Raoul comprendió y se puso rojo de vergüenza. Se sentía tan débil como ella. Se decía: «Pretende que no tiene miedo, pero nos aleja de la trampilla temblando». Estaba en lo cierto. El día siguiente, y los demás días fueron dedicados a recorrerlo todo, casi hasta los tejados, lo más lejos posible de las trampillas. La agitación de Christine no hacía más que aumentar conforme iban pasando las horas. Por fin, una tarde llegó como mucho retraso, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos y desesperados. Raoul se decidió a recurrir a los grandes medios; por ejemplo, le aseguró de buenas a primeras «que sólo partiría al polo norte si ella le revelaba el secreto de la Voz de hombre».
—¡Calle! ¡En nombre del Cielo, calle! ¡Si él le oyese, pobre de usted, Raoul!
Y los ojos perdidos de la joven miraban inquietamente a su alrededor.
—¡Christine, yo la arrancaré de su poder, lo juro! Ya no pensará jamás en él. Es absolutamente necesario.
—¿Cree que es posible?
Ella se permitió esta duda que significaba para él un estímulo, al tiempo que lo arrastraba hasta el último piso del teatro, a lo más «alto», allí donde se está lejos, muy lejos de las trampillas.
—La esconderé en algún rincón desconocido del mundo adonde él no vendrá a buscarla. Estará a salvo. Entonces, me marcharé, ya que ha jurado no casarse jamás.
Christine se arrojó sobre las manos de Raoul y las estrechó con un arrebato poco frecuente en ella. Pero, de nuevo inquieta, volvía la cabeza a todas partes.
—¡Más arriba! —dijo tan sólo—. ¡Aún más arriba! —y le arrastró hasta la cumbre.
Le costaba seguirla. Pronto se encontraron debajo del tejado, en un laberinto de vigas. Se deslizaban a través de los arbotantes, los cabrios, las jambas de fuerza, los tabiques, los entrantes y las rampas; corrían de viga en viga como en un bosque hubieran corrido de árbol en árbol, árboles de troncos colosales…
A pesar del cuidado que ella ponía en mirar cada rincón, no vio una sombra que se detenía a la vez que ella, que volvía a avanzar cuando ella avanzaba y que no hacía más ruido que el que debe hacer una sombra. Raoul no se dio cuenta de nada puesto que, al tener a Christine delante, no le interesaba nada de lo que pudiera ocurrir detrás.
LA LIRA DE APOLO
De este modo llegaron a los tejados. Ella se deslizaba por ellos tan ligera como una golondrina. Su mirada recorrió el espacio desierto entre las tres cúpulas y el frontón triangular. Respiró profundamente por encima de París, que parecía un valle entregado al trabajo. Miró a Raoul con confianza. Se le acercó, y caminaron uno al lado del otro, allá en lo alto, por las calles de zinc, por las avenidas de fundición. Contemplaron su sombra gemela en los amplios estanques llenos de agua inmóvil, en los que en verano los más pequeños de la escuela de danza, unos veinte críos, se zambullen y aprenden a nadar. La sombra que les seguía, siempre fiel a sus pasos, había surgido extendiéndose por los tejados, alargándose con movimientos de águila negra por las encrucijadas de las callejuelas de hierro, girando alrededor de los pilones, rodeando silenciosa las cúpulas. Los desventurados jóvenes no sospechaban en lo más mínimo su presencia cuando se sentaron por fin, confiados, bajo la alta protección de Apolo que, con gesto de bronce, alzaba su lira prodigiosa en el corazón de un cielo encendido.
Una esplendorosa tarde de primavera les rodeaba. Algunas nubes, que acababan de recibir de poniente una suave tonalidad oro y púrpura, pasaban lentamente, arrastrándose sobre los jóvenes. Christine le dijo a Raoul:
—Pronto iremos más lejos y más de prisa que las nubes, hasta el confín del mundo, y después me abandonará, Raoul. Pero si, llegado para usted el momento de raptarme, yo me negara a seguirlo, entonces, Raoul, usted deberá raptarme.
Con qué fuerza, que parecía dirigida contra ella misma, pronunció estas palabras, mientras se apretaba nerviosamente a él. El joven quedó sorprendido.
—¿Teme, pues, cambiar de opinión, Christine?
—¡No sé! —dijo moviendo extrañamente la cabeza—. ¡Es un demonio!
Y se estremeció. Se acurrucó entre los brazos de Raoul, con un gemido.
—¡Ahora me da miedo volver a vivir con él…! ¡bajo tierra!
—¿Y quién la obliga a volver, Christine?
—¡Si no vuelvo a su lado pueden suceder grandes desgracias!… ¡Pero ya no puedo más! ¡No puedo más!… Ya sé que hay que compadecer a las personas que viven «bajo tierra». ¡Pero esto es demasiado horrible! Y, sin embargo, se acerca el momento. Ya no me queda más que un día. Si no voy, él vendrá a buscarme con su voz. Me arrastrará con él a su casa, bajo tierra, y se arrodillará ante mí, ¡con su calavera! ¡Me dirá que me ama! ¡Y llorará! ¡Oh, Raoul, si viera sus lágrimas en los dos huecos oscuros de su calavera! ¡No puedo volver a ver esas lágrimas!
Se retorció de una forma horrible las manos, mientras Raoul, presa también de aquel horror contagioso, la apretaba contra su pecho.
—¡No, no! ¡No volverá a oírle decir que la anca! ¡No volverá a ver sus lágrimas! ¡Huyamos!… ¡Ahora mismo, Christine, huyamos! —y quería arrastrarla ya.
Pero ella le detuvo.
—¡No, no! —dijo inclinando dolorosamente la cabeza—. ¡Ahora no!… Sería demasiado cruel… Déjelo oírme cantar una vez más, mañana por la noche… y después nos iremos. A medianoche ira usted a buscarme a mi camerino, a las doce en punto. En ese momento me estará esperando en el comedor del lago… ¡pero nosotros seremos libres y usted me llevará consigo!… Incluso si me niego… debe jurármelo, Raoul… Sé perfectamente que esta vez, si vuelvo, tal vez no regrese jamás… —y añadió—: ¡No puede usted comprender!…
Lanzó un suspiro al que pareció contestar otro suspiro detrás de ella.
—¿No ha oído?
Le castañeteaban los dientes.
—No —aseguró Raoul—, no he oído nada.
—Es horroroso —afirmó ella— estar temblando así constantemente… Sin embargo, aquí no corremos ningún peligro. Estamos en nuestra casa, en mi casa, en el cielo, al aire libre, en pleno día. El sol está ardiendo, ¡y a los pájaros nocturnos no les gusta contemplar el sol! Jamás lo he visto a la luz del día… ¡Debe ser horrible!… —balbuceó mirando a Raoul con ojos perdidos—. ¡Ah, la primera vez que le vi creía que él iba a morirse!
—¿Por qué?… —preguntó Raoul realmente asustado del tono que tomaba aquella extraña y formidable confidencia—. ¿Por qué creyó que iba a morir?
—¡¡¡PORQUE YO LO HABÍA VISTO!!!
Esta vez Raoul y Christine se volvieron a un tiempo.
—Por aquí hay alguien que sufre… —dijo Raoul—, tal vez un herido… ¿No ha oído?
—No podría decirlo —declaró Christine—, incluso cuando no está, mis oídos están llenos de sus suspiros… Pero si usted lo ha oído…
Se levantaron y miraron alrededor de sí… Se encontraban absolutamente solos en el inmenso tejado de plomo. Volvieron a sentarse. Raoul preguntó:
—¿Cómo lo vio por primera vez?
—Hacía tres meses que lo oía sin verlo. La primera vez creí, como usted, que aquella voz adorable, que de repente se había puesto a cantar a mi lado, cantaba en el camerino de al lado. Salí y la busqué por todas partes. Pero mi camerino está muy aislado, como ya sabe, no, pude encontrar la voz en otro lugar. En realidad, seguía allí, en mi camerino. Además, no se limitaba a cantar, sino que me hablaba, contestaba a mis preguntas como una auténtica voz de hombre, con la diferencia de que era bella como la voz de un ángel. ¿Cómo explicar un fenómeno tan increíble? Yo nunca había dejado de pensar en el «Ángel de la música» que mi pobre padre había prometido enviarme apenas muriese. Me atreví a hablarle de esta chiquillada, Raoul, porque usted conoció a mi padre, porque él le quiso y porque usted creyó, igual que yo, cuando éramos niños, en el «Ángel de la música». Por eso estoy segura de que no se sonreirá ni se burlará. Yo conservaba el alma tierna y crédula de la pequeña Lotte y no fue precisamente la compañía de la señora Valérius la que me la hizo perder. Llevé aquella alma inmaculada en mis manos ingenuas e, ingenuamente, la tendí, la ofrecí a la voz de hombre, creyendo ofrecerla al ángel. En cierta manera, la culpa fue también de mi madre adoptiva, a la que no ocultaba yo nada del inexplicable fenómeno. Se apresuró en decirme: «Debe ser el Ángel. En todo caso, siempre puedes preguntárselo». Lo hice, y la voz de hombre me contestó que era en efecto la voz de ángel que esperaba y que mi padre me había prometido al morir. A partir de aquel momento, se estableció una gran intimidad entre la Voz y yo, y tuve confianza absoluta en ella. Me dijo que había bajado a la tierra para hacerme experimentar la felicidad suprema del arte eterno, y me pidió permiso para darme clases de música todos los días. Acepté con gran ardor y no faltaba a ninguna de las citas que me daba, a primera hora, en mi camerino, cuando ese rincón de la Opera está totalmente desierto. ¿Cómo explicarle cómo fueron aquellas clases? Ni usted mismo, aunque haya oído la voz, puede hacerse una idea.
—Lo cierto es que no puedo hacerme una idea —afirmó el joven—. ¿Con qué se acompañaba?
—Con una música que ignoro, que estaba detrás de la pared y era de una precisión incomparable. Además, era como si la Voz supiera con exactitud en qué punto de mis clases mi padre me había dejado al morir, y también el simple método que había usado. Y así, recordando, o mejor dicho, al acordarse mi voz de todas las lecciones anteriores y beneficiándome de repente de las que recibía, evolucioné prodigiosamente, ¡y de tal modo que en otras condiciones habría tardado años! Piense que mi salud es bastante delicada, y que mi voz tenía en principio poco carácter. Naturalmente, las cuerdas bajas estaban poco desarrolladas, los tonos agudos eran demasiado duros y los medios confusos. Era a aquellos defectos a los que mi padre había combatido y vencido por un instante. Fue a estos defectos a los que la Voz venció definitivamente. Poco a poco aumentaba el volumen de los sonidos en proporciones que mi debilidad pasada no me habría permitido esperar: aprendí a dar el máximo posible de alcance a mi respiración. Pero la Voz me confió el secreto de desarrollar los sonidos de pecho en una voz de soprano. Sobre todo recubrió todo esto con el fuego sagrado de la inspiración, despertó en mí una vida ardiente, devoradora, sublime. La Voz tenía la virtud de, al hacerse oír, elevarme hasta ella. Me ponía a la altura de su vuelo maravilloso. ¡El alma de la Voz habitaba en mi boca y la llenaba de armonía!
»En pocas semanas, ya no me reconocía al cantar… Estaba incluso asustada… por un momento temí que hubiera en todo eso una especie de sortilegio. Pero la señora Valérius me tranquilizó. Me consideraba una joven demasiado simple como para interesar al demonio.
»Mi cambio era un secreto que tan sólo sabíamos la Voz, la señora Valérius y yo, ya que la misma Voz lo había ordenado así. Cosa curiosa, fuera del camerino cantaba con mi voz de cada día y nadie se enteraba de nada. Yo hacía todo lo que quería la Voz. Me decía: “Hay que esperar… ¡Ya lo verás! ¡Sorprenderemos a todo París!”. Y yo esperaba. Vivía una especie de sueño de éxtasis que la Voz controlaba. En estas circunstancias, Raoul, le vi una noche en la sala. Mi alegría fue tan grande que ni siquiera pensé en ocultarla al entrar en mi camerino. Para desgracia nuestra, la Voz se encontraba ya allí y pudo ver, por mi actitud, que sucedía algo nuevo. Me preguntó “qué me pasaba”, y no tuve reparos en contarle nuestra historia, ni le disimulé el lugar que usted ocupa en mi corazón. Entonces la Voz calló. La llamé pero no me contestó, le supliqué, pero fue en vano. ¡Tuve un miedo horrible a que se hubiera marchado para siempre! ¡Ojalá lo hubiera hecho así, amigo mío!… Aquella noche volví a casa en un estado de absoluta desesperación. Me abracé a la señora Valérius diciéndole: “¿Sabes? La Voz se ha ido. ¡Tal vez no vuelva nunca más!”. Y ella se asustó tanto como yo y me pidió explicaciones. Se lo conté todo. Ella me dijo: “¡Por Dios, la Voz está celosa!”. Esto me hizo pensar que yo estaba enamorada de usted…».
Aquí Christine se detuvo por un momento. Apoyó la cabeza en el pecho de Raoul y ambos permanecieron silenciosos, abrazados el uno al otro. Era tal su emoción que no vieron, o mejor dicho, que no sintieron desplazarse, a algunos pasos de ellos, a la sombra reptante de dos grandes alas negras que se les acercaba, pegada a los tejados, tan cerca, tan cerca que hubiera podido, sólo con cerrarse sobre ellos, ahogarlos…
—Al día siguiente —continuó Christine con un profundo suspiro—, volví a mi camerino muy pensativa. La Voz estaba allí. ¡Oh, amigo mío! Me habló con una gran tristeza. Me declaró categóricamente que si yo debía otorgar mi corazón en la tierra, ella no podía hacer otra cosa que subir al cielo. Y me dijo esto con tal acento de dolor humano que habría tenido que desconfiar a partir de aquel día y empezar a comprender que había sido víctima del desequilibrio de mis sentidos. Pero mi fe en aquella aparición de la Voz, a la que tan íntimamente se mezclaba el recuerdo de mi padre, seguía siendo absoluta. No temía nada tanto como el hecho de no volver a oírla. Por otra parte, había reflexionado sobre los sentimientos que sentía por usted; había medido todo el riesgo inútil; ignoraba incluso si se acordaba de mí. Pero, pasara lo que pasara, su posición en la sociedad me prohibía para siempre pensar en un enlace feliz. Juré a la Voz que usted no era para mí más que un hermano y que nunca sería otra cosa, y que mi corazón estaba vacío de amores terrenos… Esta es la razón, amigo mío, por la que apartaba los ojos en el escenario o en los pasillos cuando usted intentaba llamar mi atención; ¡la razón por la cual no lo reconocía…, por la cual no lo veía! Por aquel tiempo, las horas de clase entre la Voz y yo transcurrían en un divino delirio. Jamás la belleza de los sonidos me había poseído hasta aquel punto, y un día la Voz me dijo:
»—¡Bueno, ahora, Christine Daaé, ya puedes aportar a los hombres un poco de la música del cielo!
»¿Por qué aquella noche, que era la velada de gala, la Carlotta no vino al teatro? ¿Por qué se me llamó para reemplazarla? No lo sé. Pero canté…, canté con un ardor desconocido. Me sentía ligera como si tuviera alas. ¡Por un momento creí que mi alma encendida había abandonado mi cuerpo!».
—¡Oh, Christine! —dijo Raoul, cuyos ojos se humedecían al recordar aquel episodio—, esa noche mi corazón vibró a cada acento de su voz. Vi correr las lágrimas por sus pálidas mejillas, y lloré con usted. ¿Cómo podía cantar mientras lloraba?
—Me abandonaron las fuerzas —dijo Christine—. Cerré los ojos… Y cuando los abrí, ¡usted se encontraba a mi lado! ¡Pero la Voz también estaba, Raoul!… Tuve miedo por usted y tampoco quise reconocerlo esa vez, no quise reconocerlo en absoluto y me eché a reír cuando me recordó que había recogido mi chal en el mar…