El evangelio según Jesucristo (10 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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Poco después, hartísimo, se quedó dormido en el regazo de la madre, y no despertará cuando ella, con mil precauciones, lo entregue al regazo del comedero como a la guarda de un ama cariñosa y fiel. Sentado a la entrada de la cueva, José continúa dándole vueltas a sus pensamientos, echando cuentas, qué va a hacer con su vida, sabe ya que en Belén no tiene ninguna posibilidad, ni siquiera como asalariado, pues lo ha intentado antes, sin resultado, a no ser las palabras de siempre, Cuando necesite un ayudante, te llamo, son promesas que no llenan la barriga, aunque este pueblo esté viviendo de promesas desde que nació.

Mil veces la experiencia ha demostrado, incluso en personas no particularmente dadas a la reflexión, que la mejor manera de llegar a una buena idea es ir dejando que fluya el pensamiento al sabor de sus propios azares e inclinaciones, pero vigilándolo con una atención que conviene que parezca distraída, como si se estuviera pensando en otra cosa y de repente salta uno sobre el inadvertido hallazgo como un tigre sobre la presa.

Fue así como las falsas promesas de los maestros carpinteros de Belén condujeron a José a pensar en Dios y en sus, de él, promesas verdaderas, de ahí al templo de Jerusalén y a las obras que aún se están haciendo, en fin, blanco es, gallina lo puso, ya se sabe que donde hay obras se necesitan obreros en general, canteros y picapedreros en primer lugar, pero también carpinteros, aunque sólo sea para escuadrar barrotes y aplanar planchas, primarias operaciones que están al alcance del arte de José. El único defecto que la solución presenta, suponiendo que le den el empleo, es la distancia que hay desde aquí al lugar del trabajo, una buena hora y media de camino, o más, a buen paso, que de aquí para allá todo son subidas, sin un santo alpinista para ayudarlo, salvo si lleva el burro, pero entonces tendrá José que resolver dónde deja seguro al animal, que no por ser esta tierra entre todas la preferida del Señor, se han acabado en ella los ladrones, basta ver lo que todas las noches viene diciendo el profeta Miqueas. Cavilando estaba José sobre estas complejas cuestiones cuando María salió de la cueva, acababa de dar de mamar al hijo y de abrigarlo en el comedero, Cómo está Jesús, preguntó el padre, consciente de la expresión un tanto ridícula de una pregunta formulada así, pero incapaz de resistirse al orgullo de tener un hijo y poder darle un nombre. El niño está bien, respondió María, para quien lo menos importante del mundo era el nombre, podría incluso llamarle niño toda su vida si no estuviera segura de que, fatalmente, otros hijos nacerían, llamar niños a todos sería una confusión como la de Babel. Dejando salir las palabras como si sólo estuviese pensando en voz alta, manera de no dar demasiada confianza, José dijo, Tengo que ver cómo me las arreglo mientras estemos aquí, en Belén no hay trabajo.

María no respondió ni tenía que responder, estaba allí sólo para oír y ya era mucho favor el que el marido le hacía. Miró José al sol, calculando el tiempo de que dispondría para ir y volver, entró en la cueva a recoger el manto y la alforja y al volver anunció, Con Dios me voy y a Dios me confío para que me dé trabajo en su casa, si para tan gran merced halla merecimientos en quien en él pone toda su esperanza y es honrado artesano. Cruzó el vuelo derecho del manto sobre el hombro izquierdo, acomodó en él la alforja, y sin más palabras se lanzó al camino.

En verdad, hay horas felices. Aunque las obras del Templo iban adelantadas, aún sobraba trabajo para nuevos contratados, sobre todo si no eran exigentes a la hora de discutir la soldada. José pasó sin dificultades las pruebas de aptitud a las que le sometió un capataz de carpinteros, resultado inesperado que nos debería hacer pensar si no hemos sido algo injustos en los comentarios peyorativos que, desde el principio de este evangelio, hemos hecho acerca de la aptitud profesional del padre de Jesús. Se fue de allí el novel obrero del Templo dando múltiples gracias a Dios, algunas veces detuvo en el camino a viandantes que con él se cruzaban y les pidió que lo acompañasen en sus alabanzas al Señor y ellos, benévolos, lo satisfacían con grandes sonrisas, que en este pueblo la alegría de uno fue casi siempre la alegría de todos, hablamos, claro está, de gentes del común, como eran éstas. Cuando llegó a la altura de la tumba de Raquel, se le ocurrió a José una idea que más parece subida de las entrañas que salida del cerebro, fue que esta mujer que tanto había deseado otro hijo, acabó muriendo, permítase la expresión, a manos de él y ni tiempo tuvo de conocerlo, ni una palabra, ni una mirada, un cuerpo que se separa del otro cuerpo, tan indiferente a él como un fruto que se desprende del árbol.

Después tuvo un pensamiento aún más triste, el de que los hijos mueren siempre por culpa de los padres que los generan y de las madres que los ponen en el mundo, y entonces sintió pena de su propio hijo, condenado a muerte sin culpa.

Angustiado, confuso, postrado ante la tumba de la esposa más amada de Jacob, el carpintero José dejó caer los brazos e inclinó la cabeza, todo su cuerpo se inundaba de un frío sudor y por el camino, ahora, no pasaba nadie a quien pudiera pedir auxilio.

Comprendió que por primera vez en su vida dudaba del sentido del mundo y, como quien renuncia a una última esperanza, dijo en voz alta, Voy a morir aquí, tal vez estas palabras, en otros casos, si fuésemos capaces de pronunciarlas con toda fuerza y convicción, como se les supone a los suicidas, estas palabras, digo, podrían, sin dolor ni lágrimas, abrirnos, por sí solas, la puerta por donde se sale del mundo de los vivos, pero el común de los hombres padece de inestabilidad emocional, una alta nube lo distrae, una araña tejiendo su tela, un perro que persigue a una mariposa, una gallina que araña la tierra y cacarea llamando a sus hijos, o algo aún más simple, del propio cuerpo, como sentir un picor en la cara y rascarla y luego preguntarse, En qué estaba pensando. De este modo, de un instante a otro, la tumba de Raquel volvió a ser lo que era, una pequeña construcción encalada, sin ventanas, como un dado partido, olvidado porque no hacía falta para el juego, manchada la piedra que cierra la entrada por el sudor y por la suciedad de las manos de los peregrinos que vienen aquí desde los tiempos antiguos, rodeada de olivos que quizá eran ya viejos cuando Jacob eligió este lugar para última morada de la pobre madre, sacrificando los que fue preciso para despejar el terreno, al fin bien puede afirmarse que el destino existe, el destino de cada uno en manos de los otros está.

Luego, José se marchó, pero antes dejó una oración, la que le pareció más apropiada al caso y al lugar, dijo, Bendito seas tú, Señor, nuestro Dios y Dios de nuestros padres, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, grande, poderoso y admirable Dios, bendito seas. Cuando entró en la cueva, antes incluso de informar a su mujer de que ya tenía trabajo, José fue al comedero a ver al hijo, que dormía. Y se dijo luego, Morirá, tendrá que morir, y el corazón le dolió, pero después pensó que, según el orden natural de las cosas, tendrá que ser él quien primero muera y esa muerte suya, al retirarlo de entre los vivos, al hacer de él ausencia, dará al hijo una especie de, cómo decirlo, de eternidad limitada, valga la contradicción, la eternidad que es continua todavía durante algún tiempo más cuando los que conocemos y amamos ya no existen.

No había advertido José al capataz de su grupo de que sólo iba a permanecer allí unas semanas, sin duda no más de cinco, el tiempo de llevar el hijo al Templo, purificarse la madre y hacer el equipaje.

Se lo calló por miedo a que no lo admitieran, detalle que demuestra que no estaba el carpintero nazareno muy al día de las condiciones laborales de su país, probablemente por considerarse y realmente ser trabajador por cuenta propia y distraído, por tanto, de las realidades del mundo obrero, en aquel tiempo compuesto, casi exlusivamente, por jornaleros. Se mantenía atento a la cuenta de los días que faltaban, veinticuatro, veintitrés, veintidós y, para no equivocarse, improvisó un calendario en una de las paredes de la cueva, diecinueve, con unas rayas que iba sucesivamente cortando, dieciséis, ante el pasmo respetuoso de María, catorce, trece, que daba gracias al Señor por haberle dado, nueve, ocho, siete, seis, marido en todo tan mañoso. José le había dicho, Nos iremos inmediatamente después de la presentación en el Templo, que ya echo de menos Nazaret y los clientes que allí dejé, y ella, suavemente, para que no pareciera que lo enmendaba, Pero no podemos irnos de aquí sin darles las gracias a la dueña de la cueva y a la esclava que me atendió, que casi todos los días viene a saber cómo va el niño. José no respondió, nunca confesaría que no se le había ocurrido una cortesía tan elemental, la prueba está en que su primera intención era llevar el burro ya cargado, dejarlo en custodia mientras durase el ritual y, hala, para Nazaret, sin perder tiempo con agradecimientos y adioses.

María tenía razón, sería una grosería que se fueran de allí sin decir palabra, pero la verdad, si en todas las cosas la pobrecilla prevaleciese, lo obligaría a confesar que en materia de buena educación estaba bastante falto. Durante una hora, por culpa de su propio yerro, anduvo irritado con su mujer, sentimiento que habitualmente le servía para sofocar recriminaciones de la conciencia. Se quedarían, pues, dos o tres días más, se despedirían en buena y debida forma, con tales reverencias que no quedarán dudas ni deudas, y entonces, sí, podrían partir, dejando en los moradores de Belén el recuerdo feliz de una familia de galileos piadosos, bien educados y cumplidores del deber, excepción notable, si tenemos en cuenta la mala opinión que de las gentes de Galilea tienen en general los habitantes de Jerusalén y sus alrededores.

Llegó, por fin, el memorable día en que el niño Jesús fue llevado al Templo en brazos de su madre, cabalgando ella el paciente asno que desde el principio acompaña y ayuda a esta familia. José lleva el burro del ronzal, tiene prisa por llegar, pues no quiere perder todo un día de trabajo, pese a estar en vísperas de la partida. También por esta razón salieron de mañana, cuando la fresca madrugada está aún empujando con sus manos aurorales la última sombra de la noche. La tumba de Raquel quedó ya atrás.

Cuando ellos pasaron, la fachada tenía un color ardiente de granada, no parecía la misma pared que la noche opaca hace lívida y a la que la luna alta da una amenazadora blancura de huesos o cubre de sangre en el amanecer. Poco después, el infante Jesús despertó, pero ahora de verdad, porque antes apenas abrió los ojos cuando su madre lo enfajó para el viaje, y pidió alimento con su voz de llanto, única que hoy tiene. Un día, como cualquiera de nosotros, aprenderá otras voces y gracias a ellas sabrá expresar otras hambres y experimentar otras lágrimas.

Ya cerca de Jerusalén, en la empinada ladera, la familia se confundió con la multitud de peregrinos y vendedores que afluían a la ciudad, parecían todos empeñados en llegar antes que los demás, pero, por cautela, moderaban las prisas y refrenaban su excitación a la vista de los soldados romanos que, a pares, vigilaban las aglomeraciones y, de vez en cuando, también algún pelotón de la tropa mercenaria de Herodes, donde se podía encontrar de todo, reclutas judíos, desde luego, pero también idumeos, gálatas, tracios, germanos y galos y hasta babilonios, con su fama de habilísimos arqueros. José, carpintero y hombre de paz, combatiente con esas pacíficas armas que se llaman garlopa y azuela, mazo y martillo, o clavos y clavijas, tiene, ante estos bravucones, un sentimiento mixto, mucho de temor, algo de desprecio, que no deja de ser natural, aunque sólo sea por su manera de mirar. Por eso va con la cabeza baja y es María, esa mujer que siempre está metida en casa, y en estas semanas más resguardada aún, oculta en una cueva donde sólo es visitada por una esclava, es María quien va mirándolo todo a su alrededor, curiosa, con la barbilla un poco alzada con orgullo comprensible pues lleva ahí a su primogénito, ella, una débil mujer, pero muy capaz, como se ve, de dar hijos a Dios y a su marido.

Tan irradiante va en felicidad que unos toscos y cerriles mercenarios galos, rubios, de grandes bigotes colgantes, armas al cinto, pero quizá de blando corazón, se supone, ante este renuevo del mundo que es una joven madre con su primer hijo, estos guerreros endurecidos sonríen al paso de la familia, con podridos dientes sonrieron, es cierto, pero lo que cuenta es la intención.

Ahí está el Templo. Visto así, de cerca, desde el plano inferior en que estamos, es una construcción que da vértigo, una montaña de piedras sobre piedras, algunas que ningún poder del mundo parecería capaz de aparejar, levantar, asentar y ajustar, y con todo están allí, unidas por su propio peso, sin argamasa, tan simplemente como si el mundo fuese, todo él, una construcción de armar, hasta los altísimos cimacios que, vistos desde abajo, parecen rozar el cielo, como otra diferente torre de Babel que la protección de Dios, pese atodo, no logrará salvar, pues un igual destino la espera, ruina, confusión, sangre derramada, voces que mil veces preguntarán, Por qué, imaginando que hay una respuesta, y que más tarde o más temprano acaban callándose, porque sólo el silencio es cierto. José dejó el asno en un caravasar donde las bestias en tiempo de Pascua y otras fiestas no tendrían ni espacio para que un camello se sacudiera las moscas con el rabo, pero que en estos días, pasado el plazo del censo y regresados los viajeros a sus tierras, no tenía más que su ocupación normal, en este momento bastante disminuida en virtud de la hora matutina. Sin embargo, en el Atrio de los Gentiles, que rodeaba, entre el gran cuadrilátero de las arcadas, el recinto del Templo propiamente dicho, había ya una multitud de gente, cambistas, pajareros, tratantes que vendían borregos y cabritos, peregrinos que siempre venían por un motivo u otro y también muchos extranjeros atraídos por la curiosidad de conocer el templo que mandó construir Herodes y del que en todo el mundo se hablaba. Verdad es que siendo el patio lo que era, aquella inmensidad, alguien que se encontrase en el lado opuesto parecería un minúsculo insecto, como si los arquitectos de Herodes, tomando para sí la mirada de Dios, hubieran querido subrayar la insignificancia del hombre ante el Todopoderoso, mayormente tratándose de gentiles. Porque los judíos, si no vienen sólo a pasear como ociosos, tienen en el centro del atrio su objetivo, el centro del mundo, el ombligo de los ombligos, el santo de los santos. Hacia allí van caminando el carpintero y su mujer, hacia allí llevan a Jesús, después de haber comprado el padre dos tórtolas a un comisario del templo, si la designación es apropiada para quien sirve al monopolio de este religioso negocio. Las pobres tortolillas no saben a qué van, aunque el olor de carne y de plumas quemadas que planea por el patio no debería engañar a nadie, sin hablar de olores mucho más fuertes, como el de la sangre, o el de la bosta de los bueyes arrastrados al sacrificio y que de premonitorio miedo se ensucian lastimosamente. José es el que lleva las tórtolas, apretadas en el cuenco de sus gruesas manos de obrero, y ellas, ilusas, le dan, de pura satisfacción, unos picotazos suaves en los dedos, curvados en forma de jaula, como si quisieran decirle al nuevo dueño, Menos mal que nos has comprado, contigo nos queremos quedar. María no repara en nada, ahora sólo tiene ojos para el hijo y la piel de José es demasiado dura para sentir y descifrar el morse amoroso de la pareja de tortolillas.

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