Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
—¿Es una amenaza?
—No, es una recomendación. En cuanto la tormenta haya amainado, deberá marcharse. Hasta entonces, le ruego que no turbe el recogimiento de mis monjas.
—Madre, nadie está a salvo del asesino que mató a su religiosa. Si se trata de una secta y esa secta la amenaza, puede estar segura de que volverán y de que no serán sus oraciones lo que los detenga.
—¿Y piensa en serio que su arma o su insignia podrán hacerlo?
—Yo no he dicho eso.
Con la boca torcida por la cólera, la anciana religiosa se yergue en el sillón. Su voz se eleva en la oscuridad.
—Agente especial Parks, la Iglesia es una antiquísima institución llena de secretos y de misterios. Hace más de veinte siglos que guiamos a la humanidad a través de las tinieblas de su destino. Hemos sobrevivido a las herejías y a la agonía de los imperios. Desde el amanecer de los tiempos, numerosos santos rezan de rodillas en nuestras abadías y nuestros conventos para mantener a raya a la Bestia. Hemos visto cómo miles de almas se extinguían, hemos sufrido la peste, el cólera, las cruzadas y mil años de guerra. ¿Y cree sinceramente que puede detener usted sola la amenaza que se acerca?
—Puedo ayudarlas, madre.
—Solo Dios puede hacerlo, hija.
Sin darse cuenta, Marie ha retrocedido varios pasos ante las airadas palabras de la madre Abigaïl. La puerta del despacho se abre chirriando. Se dispone a seguir a la recoleta cuando la superiora del convento añade:
—¿Cree usted en las auras?
Parks se vuelve lentamente.
—¿En qué?
—En las auras. Los colores del alma que envuelven el cuerpo como un resplandor espectral. A su alrededor solo distingo azul y negro.
—¿Y qué significa eso?
—Significa que va a morir muy pronto, agente especial Marie Parks.
—Le dejo la antorcha y un puñado de velas. Hágalas durar volviendo a poner los regueros de cera en la llama, porque no dispondrá de ninguna otra fuente de luz.
Deteniéndose en el hueco de la puerta, Parks aspira el aire viciado de la celda. Luego se vuelve hacia la religiosa.
—¿Y usted?
—Yo ¿qué?
—¿Cómo encontrará el camino?
—No se preocupe por eso. Ahora duerma. Volveré cuando amanezca.
Tras pronunciar estas palabras, la anciana religiosa cierra la puerta con dos vueltas de llave. Cuando el arrastrar de sus sandalias sobre el suelo deja de oírse, Parks se pone en tensión al percibir un lamento lejano que se filtra a través de las paredes. Gritos humanos. Cierra los ojos. No puede ceder al pánico, al menos en plena noche. Y mucho menos en un convento de viejas locas encaramado a dos mil quinientos metros de altitud en medio de ninguna parte. Marie esboza una sonrisa. El ruido del viento que sopla fuera; es eso lo que ha tomado por gritos. Desde el despacho de la madre Abigaïl, en la planta baja, ha subido siguiendo a la religiosa setenta y dos peldaños de una escalera de caracol. Por lo tanto, debe de estar en algún lugar entre el segundo y el cuarto piso del edificio, en la cara expuesta a la tormenta. Ráfagas de viento que ningún obstáculo detiene se precipitan con fuerza sobre el convento como si fuera la cubierta de un barco. Mientras oye cómo los elementos se desencadenan, Parks se siente casi tan sola como cuando estaba prisionera del coma. El silencio dentro y los mugidos lejanos del mundo fuera.
Una burbuja de cera estalla en la superficie de la antorcha y hace saltar astillas prendidas que crepitan sobre el suelo. Marie las aplasta con un pie. Después levanta la antorcha y examina lo que será su refugio hasta el final de la tormenta.
Las paredes están hechas con bloques de granito encalados donde han atornillado una hilera de percheros de hierro. Una cruz potenzada, medio borrada por innumerables pisadas, está pintada en el suelo. Una cruz azafrán y oro, símbolo de las recoletas. Parks se queda inmóvil en el centro. Al fondo de la celda, ve un calendario colgado sobre un camastro y una mesilla de noche en la que hay apiladas varias obras polvorientas. A la izquierda, un bloque de piedra empotrado en la pared y un taburete de madera sirven de mesa de estudio. En la esquina derecha, una palangana con el esmalte cuarteado y un viejo aguamanil hacen las veces de cuarto de baño. Arriba, un espejo salpicado de óxido refleja un crucifijo colgado en la pared de enfrente. Un armario metálico gris y frío completa el mobiliario.
Parks dispone de una decena de velas en los candeleros que adornan la mesa de piedra. Frota una cerilla y contempla la bolita de azufre que prende entre sus dedos. Luego enciende una a una las velas, haciendo muecas de dolor mientras la cerilla se consume. Las tinieblas oscilan y un delicioso perfume de cera caliente se extiende por la celda. Marie finaliza su inspección. Ni servicio ni agua corriente. Ni un solo retrato ni fotos en blanco y negro de la antigua vida de la recoleta. Ningún recuerdo de lo que era antes de tomar los hábitos, como sí su memoria hubiera sido borrada cuando las puertas del convento se cerraron a su espalda.
La joven examina el calendario clavado en la pared, uno de esos cuyas páginas se arrancan para pasar al día siguiente: sábado 16 de diciembre, fecha de la muerte de la recoleta. Desde entonces, nadie había tenido valor para arrancar las hojas. Seguramente por superstición. Marie las pasa hasta llegar al día actual. Un montón de hojas que desprende cuidadosamente antes de contarlas: han trascurrido sesenta y tres días desde la muerte de la recoleta. Marie abre el cajón de la mesilla de noche y deja caer las hojas en su interior. Después se sienta en el camastro y se interesa por los libros que la anciana religiosa consultaba unas horas antes de su fallecimiento, obras sobre los mitos fundadores de las religiones. Parks enciende un cigarrillo y abre uno al azar.
Es un trabajo inglés del siglo XIX. Su autor describe el hallazgo de miles de tablillas de barro durante las excavaciones de la antigua ciudad mesopotámica de Nínive. En la undécima tablilla, los arqueólogos descubrieron la epopeya del rey sumerio Gilgamesh. Según la leyenda, Gilgamesh partió en busca del único superviviente de un gigantesco cataclismo que al parecer asoló la Tierra en el año 7500 antes de Cristo: unas lluvias torrenciales que provocaron el desbordamiento de los mares y los océanos.
También según las tablillas de Nínive, justo antes de la catástrofe, el dios sumerio Ea advirtió en sueños a un personaje legendario llamado Utnapishtim del cataclismo que iba a producirse. Así pues, tal como Ea le ordenó, Utnapishtim construyó una inmensa nave en la que metió una pareja de cada especie animal, así como una semilla de todas las plantas y de todas las flores que cubrían la Tierra. Parks nota que se le hace un nudo en la garganta. Lo que está leyendo es el Diluvio del Antiguo Testamento, el Arca de Noé salvando a los animales de la cólera de Dios, el relato del amanecer del mundo.
Con nerviosismo, la joven hojea la obra siguiente: una traducción del Satapatha Brahmana, uno de los nueve libros sagrados de los hindúes, que data del siglo VII antes de Cristo. En ese relato, con numerosas notas hechas por la monja, Noé se llamaba Manu y era la diosa Visnú disfrazada de pez quien le advertía de la inminencia del Diluvio y le ordenaba construir una embarcación. En esta ocasión no intervenía la cólera de Dios sino lo que los hindúes llaman el soplo de Brahma, el que crea espirando y luego destruye su creación inspirando el aire que le servirá para su siguiente creación.
Con soplo de Brahma o sin él, la cuestión era que el cielo se incendió y, después de que siete soles ardientes hubieran secado la tierra y los océanos, llovió a mares durante siete largos años. Una vez más, el número siete.
Parks enciende otro cigarrillo con la colilla del primero. En el libro siguiente, el Noé de los persas se llama Yima y es el dios Ahura Mazda quien le advierte de la inminencia del peligro. Yima se refugia entonces en una fortaleza con los mejores hombres, los animales más hermosos y las plantas más generosas. Sigue un terrible invierno, al término del cual toda la nieve acumulada empieza a fundirse y cubre el mundo con una gruesa capa de agua helada.
Marie deja el libro sobre el camastro y pasa al siguiente: una obra escrita por unos etnólogos, que resume un siglo de exploraciones entre las tribus más alejadas del planeta. En todas partes, desde los grandes desiertos australianos hasta las selvas más espesas del continente sudamericano, habían encontrado el relato de un diluvio que se remontaba a varios siglos antes del nacimiento de Jesús. Como si las culturas más arcaicas hubieran sufrido una catástrofe que se había hecho legendaria, pero que se había producido realmente en tiempos inmemoriales.
Esos eran los libros de cabecera de la religiosa. Parks se dispone a cerrar el último cuando una frase escrita en el margen por la recoleta atrae su atención:
El Sin Nombre vuelve.
El Sin Nombre siempre vuelve.
Creemos que ha muerto, pero vuelve.
«Creemos que ha muerto, pero vuelve…» Eso es lo que la madre Abigaïl había mascullado cuando Parks le habló de Caleb.
Marie apaga el cigarrillo en un cuenco de barro cocido y se dirige hacia el armario, cuya puerta está entreabierta. En el interior, encuentra un fajo de hojas en las que la recoleta ha esbozado escenas de pesadilla: ancianas crucificadas, tumbas abiertas y bosques de cruces. Los mismos dibujos que en el cuaderno de Mary-Jane Barko.
En cada dibujo, la religiosa ha añadido una cruz roja envuelta en llamas, cuyos extremos forman una hilera de letras: INRI, el titulus de Jesucristo. Sobre esas siglas, la recoleta ha garabateado su significado y su traducción:
IANUS REX INFERNORUM
Este es Janus, el rey de los Infiernos
Parks siente que la angustia invade su corazón. Eso es lo que significaban los tatuajes de Caleb. No Jesús hijo de Dios, sino Janus, su doble, al mando de los Infiernos. El Sin Nombre.
La joven se dispone a cerrar el armario cuando ve en el suelo unas marcas de desgaste que parten de las patas del armario y vuelven a ellas. Como si el mueble hubiera sido desplazado numerosas veces para luego ser dejado exactamente en el mismo lugar: siempre el mismo movimiento, incesantemente repetido. Arqueando el cuerpo contra la pared, Parks empuja el armario hasta que las patas llegan al final de las marcas. Después examina el trozo de pared que acaba de dejar al descubierto. Es granito; sus asperezas rascan la superficie de la palma de sus manos. De pronto, estas detectan una superficie distinta. Marie va a buscar una vela y reanuda la inspección. El granito, duro y frío en otras zonas, allí se vuelve bruscamente más liso y está casi tibio. Marie da unos golpes con los nudillos. Suena a hueco. Seguramente es una tabla de madera cubierta de cal. La arranca con la punta de los dedos y descubre, excavado en la pared, un hueco de un tamaño equivalente al de un ladrillo grande, que la anciana recoleta debía de haber troceado pacientemente antes de deshacerse con discreción de los fragmentos en el patio del convento. Aquello debía de haberle llevado noches de trabajo silencioso.
Registrando el hueco, Parks nota que sus dedos entran en contacto con el cuero polvoriento de una vieja encuadernación, atada con una faja de tela. La saca. En el interior, encuentra un legajo de pergaminos de trama gastada y bordes deteriorados por el paso del tiempo. La joven los dispone sobre la mesa de piedra y acerca un candelero para iluminarlos sin correr el riesgo de chamuscar su superficie. Después se sienta en el taburete y comienza a leer en voz baja aquellas líneas; las palabras escritas con pluma parecen danzar ante sus ojos.
El primer pergamino está fechado el 11 de julio del año de desgracia 1348, el año de la gran peste negra. Es un informe secreto expedido en Aviñón por el inquisidor general Thomas Landegaard, que ha sido designado por Su Santidad el papa Clemente VI para investigar una matanza de recoletas que se ha producido en plena epidemia en la fortaleza de Nuestra Señora del Cervino, un convento desde el que se domina la localidad suiza de Zermatt.
Según el informe de Landegaard, en la noche del 14 al 15 de enero de 1348, unos jinetes errantes atacaron esa congregación perdida en medio de las montañas y todas aquellas infelices fueron torturadas y destripadas con excepción de una: una anciana recoleta que consiguió huir llevándose un manuscrito muy antiguo, el evangelio de Satán. Parks abre los ojos como platos. A juzgar por lo que dice el inquisidor, los jinetes mataron a las religiosas del Cervino precisamente para hacerse con ese manuscrito. El mismo evangelio que Caleb intentó recuperar asesinando a las recoletas durante su demencial recorrido por África y Estados Unidos. Los mismos crímenes con un intervalo de siete siglos.
Marie termina de leer el documento. Esa noche de enero de 1348, la monja superviviente desapareció. Sin duda cruzó la frontera siguiendo la línea de montañas, pues el inquisidor afirma que su rastro se pierde en esa dirección y que nadie sabe qué ha sido del misterioso evangelio que transportaba.
El segundo pergamino, también firmado por Landegaard, data del 15 de agosto de 1348. Fue expedido a través de un correo desde la ciudad de Bolzano. En ese momento hace cuatro semanas que el inquisidor va tras la pista de la recoleta siguiendo la ruta de las montañas. Una pista dejada seis meses atrás. ¿Cómo pudo sobrevivir a los terribles rigores del invierno de 1348 y a los vientos helados que arrastraban los miasmas de la gran peste negra? Landegaard lo ignora.
La respuesta se encuentra un poco más adelante. Landegaard explica que la recoleta encontró asilo en otras congregaciones, al otro lado de los Alpes: la fortaleza de los marianistas de Ponte Leone, los trapenses del monasterio de Maccagno Superiore, cuyos muros dominan las aguas glaciales del lago de Como, la comunidad carmelita de Pia San Giacomo y las de Cima di Rosso y Matinsbrück, en la frontera tirolesa. Esos conventos y monasterios fueron atacados a su vez poco después de la marcha de su protegida, y sus miembros fueron torturados y crucificados. Tales son los macabros descubrimientos que Landegaard ha hecho en el transcurso de esas interminables semanas en las que ha seguido el rastro de la recoleta. Lo que significa que los jinetes errantes siguieron esa pista antes que él… O no. Leyendo los estremecedores relatos del inquisidor, uno se da cuenta de que es otra cosa lo que se había lanzado seis meses atrás tras el rastro de la anciana religiosa. Un asesino solitario, un predador que penetró a hurtadillas entre esos muros y mató noche tras noche a los miembros de esas congregaciones. Un monje… o algo innombrable que se metió bajo el santo sayal. Parks vuelve unas líneas atrás para asegurarse de que lo que acaba de leer no se lo ha dictado su imaginación. Un monje.