El evangelio del mal (26 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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—Hay una congregación numerosa en Boulder. Tipos vestidos de negro que dibujan estrellas de cinco puntas en las paredes y beben cerveza mientras eructan citas latinas al revés. En mi opinión, si Satanás existe, ese tipo de adoradores se la suda. Y a usted, ¿qué la trae por aquí?

—Un adorador de Satán.

—No fastidie.

—Sí. Pero el mío es además un asesino en serie y estoy convencida de que Satanás se lo toma totalmente en serio.

—Menudos tipos. Peor que asesinos de niños, ¿verdad?

—Necesito un ordenador y una conexión a internet de banda ancha.

Ofendida por la respuesta un poco seca de Parks, la ordenanza le señala la sala de informática, al final del pasillo, despacho 1.119.

Marie oye el ruido amortiguado que hacen sus zapatos sobre la moqueta. En los despachos que deja atrás, algunas pantallas de ordenador se han quedado encendidas y algunos walkie-talkie chisporrotean sobre su base. Aquí y allá suenan teléfonos que nadie coge.

Parks cierra la puerta del despacho 1.119 y enciende el ordenador que sobresale entre un montón de documentos y de vasos de plástico. Colgados en las paredes, los retratos de los criminales más peligrosos de Colorado y Wyoming se alternan con anuncios de búsqueda de niños desaparecidos desde hace años. En el centro, bajo la foto del presidente, la Constitución estadounidense destaca en un marco polvoriento. A la derecha, un cartel de papel satinado presenta la lista de los ten most wanted, los diez criminales más buscados del mundo. Las recompensas van desde cien mil dólares por un exterminador de los cárteles llamado Pablo Tomás de Limassol, hasta un millón por un traficante de componentes atómicos que responde al nombre de Robert S. Dennings. Parks emite un silbido. Si estuviera especializada en ese tipo de caza, podría comprarse un casino en Las Vegas. Desgraciadamente, ella persigue asesinos itinerantes, por los que, curiosamente, el gobierno norteamericano no da ni recompensas ni entrevistas.

Se conecta con la base de datos de los laboratorios vigía que el FBI ha instalado en Estados Unidos, México y Europa. Ahí es donde convergen las descripciones de los crímenes particularmente violentos que los policías del planeta no consiguen resolver, de los sórdidos y repetitivos crímenes de asesinos en serie contra los que los polis convencionales no pueden hacer gran cosa, aparte de contar los muertos. Sobre todo cuando el criminal en cuestión es un asesino itinerante, porque, para tener una pequeña posibilidad de acercarse a un adversario de ese calibre, hay que entrar en su laberinto mental y encontrar la salida antes que él. A riesgo de perderse para siempre.

Eso es lo que estuvo a punto de pasarle a Parks cuando investigaba el caso de Gillian Ray, un estudiante neoyorquino que se había ido a pasar dos meses de vacaciones en Australia. Dos meses haciendo autostop en esas carreteras interminables que serpentean en medio de los desiertos más áridos del planeta. Dos mil trescientos kilómetros de arena ardiente, de pedregales y de mesetas desoladas entre Darwin y Cape Nelson… Once muertos en dos meses, once cadáveres abandonados a los carroñeros y las serpientes.

Capítulo 81

El padre Carzo acciona la palanca escondida bajo el altar y mira cómo la imagen de san Francisco de Asís se desliza sobre su pedestal. Una estrecha abertura aparece en la pared, un pasadizo secreto que conduce a los sótanos y cuya existencia solo conocen los jesuitas de Manaus y él. El padre Jacomino lo había puesto al corriente unos meses atrás, como si temiera algo.

El sacerdote atraviesa la abertura y acciona otra palanca para cerrar el paso. Oye que la imagen gira sobre el pedestal, luego un chasquido sordo, y finalmente se hace el silencio. Mientras se interna en la escalera, los alaridos se vuelven más nítidos a lo lejos: gritos de terror y de dolor. Portugués y latín. Un huracán de voces que se contestan, se increpan y cesan. A juzgar por el furor de las palabras que retumban en los sótanos, debe de tratarse de una sesión de exorcismo colectivo, una ceremonia prohibida que no se practica desde los días más oscuros de la Edad Media.

Al llegar al pie de la escalera, el padre Carzo se encuentra ante unos corredores excavados en los cimientos de la catedral. Guiándose por los gritos, toma el pasillo más ancho y más antiguo. Un sótano iluminado por antorchas cuyo resplandor salpica las paredes.

El sacerdote olfatea el aire a su alrededor. El olor del Mal supera ahora ampliamente el de la sagrada resina. Los jesuitas han acorralado a la Bestia al final de ese túnel, pero la Bestia no ha dicho su última palabra.

Carzo nota que un soplo tibio le envuelve los tobillos. Baja los ojos. Unas bocas de piedra abiertas a ras del suelo expulsan un chorro continuo de aire procedente de pozos de ventilación. La zona de los calabozos. Ahí es donde los exploradores portugueses encerraban a los indígenas y a los piratas del Amazonas. En el interior de las celdas, el sacerdote distingue cadenas herrumbrosas y las anillas de sujeción que los carceleros colocaban alrededor del cuello de los presos. Pasa una antorcha a través de los barrotes. Unas ratas corren pegadas a las paredes profiriendo chillidos de espanto. Alargando el brazo todo lo posible, el sacerdote distingue las inscripciones grabadas en las paredes: insultos, palabras de despedida e hileras de palotes que los condenados a muerte habían tachado antes de morir estrangulados por una cuerda. El padre Carzo se dispone a retirar el brazo cuando el resplandor de la antorcha ilumina una forma tendida contra la pared del fondo. Empuja la reja y entra en el calabozo. Sobre el suelo arenoso, el cadáver de un jesuita con hábito negro contempla la oscuridad con sus ojos vacíos. A juzgar por su posición, una fuerza sobrehumana le ha partido la nuca y descoyuntado el cuerpo. El sacerdote tiene muchísimas dificultades para identificar ese rostro crispado por el miedo. Finalmente reconoce al hermano Ignacio Constenza, un jesuita de gran valor que practicaba el exorcismo y el arte de percibir a los demonios. Al igual que los del padre Alameda en la entrada del templo azteca, los cabellos del desdichado han encanecido por efecto de un terror indescriptible. Carzo pasa los dedos sobre los párpados de Ignacio y recita la oración de los difuntos. Luego sale del calabozo y reanuda su avance.

Para no dejar que el miedo se apodere de su mente, el exorcista cuenta los metros que lo separan del final del túnel. Cuando da el decimosegundo paso, un grito de agonía recorre la galería. Se queda inmóvil y aspira las vaharadas de violeta que invaden el sótano. El olor de incienso ha desaparecido. Los jesuitas han perdido.

Un ruido de botas. Una corriente de aire glacial penetra en el pasillo. El perfume de violetas se concentra y estalla en las fosas nasales del sacerdote. Con las manos pegadas a la cara, Carzo abre los dedos para mirar la cosa que acaba de entrar en su campo de visión: lleva un hábito de monje negro con capucha y unas pesadas botas de peregrino. Se pone rígido. Un Ladrón de Almas. Eso es lo que los jesuitas han dejado entrar en la catedral.

Con el corazón martilleándole el pecho, el exorcista deja pasar unos minutos antes de incorporarse y salir del calabozo. Olfatea el aire. La Bestia se ha ido. Carzo aprieta el paso. Al final del pasillo, una puerta entreabierta. Del interior emana un olor de madera encerada y de polvo, un olor de archivos.

Mientras sus ojos se acostumbran poco a poco a la oscuridad, Carzo entra en una amplia biblioteca con columnas, atestada de estanterías y de pupitres volcados. En el techo, una especie de ojos de buey de cristal esmerilado captan la lejana luz del sol y la proyectan en el suelo en anchos haces polvorientos. El exorcista deduce que la sala debe de encontrarse bajo los cimientos de la ciudad.

Sobre el suelo embaldosado de mármol, de pronto ve unos rombos de mosaico cuyos entrelazamientos azulados forman una inscripción en latín:

Ad Majorem Dei Gloriam. Ala mayor gloria de Dios. Coronando esa primera inscripción, un sol resplandeciente rodea otras letras de un negro hollín: IHS, o sea, Iesus Hominum Salvator, Jesús Salvador de los Hombres. La divisa de los jesuitas.

Carzo avanza entre las bibliotecas volcadas. Pergaminos y manuscritos entorpecen el paso. Inmóvil en medio de ese amontonamiento de archivos, el sacerdote escucha el silencio. Un chasquido regular atrae su atención. Viene del centro de la sala, allí donde los haces de luz recortan la oscuridad. Allí el exorcista distingue un escritorio y un gran libro abierto. Una extraordinaria cantidad de sangre cubre las páginas del manuscrito. Algunas gotas caen del pupitre al suelo.

Carzo entra en el haz luminoso y examina la obra: el Tratado de los Infiernos, un manual exorcista inestimable que data del siglo XI. Una mano febril lo ha abierto por la página del rito de las Tinieblas, un ceremonial lleno de peligros y de misterios que solo se emplea como último recurso para combatir a los demonios más poderosos.

El sacerdote alarga la mano por encima del manuscrito. Ploc. Una gota de sangre aterriza en su palma, donde dibuja un arabesco de color rojo vivo. Levanta los ojos y se sobresalta de horror al ver de pronto al padre Ganz, cuyo semblante macilento brilla en la penumbra. Lo han colgado boca abajo de una viga antes de degollarlo. Carzo examina la mirada vidriosa del torturado: la misma expresión de terror absoluto que la que vio en los ojos muertos del hermano Ignacio. El Ladrón de Almas.

Se dispone a descolgar al padre Ganz cuando un gemido se eleva en el silencio. Se vuelve y ve una forma humana de pie contra la pared del fondo. Suspendido, con los brazos en cruz a un metro del suelo, el padre Jacomino parece contemplarlo en las tinieblas.

Capítulo 82

Gillian Ray procedía siempre de la misma forma: con su cara de ángel y su musculatura de surfista, conseguía que lo cogieran en autostop campesinos que lo llevaban a su aislada granja. Ray, encantado de la vida, comía y bebía, felicitaba a la granjera y jugaba con los niños; luego se acostaba y al amanecer los mataba a todos a hachazos antes de proseguir su camino. Con la peculiaridad de que, para embrollar las pistas, atajaba en moto a través de los matorrales hasta la siguiente carretera, donde hacía de nuevo autostop. Así pues, aunque las autoridades australianas habían organizado una verdadera caza del hombre, el asesino continuaba corriendo de aquí para allá y matando a sus víctimas en lugares tan distantes los unos de los otros que los sabuesos de la brigada criminal estaban perdidos.

Alertada por un informe enviado al laboratorio vigía de Boston, Marie Parks había reconocido el sello del hombre que buscaba desde hacía meses: un asesino particularmente inquietante, cuyo rostro y nombre no conocía y que parecía aprovechar sus vacaciones en el extranjero para dar salida a sus pulsiones matando a sus víctimas según un ceremonial extraordinariamente constante, prueba de que Ray había alcanzado su ritmo de crucero y de que el modus operandi que había adoptado lo satisfacía por completo. Gracias a ello, Parks había podido seguir el rastro de sus asesinatos en Turquía, Brasil, Tailandia y Australia. Sin embargo, desde el último asesinato, cometido en los alrededores de Woomera, Gillian Ray había añadido un detalle a su proceder habitual, un elemento que los investigadores de la policía australiana habían anotado en una esquina de su informe sin concederle importancia: mientras que normalmente Ray abandonaba a sus presas en la posición en la que las había matado, Marie había observado que en esa ocasión las había instalado en el sofá y los sillones del salón, y que había encendido el televisor antes de proseguir su camino. Una prueba de que Ray empezaba a aburrirse y de que intentaba introducir variantes en su guión. En ese momento es cuando el asesino itinerante es más peligroso: cuando su comportamiento se modifica y le apetece tener nuevas experiencias. Es también en el momento en el que su modus operandi empieza a cambiar cuando se corre el riesgo de perder su rastro. Por eso Parks había montado en el primer avión que salía para Australia.

Nada más desembarcar en Alice Springs, se calzó unas zapatillas de deporte y echó a andar haciendo autostop desde la salida del aeropuerto. Quería hacer eso para seguir los pasos de Gillian Ray; para notar el viento templado en sus cabellos y la quemazón del asfalto bajo sus suelas; para sentir cómo el cansancio se extendía por sus músculos, cómo los calambres endurecían sus pantorrillas y las correas de la mochila se clavaban en sus hombros. Para compartir con Gillian Ray lo que él había experimentado cada vez que oía acercarse un coche por su espalda. Esa deliciosa quemazón que notas en el vientre y que envía un chorro de adrenalina a tus arterias. Esa sed de vampiro que te seca la garganta y esa tensión sexual deliciosamente insoportable. Eso es lo que un asesino itinerante como Gillian Ray siente cuando se encuentra con su futura víctima.

Parks caminó durante días tras sus huellas. Sentía que sus almas se fundían a medida que se acercaba a él. Gillian se dirigía hacia el mar dejando tras de sí escenarios de crímenes cada vez más sangrientos. Gillian no comprendía el cambio que se estaba operando en él y empezaba a no dominar sus pulsiones. Estaba enfurecido. Eso es lo que la joven había descubierto en el escenario del último crimen. Frustración y furia. Gillian estaba metamorfoseándose en otra cosa. En ese instante fue cuando ella consiguió meterse en la piel del asesino.

Sucedió durante el crepúsculo, mientras el sol acariciaba la sabana. Parks acababa de subir a la camioneta de una estudiante que iba a visitar a su tía, que vivía en Perth. Era joven y guapa; su tez lucía bronceada bajo el pañuelo que llevaba atado alrededor de los cabellos. Vestía unos pantalones cortos que mostraban el nacimiento de sus muslos y una blusa de algodón cuyo escote dejaba entrever sus pechos. Mirándola de reojo, Parks sintió súbitamente una violenta excitación; su intensidad le secó los labios. Su mente se llenó de imágenes de muerte: cadáveres desnudos y carne cubierta de sangre. Entonces se dio cuenta de que el corazón que palpitaba en su pecho no era el suyo sino el de Gillian y de que su alma se estaba convirtiendo en la del asesino. Reprimiendo a duras penas la pulsión que se apoderaba de ella, supo que estaba a punto de perderse. Eso la llevó a apresurarse para alcanzar a Gillian antes de llegar a la costa.

Al cabo de quince días de persecución durante los cuales él cometió tres crímenes más, la joven lo encontró por fin en una playa desierta cerca de Cape Nelson. Aquello podría haber sido simplemente un último crimen en una noche oscura, una última violación sobre la arena fría, una última puñalada en el último vientre antes de regresar a Nueva York en el vuelo del día siguiente, donde se encontraría entre los brazos de su novia, Nancy, para pasar un año de universidad sin pena ni gloria. Hasta las siguientes vacaciones locas de Gillian Ray.

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