El evangelio del mal (39 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Contrariamente a lo que había imaginado, el paso secreto no da directamente a la Cámara sino a una galería estrecha que parece serpentear bajo el Vaticano, un túnel de la altura de un hombre que los arquitectos de la Edad Media reforzaron con pesadas vigas.

Avanzando por el sótano, monseñor Ballestra cuenta doscientos pasos en dirección a la basílica. Luego, el eco de sus pasos parece amplificarse, las tinieblas empiezan a ensancharse a su alrededor y el aire se vuelve más fresco: la Cámara de los Misterios. Ballestra se detiene y da una vuelta completa sobre sí mismo recorriendo la sala con la linterna.

La Cámara es más grande de lo que había imaginado. Cuarenta metros de largo por una veintena de ancho. Una sala baja y abovedada cuyos arcos se unen en dos filas de pilares lo suficientemente resistentes para sostener varios miles de toneladas de empuje. Lo que parece demostrar que la Cámara fue excavada en su momento en los cimientos de un monumento que ya existía —en concreto, la basílica de San Pedro-y que los arquitectos tomaron la precaución de apuntalarlo sólidamente para no arriesgarse a que aparecieran en el suelo del edificio superior grietas que habrían delatado la existencia de esa sala subterránea.

Mientras Ballestra deambula entre las tinieblas, su linterna ilumina innumerables frescos que decoran las paredes de granito blanco: escenas de otro siglo que describen el combate de los arcángeles contra las fuerzas del Mal. Más adelante, gigantescos cuadros con los colores cuarteados relatan los grandes procesos de la Inquisición y las sesiones de torturas infligidas a los herejes: el banco de estiramiento donde desgarraban los tendones, la prensa de huesos, la máscara de hierro candente y la parrilla donde asaban el brazo del sospechoso, cuya carne chamuscada untaban con la grasa que iba chorreando.

Ballestra apunta con la linterna el espacio entre los pilares de la sala. Cubículos de mármol albergan pesados escritorios de madera maciza y estanterías forradas de púrpura. Ahí es donde se encuentran los archivos secretos de todos los papas, desde León Magno hasta Juan Pablo II. Ballestra observa que una treintena de esos cubículos han sido construidos en mármol negro; parecen destinados a archivar los documentos transmitidos por los antipapas y los pontífices malditos: los que fueron indebidamente entronizados, mientras otro papa ocupaba ya el trono de Pedro, y los que traicionaron la dignidad de su cargo. Los prevaricadores, los envenenadores, los fornicadores y los apóstatas.

Recorriendo estelas blancas y negras, Ballestra retrocede en el tiempo hasta el cubículo del papa León Magno, a quien se debía la creación de las dos órdenes más secretas de la Iglesia: la de los archivistas, de la que Ballestra forma parte, y la de las hermanas recoletas. En esa época fue cuando todo empezó.

Capítulo 117

Ballestra hace una genuflexión antes de descorrer la cortina de terciopelo que protege la correspondencia secreta de León Magno. Rollos y pergaminos aparecen bajo el haz de luz de su linterna. El archivista los coge uno tras otro y los deja sobre el escritorio. El papel cruje entre sus dedos mientras los desenrolla con precaución. Los documentos son tan antiguos que la tinta utilizada para redactarlos se reduce ahora a unos reflejos azulados.

El archivista empieza analizando los correos secretos que León dirigió a Atila en el año 452, cuando los hunos amenazaban Roma. Cortas misivas en las que se hablaba de los preparativos de su futuro encuentro en las colinas de Mantua.

El mensaje siguiente data del 4 de octubre de 452, el día posterior al encuentro. León Magno acaba de regresar a Roma con dos carretas cargadas de pergaminos que Atila le ha devuelto en muestra de respeto. El cargamento de papel procede de los monasterios de Oriente saqueados por los hunos. León se encierra en sus aposentos, de los que no sale hasta una semana más tarde, exhausto y más delgado.

Ballestra registra el cubículo y encuentra varios rollos más, de los que rompe los sellos. León Magno consignó páginas enteras de notas tomadas durante la lectura de un manuscrito maldito encontrado en las carretas de Atila, un texto tan lleno de negrura que el Papa decidió enviarlo lo más lejos posible de Roma. Con este fin, lo entregó a la joven orden de los archivistas, que acababa de crear; sus primeros miembros escoltaron la obra hasta un viejo monasterio cercano a Alepo, donde cayó de nuevo en el olvido.

Antes de cerrar el cubículo, Ballestra desenrolla un último pergamino cuyo papel agrietado por el tiempo recoge una especie de testamento. No, más bien una advertencia que Su Santidad dirige a sus sucesores bajo el sello del secreto absoluto.

La carta data del 7 de noviembre de 461, es decir, tan solo tres días antes de la muerte de León Magno. Las líneas están casi borradas y en algunos lugares los surcos trazados por la pluma ya no contienen sino polvo de tinta. Por lo que Ballestra consigue leer, Su Santidad describe a sus futuros sucesores el terrible contenido del manuscrito descubierto en las carretas de Atila. Según él, se trata de un testimonio de la muerte de Jesucristo, un evangelio que insulta gravemente al Creador sustituyendo la historia del Mesías por otra. Según ese texto, Jesucristo renegó de Dios en la cruz y se transformó en un animal vociferante y blasfemo que los romanos se vieron obligados a rematar a bastonazos. Entonces aparecieron señales en el cielo y un denso humo negro se elevó desde la cruz hacia las nubes: el humo negro de Satán.

Los ojos del archivista se agrandan al descubrir un grabado que el Papa realizó con estilete en una lámina de cobre. Es una reproducción del retrato que ilustra la guarda del manuscrito, y representa a un Cristo con la boca torcida por el odio y el sufrimiento que maldice a la muchedumbre y al Cielo. Debajo de ese grabado, León copió también un significado oculto del titulus que supuestamente los romanos clavaron sobre la cabeza de la cosa: Ianus Rex Infernorum. «Este es Janus, rey de los Infiernos.» Ballestra se sobresalta al leer el título que León Magno puso a ese manuscrito que no tenía ninguno: el evangelio de Satán. El archivista cierra los ojos. Por tanto, lo que todos habían tomado por una leyenda funesta, ese Mesías de las tinieblas que gritaba en la cruz y ese evangelio salido del Mal que daba testimonio de su historia, estaba probado.

Capítulo 118

Ballestra vuelve sobre sus pasos y registra uno a uno los cubículos de los sucesores de León Magno. Una multitud de pergaminos, que desenrolla sobre los escritorios para leerlos a la luz de la linterna. En el cubículo de Pascual II es donde finalmente encuentra el rastro del manuscrito.

Cuidadosamente conservado en el monasterio cercano a Alepo, donde León lo había mandado con su escolta, el evangelio de Satán permaneció en el olvido durante casi siete siglos. Hasta el año 1104, a raíz de la primera cruzada. Un tal Guillermo de Sarkopi, capitán al mando de la retaguardia del ejército del príncipe normando Bohemundo, lo encontró entonces medio enterrado bajo la arena entre los esqueletos de sus guardianes. Sarkopi envió una carta a Roma para informar al Papa. Ese correo, fechado el 15 de septiembre del año de gracia 1104, es el que Ballestra lee en voz alta:

Santidad:

Hemos descubierto el día de hoy, cerca de Alepo, un monasterio construido en adobe; la congregación, compuesta de once almas, parece haber sido exterminada por un extraño mal. Reproduzco aquí el blasón de esa cofradía a fin de que podáis encontrar sus orígenes. Pero, por lo que saben los monjes que me acompañan, este escudo no guarda parecido con ningún otro. Como si esa orden no hubiera existido jamás o hubiera nacido en secreto por deseo de algunos poderosos prelados.

Más extraño aún es que esa congregación no parece haber tenido otra razón de ser que la de preservar manuscritos antiguos, que hemos encontrado en las grutas del monasterio. Entre esas obras que llevan señales de Oriente y la marca de la Bestia, hay uno más malicioso todavía que los demás, alrededor del cual los cadáveres estaban formando un círculo, como si hubieran querido preservarlo hasta exhalar el último suspiro.

Antes de morir, el superior de esta cofradía tuvo tiempo de escribir una advertencia en la arena, hasta que el hueso de su dedo quedó paralizado en la última letra que había conseguido trazar. Esos trazos han permanecido intactos gracias a la inmovilidad y a la gran sequedad del aire que reina en estas grutas. He aquí lo que he podido leer después de que uno de mis lanceros italianos me las haya traducido, pues parece que estas letras de arena fueron escritas en la lengua de los mercenarios de Génova.

Un crujido de papel. Ballestra recorre las líneas que Sarkopi copió a partir de las inscripciones trazadas un siglo antes en la arena.

13 de agosto de 1061. Yo, fray Guccio Lega de Palisandro, caballero archivista a las órdenes de la Santa Sede, informo de que un mal incurable ha afectado a nuestra comunidad y de que, único superviviente de todos los míos, muero el día de hoy ordenando al que encuentre mis restos que manipule con precaución el manuscrito que he colocado en el centro de nuestros cadáveres. Porque es obra del Maligno y debe ser transportado sin demora a la primera fortaleza de la cristiandad, donde sus murallas puedan preservarlo de los ojos impíos. Desde allí, tendrá que ser llevado bajo escolta hasta Roma, donde únicamente Su Santidad podrá decidir lo que conviene hacer con él. Formulo aquí el deseo de que nadie cometa el irreparable sacrilegio de abrir esta maldita obra, so pena de que sus ojos se consuman y de que su alma se marchite para siempre».

Ballestra deja caer el pergamino al suelo y lee febrilmente el siguiente, tercera hoja del correo enviado a Roma por Sarkopi.

Santidad, tal como recomendaba esta advertencia, he hecho introducir el manuscrito en una funda de lona y lo conduzco ahora bajo la debida vigilancia a la fortaleza de San Juan de Acre, que el rey Balduino acaba de arrebatar a los árabes. Allí esperaré vuestras órdenes relativas al destino que debe reservarse a esta obra, la cual parece contener tanta negrura y tantos maleficios que creo poder afirmar que ha sido ella la que ha matado a sus guardianes.

Capítulo 119

Continuando su búsqueda en el cubículo de Pascual II, Ballestra encuentra un rollo atado con una cinta. Es un mensaje de puño y letra del Papa. Noviembre de 1104. Después de haber tenido conocimiento del correo enviado por Sarkopi, Su Santidad ordena al comandante de la guarnición de Acre que haga estrangular a aquel y que mande a su destacamento a primera línea para que sus mercenarios encuentren en el combate un fin digno de los servidores de Dios. El manuscrito tendrá que ser emparedado después en los sótanos de la fortaleza hasta que vayan a buscarlo.

Mientras deja el documento, Ballestra casi puede oír cómo se cierra silbando el cordón de cuero alrededor del cuello del joven caballero, cuyo único crimen ha sido desenterrar lo que debería haber permanecido enterrado para siempre. Ve también las flechas sarracenas que atraviesan la coraza de los hombres entregados al enemigo, en el transcurso de un ataque en el que no tenían ninguna posibilidad de salir con vida.

En los cubículos siguientes, el archivista no encuentra ningún otro rastro del evangelio durante casi ochenta años. Pero la toma de Acre por los ejércitos de Saladino, en 1187, volvería a avivar su recuerdo.

En el cubículo reservado a la correspondencia secreta del papa Celestino III es donde Ballestra encuentra el hilo que ha perdido. Julio de 1191. La tercera cruzada, dirigida por Ricardo Corazón de León, acaba de recuperar San Juan de Acre al término de un asedio que ha durado casi un año. Cuando los ejércitos de Saladino huyen, los cruzados penetran en la fortaleza y, entre ellos, los caballeros de la orden del Temple dirigidos por su gran maestre, Robert de Sablé.

Día tras día, los templarios inspeccionan la ciudad en busca de reliquias perdidas y de joyas olvidadas. Son especialistas en escondrijos secretos y salas ocultas, y conocen todas las técnicas empleadas por los árabes y los cristianos para esconder un tesoro. Así es como acaban dando con el evangelio, que el difunto comandante de la guarnición había hecho emparedar en los sótanos de la fortaleza.

Unas horas después de este descubrimiento, y mientras columnas de humo negro se elevan de las hogueras encendidas por los cruzados para quemar los cadáveres, Robert de Sablé suelta una paloma portadora de un mensaje con destino a Roma; el mismo que Ballestra acaba de encontrar en el cubículo de Celestino.

Santidad:

Acre ha caído y hemos descubierto dentro de sus muros un manuscrito extrañamente encuadernado que nos trae el recuerdo de otra obra que, según dicen, fue escoltada hasta aquí por la primera cruzada de Bohemundo. Sea leyenda o realidad, lo cierto es que este manuscrito fue emparedado en los sótanos con tantas precauciones como habrían tomado los albañiles encargados de la obra para esconder un tesoro o una maldición. Dado que este descubrimiento, ni de oro ni de plata, se sale del marco de mi misión, me tomo la libertad de informaros a fin de que podáis enviar una escolta de vuestros archivistas, que sin duda sabrán hacer buen uso de él.

Puesto que todavía queda por registrar el ala oeste de la fortaleza antes de que nos reunamos con los ejércitos de Corazón de León, permaneceré en Acre el tiempo que Vuestra Santidad necesite para organizar el retorno de este manuscrito a lugares menos expuestos a los profanadores y a los sin alma.

13 de julio del año de Cruzada 1191

Robert de Sablé,

gran maestre del Temple.

Capítulo 120

Otro puñado de pergaminos, que Ballestra acaba de sacar del cubículo de Celestino III. La respuesta al mensaje de Sablé llega a Acre los días 21, 22 y 23 de julio en forma de tal multitud de copias de la misma carta llevadas por tantas palomas mensajeras que el templario comprende de inmediato la importancia de su descubrimiento. El Papa le advierte que la obra no debe ser abierta bajo ningún concepto. Lo previene también de que un destacamento de archivistas se ha hecho ya a la mar para organizar su traslado. Por último, Su Santidad agradece a Sablé su desvelo y le concede mil indulgencias en recompensa por su trabajo.

Una vez tomada buena nota de ello, Robert de Sablé hace un cálculo rápido: puesto que la distancia que separa Acre de Roma no puede ser cubierta en menos de un mes de navegación y las palomas mensajeras ya han consumido de ese plazo cuatro días y tres noches para llegar hasta allí, le queda un poco más de tres semanas para asegurarse de que los secretos que contiene ese manuscrito no podrían servir a su propia causa antes de acabar para siempre en los sótanos del Vaticano. Así pues, acusa recibo a Su Santidad de sus mensajes y se encierra con sus mejores templarios en los sótanos de la fortaleza para estudiar el evangelio.

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