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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (34 page)

BOOK: El evangelio del mal
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Parks se percata de pronto de la agradable temperatura que hay en la celda. Aquel día hizo buen tiempo. Toma conciencia también del terror que oprime el corazón de la religiosa. La recoleta sabe que va a morir. Ha descubierto algo en la biblioteca del convento, un secreto inconfesable que las madres superioras de su congregación se transmiten a lo largo de los siglos. Pero, antes de morir, la recoleta tiene que hacer algo. Debe cumplir una promesa.

La religiosa busca a tientas encima del armario una llave y, cuando la encuentra, la introduce en la cerradura de la puerta procurando no hacer ruido. Exactamente los mismos gestos que Parks está reproduciendo en sueños.

La puerta se abre al frescor del pasillo. Después de coger una de las antorchas colgadas en la pared, la recoleta empieza a bajar la escalera. Los peldaños crujen bajo su peso, el pánico la deja sin respiración. Al llegar al primer piso, se detiene delante de una ventana abierta y aspira una bocanada de aire fresco. Es una noche tranquila, inusualmente clara. A través de los ojos de la religiosa, Parks contempla el Cristo de bronce que está en el centro del patio. El rostro de la estatua se vuelve hacia ella y la mira sonriendo. Un movimiento. La recoleta abre desmesuradamente los ojos; una forma cubierta con un sayal negro y una amplia capucha acaba de surgir en el patio, una forma que parece avanzar deslizándose sobre las baldosas. El terror estalla en las venas de la religiosa. Venciendo su entumecimiento, baja corriendo los escalones hasta la planta baja y pasa por delante del despacho de la madre Abigaïl. Se vuelve. La cosa ha entrado en el convento y avanza por el pasillo en su dirección.

La recoleta baja una escalera de caracol que desciende hacia las profundidades de la fortaleza. Un atajo para ir a la biblioteca.

Al pie de la escalera, una galería estrecha. La religiosa emite un sofocado grito de dolor. Acaba de pincharse la mano con un clavo oxidado. Las sandalias del monje suenan sobre los peldaños. La recoleta se seca la sangre con el hábito y echa de nuevo a correr palpando febrilmente las paredes de la galería.

Sin aliento, llega a una amplia estancia que huele a madera y a alcohol de quemar. Allí, coge una lámpara de petróleo; la llama, al mínimo, brilla detrás del globo de cristal. Ella avanza mascullando en la oscuridad. La luz ilumina hileras de escritorios y de estanterías cargadas de libros antiguos. Al llegar al fondo de la sala, hace girar la ruedecilla de la lámpara. A medida que la mecha se alarga, la luz invade cada vez más las olorosas tinieblas de la biblioteca. La religiosa levanta el globo de cristal e ilumina una reproducción de La Pietà de Miguel Ángel, donde la Virgen, de rodillas, estrecha el cadáver de Jesucristo entre sus brazos. Parks ve que los dedos de la recoleta se detienen sobre los ojos de la estatua. Un susurro ronco:

—Es aquí donde tiene que apretar. ¿Me oye? Es aquí donde tiene que apretar para abrir el pasadizo que conduce al Infierno.

La joven se sobresalta. La recoleta ha susurrado esa indicación como si supiera que Marie está allí. De pronto, la llama oscila. Un movimiento detrás de ella. El frufrú de una tela ligera como un suspiro. Una mano glacial se posa sobre sus labios. Siente que el hedor del monje la envuelve. Comprende que todo está perdido. Un fogonazo blanco delante de sus ojos difumina el conjunto de La Pietà y el semblante triste de la Virgen. Luego sus dedos se abren y dejan caer la lámpara; el globo de cristal se rompe al estrellarse contra el suelo. Un estertor de agonía. Mientras las puñaladas la atraviesan, la anciana cae de rodillas. Sus ojos se cierran. Inclinado sobre ella, el monje canturrea mientras remata a su víctima. Parks recibe una descarga de adrenalina. Acaba de reconocer la voz de Caleb.

Capítulo 102

Mientras emerge poco a poco de su sueño, Marie interroga mentalmente los contornos de su cuerpo. Suspira. La visión ha terminado. Solo la posición en la que se encuentra parece plantear problemas: si se fía de las informaciones que su cerebro está desmenuzando, ha debido de caerse del camastro mientras dormía.

Aspira los olores que flotan a su alrededor. El hedor de la recoleta y las vaharadas de cera caliente que saturaban la celda han desaparecido. En su lugar, Parks detecta un extraño olor de petróleo y madera, el mismo que en su sueño. El aire seco de la celda ha dejado paso a una atmósfera mucho más fresca. Mucho más amplia también. Presta atención. Un carillón suena a lo lejos. Sus manos palpan el suelo. El cemento de la celda ha desaparecido.

Parks abre los ojos y a duras penas consigue reprimir un grito de terror al constatar que está arrodillada sobre el entarimado polvoriento de la biblioteca. Contempla la lámpara de petróleo, cuya llama brilla bajo el globo de cristal. Se levanta. Fuera continúa la tormenta. Los olores, el frescor del lugar, todo es exactamente igual que en su sueño. La joven se muerde los labios: Ha debido de ser víctima de un episodio de sonambulismo durante el cual ha repetido todo lo que la recoleta hizo aquella noche. Marie se aferra a esa certeza. La prueba de que su teoría es correcta es que nota un peso en un bolsillo de los vaqueros. La llave que la recoleta cogió de encima del armario. Parks ha debido de cogerla dormida. Sí, es eso, solo puede ser eso. Está casi convencida cuando un dolor la obliga a hacer una mueca mientras saca la mano del bolsillo; un dolor punzante donde se unen los dedos índice y medio. Parks mira el feo arañazo que la recoleta se hizo aquella noche con el clavo. La herida todavía sangra. Se envuelve la mano con un pañuelo e intenta calmarse. Ha repetido tan al pie de la letra los gestos de la difunta que también se ha arañado corriendo por la galería que conduce a la biblioteca. Sí, esa es la explicación.

«Joder, Marie, la explicación es otra y tú lo sabes perfectamente».

Coge la lámpara y hace girar la ruedecilla hasta el tope. Un fuerte olor de petróleo se extiende. Sosteniendo la lámpara con el brazo extendido, contempla las sombras que oscilan al borde del halo y se queda petrificada al ver la reproducción de La Pietà de Miguel Ángel. Nota sus dedos en contacto con la superficie lisa del mármol. El rostro de la Virgen. Miguel Ángel lo representó juvenil, casi infantil, para acentuar el carácter puro e inmortal del personaje. Tiene una expresión tan triste que Parks casi llega a sentir su pesar. También su cólera. Rozando los labios fríos de la Virgen, asciende hasta los ojos de mármol.

«Aquí es donde tiene que apretar para abrir el pasadizo que conduce al Infierno».

Así que Parks aprieta. Los ojos de la Virgen se hunden en el mármol. Un chasquido. Una trampilla acaba de aparecer en el entarimado. El paso hacia la zona prohibida de la biblioteca, ese lugar secreto que las recoletas llaman el Infierno.

Marie ilumina el interior de la trampilla y ve una escalera de granito. Se queda un instante inmóvil aspirando los olores de moho y de salitre que ascienden hasta ella, antes de poner un pie en el primer peldaño y, sosteniendo la lámpara por encima de su cabeza, adentrarse en las tinieblas.

Parks ha llegado al décimo peldaño cuando un ruido la sobresalta. Acaba de apoyar el pie en un mecanismo de resorte. Un chirrido sobre su cabeza. La pesada trampilla baja y se cierra ruidosamente. Marie deja escapar una risita nerviosa.

Capítulo 103

Al llegar al pie de la escalera, Parks se encuentra con una pesada reja de fundición que cierra la entrada del Infierno. Observa que los fundidores de la Edad Media añadieron una letra gótica soldada en caliente a cada uno de los catorce barrotes de la puerta. Catorce caracteres que se entrelazan para formar una frase en latín.

Libera nos a malo

Líbranos del mal. Teniendo en cuenta que el convento de Santa Cruz fue construido hacia mediados del siglo XIX, las religiosas debían de haber pedido a una de sus casas madre en Europa que les enviara esa puerta. Y lo mismo podía decirse de la biblioteca prohibida; probablemente debió de añadirse en secreto después de la inauguración del convento.

La joven empuja la reja, que se abre con un interminable chirrido y muestra una gigantesca gruta circular abierta a golpe de pico. Un trabajo de titanes que debió de requerir años.

Avanza sosteniendo la lámpara en la oscuridad. Los muros están cubiertos por una sola e inmensa biblioteca de roble que rodea completamente la gruta. Pilas de manuscritos atestan los anaqueles. Parks se esfuerza en leer los títulos que emergen de la oscuridad. Tratados filosóficos antiguos sobre las fuerzas misteriosas que actúan en el universo. Obras en latín que tratan de medicina, de abortos y de alquimia. Manuscritos marcados con una estrella de cinco puntas, cuyos títulos se han raspado para ocultar su abyecto contenido. Manuales de exorcismo sobre los poderes de las tinieblas. Libros de magia, así como biblias malditas y evangelios prohibidos.

En cada estante, números romanos grabados en unos paneles de madera de boj indican los siglos en los que la Iglesia se apoderó de esos manuscritos. Un segundo sistema de clasificación, más oscuro, parece consistir en una serie de muescas practicadas en la madera debajo de cada volumen. Sin duda, un código misterioso que las recoletas tocan con la yema de los dedos para encontrar fácilmente los libros en la oscuridad y estudiarlos aunque lleven la marca infamante del Demonio. Mil quinientos años de lectura silenciosa y aterrorizada. ¿Cómo habrían podido evitar volverse locas esas desdichadas mujeres, llevando una vida de renuncia dedicada a leer semejantes horrores en las entrañas de la Tierra?

Parks advierte que los últimos estantes albergan una hilera de frascos y tarros polvorientos. Deja escapar una exclamación sofocada de terror al descubrir fetos cuyos rostros deformados y cuyas carnes deshilachadas flotan en una solución de formol y alcanfor. Bajo cada tarro, un nombre y una fecha que Marie lee a medida que emergen de la oscuridad: hermana Harriet, 13 de julio de 1891; hermana Mary Sarah, 7 de agosto de 1897; hermana Prudence, 11 de noviembre de 1913… Nombres y fechas que se suceden a modo de epitafios en esa macabra hilera de cadáveres en suspensión.

Parks observa que una tercera línea ha sido añadida bajo algunas inscripciones. Una cruz en señal de duelo y estas escuetas palabras: «Muerta al dar a luz». Vuelve atrás para contar los rótulos de tres líneas. Hay treinta en total.

Al final del último estante, Parks ve siete volúmenes colocados uno encima de otro. Coge uno al azar y sopla sobre la cubierta para quitar el polvo. Las hojas crujen entre sus dedos. Es un registro de los nacimientos que tuvieron lugar durante el período 1870—1900. Página tras página, Marie descifra las líneas que una pluma ha trazado aplicadamente con tinta roja. Nombres y fechas; correo, decenas de cartas con el sello de ricas familias inglesas o americanas, que enviaron a sus hijas al convento de Santa Cruz y dejaron a la madre superiora la tarea de enclaustrarlas a la fuerza.

Hermana Jenny, 21 de mayo de 1892, muerta al dar a luz.

Hermana Rebecca, 15 de enero de 1893, muerta al dar a luz.

Hermana Margaret, 17 de septiembre de 1900, muerta al dar a luz.

—Jesús bendito…

Parks acaba de comprender quiénes son esos pequeños seres sin vida cuyo cuerpo descompuesto flota desde hace más de un siglo en formol. Abortos. Así es como las recoletas renovaban los efectivos de su orden. Jóvenes madres repudiadas por su familia, a las que esas viejas locas provocaban abortos con alfileres y pociones en el jergón de su celda y dejaban estériles antes de ponerles el hábito. Por eso las recoletas no salían nunca de su convento. Y por miedo a que descubrieran un día los restos enterrados, conservaban a su vergonzosa progenitura en la biblioteca prohibida. Una congregación de viejas locas mutiladas que mutilaban a su vez.

«Vale, Marie, ahora tienes que largarte de aquí. Si esas viejas sádicas se dan cuenta de que has dado con su museo de los horrores, encenderán una fogata y se pasarán toda la noche destrozándote con alambre y agujas de hacer punto. Después te sumergirán en formol y flotarás en las tinieblas hasta el fin de los tiempos. Mierda, Marie, ¿es eso lo que quieres?»

Parks ve una pesada mesa de monasterio que ocupa el centro de la biblioteca. Ahí es donde las recoletas estudian en silencio bajo la mirada apagada de los fetos. Página 71 del registro de los abortos correspondiente al período 1940—1960. Tarro 701. Hermana Marguerite-Marie, la recoleta asesinada, que ingresó en el convento el 16 de noviembre de 1957. ¿Cómo no volverse loca de atar cuando el cadáver de tu propio hijo te mira, con los ojos vidriosos y la boca llena de formol?

La joven se acerca a la mesa y enciende uno tras otro los doce candelabros repartidos sobre su superficie.

«Pero, en nombre de Dios, Marie, ¿se puede saber qué haces? ¡Tienes que salir de aquí ahora mismo y volver a Denver para alertar al FBI!»

A la luz de las velas, Parks ve otras obras que la anciana recoleta no ha tenido tiempo de guardar antes de morir. Se sienta en su lugar en el banco y toca la mesa allí donde las uñas de la desdichada trazaron profundos surcos a medida que descubría el espantoso secreto que acabaría significando su sentencia de muerte. Adondequiera que se dirija ahora la mirada de Marie, arañazos similares han dañado la madera, algunos recientes, otros mucho más antiguos, como si generaciones de monjas hubieran experimentado el mismo terror estudiando las obras prohibidas de la cristiandad. Parks cierra los ojos. Ahora sabe que está en peligro.

Capítulo 104

Parks pasa revista a las polvorientas obras en las que la recoleta hizo anotaciones unas horas antes de morir: frases ilegibles que parecen obedecer a un código complejo compuesto de jeroglíficos y de fonemas. Pasa las páginas con los dedos. En todas esas obras, la religiosa ha rodeado con un círculo palabras que se repiten sin cesar, y cada uno de esos círculos está unido a una anotación hecha en el margen. Forman un gigantesco jeroglífico de varios miles de páginas. Parks deja escapar un suspiro de desaliento. A fuerza de estudiar los manuscritos de la biblioteca prohibida, la recoleta debió de dar con un detalle que atrajo su atención y poco a poco la desvió de sus otros trabajos. Un hilo conductor, algo suficientemente inquietante para pasarse meses indagando.

A medida que hojea los manuscritos, Marie empieza a sentir la agitación que debió de invadir a la anciana mientras se acercaba a la solución del enigma. Debía de levantarse a media noche para proseguir sus investigaciones mientras sus hermanas dormían. Seguramente fue así como logró dar con el secreto que le costó la vida.

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