—¡Quédese! ¡Ahora tiene que saberlo todo aquí!
—¿Por qué aquí, Christine? Temo por usted del fresco de la noche.
—No debemos temer más que a las trampillas, amigo mío, y aquí nos encontramos en el confín del mundo de las trampillas… Además, no puedo verlo fuera del teatro… No es éste el momento de contrariarlo… No despertemos sus sospechas…
—¡Christine, Christine! Algo me dice que hacemos mal en esperar hasta mañana por la noche y que deberíamos huir ahora mismo.
—Le digo que, si no me oye cantar mañana por la noche, tendrá un gran disgusto.
—Es muy difícil no hacer sufrir a Erik y a la vez huir para siempre…
—En esto tiene razón, Raoul…, ya que lo más probable es que él se muera si me voy… —y la joven añadió con voz sorda—: Pero eso no impide que debamos irnos, ya que, de lo contrario, nos arriesgamos a que él nos mate.
—¿La ama entonces?
—¡Hasta el crimen!
—Pero su escondrijo no puede ser imposible de encontrar…
Podemos ir a buscarlo allí. Si Erik no es un fantasma, se le puede hablar e incluso obligarlo a responder. Christine negó con la cabeza.
—¡No, no! No puede intentarse nada contra Erik… Lo único posible es huir.
—¿Y cómo, teniendo la oportunidad de huir, volvió usted a él?
—Porque era necesario… Y lo entenderá cuando le explique cómo pude salir de su casa…
—¡Oh, cuanto lo odio!… —exclamó Raoul—. Y usted, Christine, dígame…, debe decirme algo para que yo pueda escuchar con calma el resto de esta extraordinaria historia de amor… ¿Y usted, le odia?
—¡No! —dijo tan sólo Christine.
—Entonces, ¿para qué hablar?… ¡Usted lo ama! ¡Su miedo, sus terrores, todo no es más que amor, y del más apasionado! De los que no se confiesan —explicó Raoul con amargura—. De los que estremecen cuando se piensa en él… ¡Piense, un hombre que vive en un palacio bajo tierra!
Y soltó una carcajada.
—¿Usted qué quiere? ¿Que vuelva? —le interrumpió brutalmente la joven… Tenga cuidado, Raoul, se lo he advertido: ¡ya no saldría jamás!
Y se hizo un espantoso silencio entre ellos tres…, ellos dos que hablaban y la sombra que escuchaba detrás…
—Antes de responderle quisiera saber qué sentimientos le inspira a usted él, sino lo odia.
—¡Horror! —le contestó ella…, y pronunció estas palabras con tal fuerza que cubrieron los suspiros de la noche—. ¡Eso es lo terrible!… —siguió diciendo febrilmente—. Le tengo horror y no lo detesto. ¿Cómo podría odiarlo, Raoul? Contemplé a Erik a mis pies, en la mansión del lago, bajo tierra. Él mismo se acusa, se maldice, ¡implora mi perdón!…
»Reconoce su impostura. ¡Me ama! ¡Despliega ante mí un intenso y trágico amor!… ¡Me ha raptado por amor!… Me ha encerrado con él en la tierra por amor…, pero me respeta, se arrastra, gime, llora… Y cuando me levanto, Raoul, cuando le digo que sólo puedo despreciarle si no me devuelve inmediatamente la libertad que me ha quitado, cosa extraña…, me la ofrece… No tengo más que irme… Está dispuesto a enseñarme el misterioso camino… Lo que ocurre es que él también se ha levantado y me veo obligada a recordar que, si no es fantasma ni ángel ni genio, sigue siendo la Voz, ¡ya que canta!…
»¡Y yo lo escucho… y me quedo!
»Aquella noche no intercambiamos ni una palabra más… ¡Cogió un arpa y se puso a cantarme, con voz de hombre, voz de ángel, la romanza de Desdémona! El recuerdo de que yo tenía de haberla cantado me avergonzaba. Hay una virtud en la música que hace que no exista nada en el mundo exterior fuera de esos sonidos que invaden el corazón. Olvidé mi extravagante aventura. Sólo revivía la voz, y la seguía embriagada en su viaje armonioso. Formaba parte del rebaño de Orfeo. Me paseó por el dolor y la alegría, el martirio y la desesperación, la dicha, la muerte y los himeneos triunfantes… Yo escuchaba… Aquella voz cantaba… Me cantó fragmentos desconocidos…, y me hizo escuchar una música nueva que me causó una extraña impresión de dulzura, languidez y reposo… Una música que, después de haber elevado mi alma, la apaciguó poco a poco y la condujo hasta el umbral del sueño. Me quedé dormida.
»Cuando desperté me encontraba sola en un sofá, en una pequeña habitación muy sencilla, amueblada de una vulgar cama de caoba y paredes cubiertas de tela de Jouy, iluminada por una lámpara que descansaba sobre el mármol de una vieja cómoda estilo Luis Felipe. ¿Qué era aquel nuevo decorado?… Me pasé la mano por la frente como para rechazar un mal sueño… Pero ¡ay!, por desgracia no tardé mucho en darme cuenta de que no había soñado… ¡Estaba prisionera y no podía salir de mi habitación más que para entrar en un cuarto de baño muy bien acondicionado! Agua caliente y agua fría a voluntad. Al volver a mi habitación, vi sobre la cómoda una nota escrita en tinta roja que exponía exactamente cuál era mi triste situación y que, si aún no lo había entendido, me quitaba todas las dudas acerca de la realidad de los acontecimientos: “Mi querida Christine, decía la nota, no tengas miedo respecto a tu destino. No tienes en el mundo un amigo más fiel y respetuoso que yo. Cuando leas esta nota, estarás sola en esta morada, que te pertenece. Salgo para dar una vuelta por las tiendas y traerte toda la ropa que puedes necesitar”.
»—Decididamente —exclamé—, ¡he caído en manos de un loco! ¿Qué va a ser de mí? ¿Cuánto tiempo piensa ese miserable tenerme encerrada en su prisión subterránea?
»Como una enajenada, recorrí mi pequeño apartamento, buscando siempre una salida que no encontré. Me acusé amargamente de mí estúpida superstición y sentí un placer enorme en burlarme de la perfecta inocencia con la que había acogido, a través de las paredes, a la Voz del genio de la música… ¡Cuando una es tan tonta, se está a merced de las más inauditas catástrofes! ¡Me lo había merecido! Tenía ganas de golpearme y me puse a reír y a llorar a la vez. En este estado me encontró Erik.
»Después de dar tres golpecitos secos en la pared, entró tranquilamente por una puerta que yo no había sabido descubrir y que dejó abierta. Venía cargado de cajas y paquetes que dejó inmediatamente encima de mi cama, mientras yo lo insultaba y lo desafiaba a quitarse la máscara si es que tenía la pretensión de ocultar un rostro de hombre honrado.
»—Nunca verás el rostro de Erik —me contestó con gran serenidad:
»Y me reprochó por no haberme aseado aún a aquellas horas.
Se dignó explicarme que eran las dos de la tarde. Me dejaba media hora de tiempo. Mientras hablaba, ponía mi reloj en hora, tras lo cual me invitó a pasar al comedor donde nos esperaba, anunció, un excelente desayuno. Yo tenía mucha hambre, le cerré la puerta en sus narices y entré en el cuarto de baño. Me bañé, después de dejar a mi lado un magnífico par de tijeras con las que estaba decidida a darme muerte si Erik, después de haberse comportado como un loco, dejaba de comportarse como un hombre honrado… El baño me hizo un gran bien y cuando reaparecí ante Erik, había tomado la sabia decisión de no insultarlo ni herirlo y, por el contrario, de halagarlo para obtener una rápida libertad. Habló él primero acerca de los proyectos que tenía sobre mí, precisándomelos para tranquilizarme. Le gustaba demasiado mi compañía para verse privado de ella inmediatamente, como por un momento había consentido el día anterior. Ante la expresión indignada de mi horror, yo debía entender que no había motivo para asustarme de tenerlo a mi lado; me amaba, pero ya no volvería a decírmelo si yo no se lo autorizaba, y el resto del tiempo lo pasaríamos con la música.
»—¿Qué entiende usted por el resto del tiempo?… —le pregunté.
»—Cinco días —me contestó con firmeza.
»—¿Y después seré libre?
»—Serás libre, Christine, ya que, transcurridos esos cinco días, habrás aprendido a no temerme. Entonces volverás para ver, de cuando en cuando, al pobre Erik…
»El tono en el que pronunció estas últimas palabras me conmovió profundamente. Me pareció reconocer una angustia tan real, tan digna de piedad, que alcé hacia la máscara un rostro enternecido. No podía ver los ojos detrás de la máscara, y esto no ayudaba a disminuir el desagradable sentimiento de malestar que sentía al interrogar a aquel misterioso trozo de tela negra. Pero, por debajo de la tela, en la punta de la barbilla de la máscara, aparecieron una, dos, tres, cuatro lágrimas.
»Me señaló en silencio un asiento frente a él, al lado de un pequeño velador que ocupaba el centro de la estancia donde, el día anterior, había tocado el arpa para mí, y me senté muy turbada. Sin embargo, comí con apetito algunos cangrejos y un ala de pollo regada con un poco de vino de Tokay que él mismo había traído, decía, de las bodegas de Koenisgberg, antaño frecuentadas en otro tiempo por Falstaff. El no comía ni bebía. Le pregunté cuál era su nacionalidad y si aquel nombre de Erik no era de origen escandinavo. Me contestó que no tenía nombre ni patria y que había elegido el de Erik por casualidad. Le pregunté por qué, ya que me quería, no había encontrado un medio mejor de decírmelo que el de arrastrarme con él y encerrarme bajo tierra.
»—Es muy difícil hacerse amar en una tumba —le dije.
»—Uno tiene las “citas” que puede —respondió en un tono muy especial.
»Luego se levantó y me tendió la mano, porque quería hacerme los honores de su vivienda, pero yo retiré con brusquedad mi mano de la suya lanzando un grito. Lo que acababa de tocar era a la vez húmedo y óseo, y recordé que sus manos olían a muerte.
»—¡Oh, perdón! —gimió. Y abrió una puerta ante mí—. Esta es mi habitación —dijo—. Es bastante extraña… ¿Quieres visitarla?
»No titubeé. Sus modales, sus palabras, todo su aspecto me hacían tener confianza y, además, sentía que no debía tener miedo.
»Entré. Me pareció que entraba en una cámara mortuoria. Las paredes estaban totalmente tapizadas de negro, pero, en lugar de las lágrimas blancas que de ordinario completan este fúnebre ornamento, se veía, encima de una enorme partitura de música, las notas repetidas del Dies irae. En medio de la habitación había un dosel, del que colgaban unas cortinas de paño rojo y, bajo el dosel, un ataúd abierto.
»Al verlo, retrocedí.
»—Ahí es donde duermo —dijo Erik—. En la vida hay que acostumbrarse a todo, incluso a la eternidad.
»Volví la cabeza, impresionada por aquel siniestro espectáculo. Mis ojos se posaron entonces en el teclado de un órgano que ocupaba toda una pared. Encima del pupitre se encontraba un cuaderno todo garrapateado de notas en rojo. Pedí permiso para mirarlo y leí en la primera página: Don Juan triunfante.
»—Sí —me dijo—, algunas veces compongo. Hace ya veinte años que empecé este trabajo. Cuando esté acabado, lo llevaré conmigo a ese ataúd y ya no me despertaré.
»—Debe trabajar en él lo menos posible —exclamé.
»—A veces trabajo quince días y quince noches seguidos, durante las cuales vivo tan sólo de música. Después, descanso durante años.
»—¿Quiere interpretarme algo de su Don Juan Triunfante? —le pregunté, pensando que le gustaría y sobreponiéndome a la repugnancia que me causaba estar en aquella cámara de la muerte.
»—Jamás me pidas eso —contestó con voz sombría—. Este Don Juan no ha sido escrito según la letra de un Lorenzo da Ponte, inspirado por el vino, los pequeños amores y el vicio, castigado finalmente por Dios. Si quieres, interpretaré a Mozart, que hará correr tus bellas lágrimas y te inspirará honestos pensamientos. ¡Pero mi Don Juan, el mío, arde, Christine, y sin embargo no lo fulmina el fuego del cielo!…
»En este punto, volvimos a entrar al salón que habíamos abandonado. Me fijé que en ninguna parte de aquella estancia había espejos. Iba a decirlo, pero Erik se había sentado al piano, diciéndome:
»—Mira, Christine, hay una música tan terrible que consume a todos los que se le acercan. Felizmente aún no has llegado a ella, pues perderías tus frescos colores y ya no te reconocerían a tu regreso a París. Cantemos ópera, Christine Daaé.
»Me dijo: “Cantemos ópera, Christine Daaé”, como si se tratara de un insulto.
»Pero no tuve tiempo para detenerme a pensar en el tono que había dado a sus palabras. Inmediatamente comenzamos el dúo de Otelo, y ya la catástrofe se cernía sobre nuestras cabezas. Esta vez me había dejado el papel de Desdémona, que canté con una desesperación y un espanto que no había alcanzado hasta aquel día. En lugar de paralizarme, la proximidad de semejante compañero me inspiraba un espléndido terror. Los hechos de los que era víctima me acercaban extraordinariamente al pensamiento del poeta y encontré tonalidades que hubieran maravillado al músico. Él cantaba con voz de trueno y su alma vengativa se volcaba sobre cada sonido, aumentando terriblemente su potencia. El amor, los celos y el odio brotaban en torno a nuestros gritos desgarradores. La máscara negra de Erik me recordaba el rostro del Moro de Venecia. Era la viva imagen de Otelo. Creí que me iba a golpear, que me haría caer con sus golpes… y, sin embargo, no hacía el menor movimiento para huir de él y evitar su furor como la tímida Desdémona. Por el contrario, me acercaba a él, atraída, fascinada, encontrando el encanto de la muerte en semejante pasión. Pero antes de morir, quise conocer, para conservar la imagen en mi última mirada, aquellos rasgos desconocidos a los que debía haber transformado el fuego del arte eterno. Quise ver el rostro de la Voz, e instintivamente, mediante un gesto que no pude contener, ya que no era dueña de mí, mis dedos ágiles arrancaron la máscara…
»¡Oh!, ¡horror!, ¡horror!… ¡Horror!».
Christine se detuvo ante aquella visión a la que aún parecía querer apartar con sus manos temblorosas, mientras que los ecos de la noche, al igual que habían repetido el nombre de Erik, repetían tres veces: «¡Horror, horror, horror!». Raoul y Christine, siempre estrechamente abrazados, sobrecogidos por el relato, alzaron sus ojos hacia las estrellas que brillaban en un cielo tranquilo y puro.
—Es extraño, Christine —dijo Raoul—, lo llena de gemidos que está una noche tan dulce y apacible. Se diría que se lamenta junto con nosotros.
—Ahora que va a conocer el secreto —contestó ella—, sus oídos, al igual que los míos, se van a llenar de lamentos.
Apretó las manos protectoras de Raoul entre las suyas y, sacudida por un largo estremecimiento, continuó:
—Aunque viviese cien años, siempre oiría el aullido sobrehumano que lanzó, el grito de su dolor y de su rabia infernales, mientras aquella cosa aparecía ante mis ojos dilatados por el espanto, tan abiertos como mi boca, que no se había cerrado y que sin embargo no gritaba ya.