humus y de agua verde. Salvo por el chapaleteo de las pagayas y la respiración regular de los remeros, la jungla está en silencio. Ni un grito de mono, ni un canto de pájaro. Pero los insectos han vuelto y sus zumbidos llenan de nuevo el bosque.

Refugiado tras el muro de sus párpados, el durmiente nota que nubes de mosquitos se posan sobre sus piernas y sus brazos desnudos. Tiene hambre. Una sed insoportable le abrasa la garganta. Millones de gotitas brotan de su cuerpo y corren por su piel. Escucha el murmullo del río bajo el fondo de la piragua, el rascar de las ramas contra el casco y el remolino de las pagayas que baten el agua templada. Intenta mover los brazos y de repente toma conciencia de su cansancio, de ese agotamiento que entumece su cuerpo y de las tinieblas que se han apoderado de su alma.

Tiene la impresión de haber permanecido inconsciente durante siglos. Trata de agrupar sus recuerdos, pero su memoria está vacía. O más bien las briznas que contiene han dejado de ser accesibles, como si estuvieran oscurecidas por otra cosa. Una reminiscencia negra y densa, sin imágenes, sin olores ni sonidos, como un tintero derramado sobre un libro. O una capa de cemento recién aplicado sobre un fresco antiguo. El durmiente se sobresalta. «Un fresco antiguo…»

Empieza a rascar febrilmente la capa que cubre sus recuerdos. Como un arqueólogo, da unos golpes sobre la losa de cemento, la parte y retira los fragmentos hasta que logra ver debajo, en la bóveda de un sótano, unos frescos rojos y azules iluminados por antorchas. Ya está, el durmiente recuerda. Sus párpados tiemblan. Sus manos se crispan y sus uñas rascan el fondo de la piragua. Las primeras criaturas olmecas, el paraíso perdido y el arcángel Gabriel devolviendo el fuego a la tribu de los elegidos. Se remonta en el tiempo y se detiene bajo el último fresco. Las tres cruces en la cúspide de la pirámide olmeca. Siente que el miedo lo invade. Escruta el recuerdo de ese Cristo que mira a la muchedumbre, que se retuerce en la cruz gritando. El azote de los olmecas.

—Señor, sí, ya me acuerdo…

El chapaleteo de las pagayas se amortigua, la velocidad de la piragua disminuye. Un rostro barbudo y exhausto se inclina sobre el durmiente. Habla con un acento espantoso, una mezcla de portugués, alemán y dialectos indios de la cuenca del Orinoco.

—Bienvenido al mundo de los vivos, padre Carzo. Hemos rezado mucho por la salvación de su alma mientras usted luchaba contra las tinieblas.

—¿Quién es usted?

—El pastor Gerhard Steiner. Dirijo la misión protestante de San José de Constanza. Unos cazadores le encontraron vagando por la jungla y un helicóptero del ejército brasileño lo depositó en mi casa.

—¿Dónde estamos?

—En este momento bajamos por el igarape do Jamanacari hacia el río Negro. Estamos muy cerca de Manaus.

Carzo agarra a Steiner por una manga.

—Los yanomami. Hay que ir en su ayuda.

El semblante del pastor palidece bajo el bronceado.

—El ejército envió una patrulla a São Joachim. Intercepté su informe por radio. Solo quedan cadáveres. El gran mal… se lo ha llevado todo. Y ahora se extiende al corazón del bosque, avanza hacia el delta del Amazonas.

—¿Y el padre Alameda?

Una sombra pasa por el rostro del pastor.

—Ahora tiene que descansar.

—¡Steiner, dígame qué le ha pasado a Alameda!

—Encontramos su cadáver colgado de un árbol. Las hormigas rojas le habían devorado la cara.

—Dios mío…

—¿Qué ha sucedido, padre Carzo? ¿Qué han despertado los yanomami en el corazón del bosque?

Carzo cierra los ojos. Busca otros recuerdos entre los escombros de su memoria. El fresco… El Cristo con los ojos llenos de odio… La antorcha que chisporrotea y se apaga. Avanza en la oscuridad hasta una cueva abierta en el vientre de la montaña… Un círculo de velas. Algo está de pie en medio de los cirios. Algo que…

—Padre Carzo, ¿recuerda qué ha pasado?

—No lo sé… ya no sé…

—Inténtelo, padre, se lo ruego.

Carzo se concentra. La luz trémula de las velas. Un olor de carroña y de azufre. La cosa que había sido Maluna está de pie en el centro de la luz. Carzo se estremece al sentir la negrura de esa fuerza maléfica que aspira su alma. La agonía del alma y la muerte de Dios. Carzo comprende entonces que su fe no puede hacer nada contra semejante negrura. Entra en el círculo de luz, permanece frente a la criatura y respira el abominable hedor que emana de su boca. Lo último que recuerda es ese extraño sopor que se apodera de su mente. Luego, sus piernas fallan y cae de rodillas a los pies de la criatura. Todo lo que sucedió después ha desaparecido para siempre de su memoria. Solo quedan fragmentos de imágenes, algunos sonidos y olores.

Carzo nota que el agua se agita bajo el fondo de la piragua. Una corriente viva, rápida, caprichosa. Abre los ojos. Por encima de él, el cielo de ramaje se desgarra a medida que las orillas del río se alejan. La piragua acaba de pasar de las aguas lentas y fangosas del igarape a las rápidas del río Negro. Un grito resuena en la proa. Carzo, extenuado, se incorpora y mira en la dirección que el indígena maturacas señala. A través de la bruma que se disipa, distingue unos muelles de madera y unos cuchitriles sobre pilotes. Más allá, un puerto donde viejos cargueros de costados herrumbrosos esperan su cargamento de caucho. Más lejos todavía, las cúpulas del centro de la ciudad y la aguja de la catedral jesuita de Nossa Senhora da Imaculada Conceição.

—¡Manaus! ¡Manaus! —grita el indígena dando palmadas.

Carzo vuelve a tenderse en la piragua y cierra los ojos.

Capítulo 76

Denver, aeropuerto internacional de Stapleton

De entre los labios de Parks sale vaho cuando cruza la puerta del aparato. El frío le muerde el rostro. Los primeros copos flotan en el aire helado.

En el mostrador de Avis de la terminal, Parks saca la tarjeta de crédito de Crossman y alquila un Cadillac Escalade, un monstruo de tres toneladas equipado con neumáticos anchos. Ideal para circular por las carreteras nevadas de Colorado. Luego cruza la cristalera del aeropuerto y va al aparcamiento, donde hay alineados decenas de 4x4 y de limusinas.

Una vez instalada a bordo del Cadillac, le da al contacto. Un rugido llena el habitáculo mientras la electrónica regula automáticamente la altura de los pedales, la posición del asiento y la de los retrovisores. Entonces se abrocha el cinturón y arranca el V8 de 6 litros. Maniobra para sacar el Cadillac del aparcamiento, sale del aeropuerto por Peña Boulevard y toma la Interestatal 70 en dirección a Denver.

Marie dirige una sonrisa a una niña que le hace un gesto de burla a través de la luna trasera de un Toyota. Después se coloca en el carril de la derecha y pone el limitador de velocidad en ochenta kilómetros por hora. Las montañas de Colorado se recortan a lo lejos. Reprime un bostezo y conecta la radio. El seleccionador de emisoras sintoniza KOA, una cadena de información continua. La voz nasal del locutor que da el tiempo invade el habitáculo:

«Acabamos de recibir en este instante un mensaje de alerta de la emisora KFBC de Cheyenne. Nos indican que acaba de caer una tormenta sobre el norte de Wyoming y que ya hay cuarenta centímetros de nieve en polvo en el parque de Yellowstone y al pie de las Bighorn Mountains. Teniendo en cuenta la fuerza y la intensidad de los vientos, la depresión debería tardar algo menos de cuatro horas en llegar a los montes Laramie y a la frontera de Colorado. Después caerá sobre Boulder y Denver, y bloqueará la ruta de los puertos y los itinerarios por los valles».

El locutor termina el boletín con las recomendaciones habituales. Marie apaga la radio. Cuatro horas de tregua. Eso le da el tiempo justo para pasar por la oficina del FBI y llegar al convento de las recoletas de Santa Cruz, pero no el suficiente para volver. Lo que significa que tendrá que esperar allí a que acabe la tormenta y que se expone a encontrarse atrapada a dos mil quinientos metros con una congregación que vive en plena Edad Media y cuya preocupación principal es estudiar obras satánicas. De ahí a que esas viejas brujas hayan perdido la chaveta a fuerza de leer semejantes horrores, no hay más que un paso. Con una punzada de angustia, Parks imagina la primera página del Holy Cross News:

Crimen en el convento: tras la espectacular tormenta que ha caído sobre la región durante varios días, la policía de Santa Cruz ha encontrado los restos de Marie Megan Parks, agente del FBI especializada en la persecución de asesinos en serie. Los primeros resultados de la investigación hacen pensar que, después de haber pedido asilo a las religiosas de Santa Cruz, la joven podría haber sido devorada viva en el transcurso de una sesión de exorcismo.

—Déjate de tonterías, Marie…

Marie ha pronunciado esas palabras en voz alta para tranquilizarse, pero el timbre ronco de su voz la sobresalta. Mira por el retrovisor interior para asegurarse de que los asientos traseros están vacíos. Luego se relaja y se concentra de nuevo en la carretera.

Pensándolo bien, no son las recoletas las que le producen ese estado de inquietud. Ni tampoco la perspectiva de pasar una o dos noches en la montaña. No, lo que la aterra es esa certeza de que Caleb no ha muerto y de que su espíritu la persigue. Es como esa sensación que todo el mundo ha tenido alguna vez cuando recorre por la noche un aparcamiento desierto, ese terror que se apodera de repente de ti cuando no estás pensando en nada. Te vuelves, pero no hay nadie. Un miedo inexplicable te hiela el corazón; es la respiración de los muertos enfurecidos, el desplazamiento de aire que provocan rozándote en las tinieblas. Eso es lo que Parks siente desde que ha salido de Boston: la respiración de Caleb. Aparte de los flashes que le hacen ocupar el lugar de las víctimas de asesinos en serie, a veces tiene visiones todavía más terroríficas, visiones de las que nunca le ha hablado a nadie, ni siquiera al médico que le diagnosticó el síndrome mediúmnico reaccional en California. Porque, desde que salió del coma, ve muertos.

Capítulo 77

Manaus. La piragua ha dejado las aguas del río Negro para internarse en uno de sus brazos que se adentra en la ciudad. Atraca en un muelle flotante donde los cascos de los barcos turísticos se codean con las barcas de fondo plano de los pescadores de pirañas. El padre Carzo alza los ojos hacia el embarcadero. Extrañas ondas de bruma están invadiendo la ciudad.

—El mal se extiende.

Se vuelve hacia el pastor que permanece de pie en el centro de la embarcación. Con su sombrero de paja y su cara escondida bajo la barba, Steiner tiene el aspecto de un loco fugado de una cárcel. Después de haber aceptado el amuleto que uno de los indios maturacas le pone alrededor del cuello, el exorcista se aleja en dirección a la catedral de Nossa Senhora da Imaculada Conceição, cuyos campanarios se recortan a lo lejos. Allí encontrará consejo en el padre Jacomino, un fino conocedor del Maligno y de las tinieblas del alma humana.

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