¡Maldita voz del formidable ventrílocuo! ¡Estaba en todas partes, en todas partes!… Se colaba a través de la ventanita invisible…, a través de las paredes…, corría alrededor de nosotros… ¡Erik estaba allí! ¡Nos hablaba!… Hicimos un gesto como para arrojarnos sobre él…, pero, más rápido, más inasible que la sonora voz del eco, la voz de Erik había vuelto al otro lado de la pared…
De pronto, dejamos de oír su voz y he aquí lo que ocurrió:
La voz de Christine:
—¡Erik, Erik!… ¡Me cansa usted con su voz!… ¡Calle, Erik!… ¿No le parece que hace calor aquí?…
—¡Sí, sí! El calor se hace insoportable… —contesta la voz de Erik.
Y de nuevo la voz, ahogada por la angustia, de Christine:
—¿Qué es esto?… La pared está muy caliente… la pared está ardiendo…
—Voy a explicártelo, Christine, amor mío, es por culpa de «la selva de al lado»…
—¿Qué quiere decir?… ¿La selva?
—¿No ha visto que era una selva del Congo?
Y la risa del monstruo se elevó tanto que ya no distinguimos los clamores suplicantes de Christine… El vizconde de Chagny gritaba y golpeaba contra las paredes como un loco… Yo no podía contenerlo… Pero no se oía más que la risa del monstruo…, y el monstruo mismo no debió oír más que su risa… Después, hubo el ruido de una lucha rápida, de un cuerpo que cae al suelo y que es arrastrado… y el estrépito de una puerta cerrada con furia… y nada más, nada alrededor nuestro más que el silencio abrasador del mediodía…, ¡en el corazón de una selva africana!…
¡TONELES! ¡TONELES! ¿TIENE USTED TONELES PARA VENDER?
Sigue el relato del Persa
He dicho ya que aquella cámara en la que nos encontrábamos el señor de Chagny y yo era regularmente hexagonal y estaba forrada por completo de espejos. Desde entonces, especialmente en ciertas exposiciones, se han hecho cámaras exactamente iguales que ésta, llamadas «casas de los milagros» o «palacios de las ilusiones». Pero el primero en inventarlas fue Erik, que construyó ante mis ojos la primera sala de este tipo, en tiempos de las horas rosas de Mazenderan. Bastaba con disponer algún motivo decorativo en los rincones, una columna por ejemplo, para obtener instantáneamente un palacio de mil columnas, ya que, por efecto de los espejos, la sala real se aumentaba en hasta seis salas hexagonales, de las que cada una se multiplicaba hasta el infinito. Antaño, para divertir a «la pequeña sultana», había dispuesto de este modo un decorado que se convertía en el «templo innumerable»; pero la pequeña sultana se cansó en seguida de una ilusión tan infantil, y entonces Erik transformó su invento en cámara de los suplicios. En lugar del motivo arquitectónico colocado en los rincones, puso en primer plano un árbol de hierro. ¿Por qué aquel árbol, perfecta imitación de la realidad con sus hojas pintadas, era de hierro? Porque debía ser lo suficientemente sólido como para resistir todos los ataques del «paciente» al que se encerraba en la cámara de los suplicios. Veremos de qué manera el decorado así obtenido se transformaba por dos veces, instantáneamente, en otros dos decorados sucesivos, gracias a la rotación automática de los tambores que se encontraban en las esquinas y que habían sido divididos en tres, uniendo los ángulos de los espejos y sosteniendo cada uno un motivo decorativo que iba turnándose alternativamente. Las paredes de esta extraña sala no ofrecían ningún asidero al paciente, ya que, con excepción del motivo decorativo de una solidez a prueba de todo, estaban forradas tan sólo de espejos, y espejos lo suficientemente sólidos como para aguantar los arrebatos de rabia del miserable al que arrojaban allí, para colmo con manos y pies desnudos.
Ni un mueble. El techo era luminoso. Un ingenioso sistema de calefacción eléctrica, que ha sido imitado después, permitía aumentar la temperatura de las paredes a voluntad y dar de este modo a la sala la temperatura deseada…
Me dedico en enumerar todos los detalles precisos de un invento absolutamente natural, que creaba esta ilusión de algo sobrenatural mediante ramas pintadas, de una selva ecuatorial abrasada por el sol del mediodía, para que nadie pueda poner en duda la serenidad de mi espíritu, para que nadie pueda decir: «¡Este hombre se ha vuelto loco!», o bien: «Este hombre miente», o: «Este hombre nos toma por imbéciles»
[36]
.
Si me hubiera limitado a contar las cosas así: «Al bajar del sótano, nos encontramos con una selva ecuatorial abrasada por el sol del mediodía», habría logrado causar un efecto de estúpida sorpresa, pero no busco ningún efecto, ya que mi intención es explicar qué nos sucedió realmente al vizconde de Chagny y a mí en el curso de una terrible aventura que, por un tiempo, mantuvo en vilo a la justicia de este país.
Vuelvo ahora a los hechos en el punto en que los he dejado.
Cuando se hizo la luz en el techo y a nuestro alrededor se iluminó la selva, el estupor del vizconde superó todo lo que pueda imaginarse. La aparición de aquella selva impenetrable cuyos innumerables troncos y ramas nos enlazaban hasta el infinito, lo sumió en una consternación espantosa. Se pasó las manos por la frente como para rechazar una visión de sueño y sus ojos parpadearon como los de alguien a quien, al despertar, le cuesta recobrar el conocimiento de la realidad de las cosas. ¡Por un instante, se olvidó de escuchar!
He dicho que la aparición de la selva no me sorprendió, por eso pude escuchar qué ocurría en la habitación de al lado. Además, me llamaba menos la atención el decorado, del que se desentendía mi pensamiento, que del mismo espejo que lo producía. Aquel espejo se había roto en algunos puntos.
En efecto, tenía grietas. Habían logrado «estrellarlo» a pesar de su solidez y esto me demostraba que, sin duda alguna, la cámara de los suplicios en la que nos encontrábamos, ya había servido.
Una víctima que llevaría los pies y las manos más protegidos que los de los condenados de la horas rosas de Mazenderan, había caído en aquella «ilusión moral» y, loco de rabia, había golpeado aquellos espejos que, a pesar de sus ligeras grietas, habían reflejado su agonía. Y la rama del árbol en la que había concluido su suplicio estaba dispuesta de tal modo que, antes de morir, había podido ver mecerse a la vez —supremo consuelo— a miles de ahorcados…
¡Sí, sí, Joseph Buquet había pasado por allí!… ¿íbamos a morir como él?
Yo no lo creía, ya que sabía que teníamos aún algunas horas de tiempo y que podría emplearlas en algo más útil de lo que Joseph Buquet había sido capaz de hacer.
¿Acaso no tenía un profundo conocimiento de la mayoría de los «trucos» de Erik? Esta era la oportunidad definitiva de llevarlo a la práctica.
Para empezar, no pensaba en lo más mínimo en volver al corredor que nos había conducido hasta la cámara maldita, ni me preocupé por la posibilidad de volver a poner en juego la piedra interior que cerraba el paso. El motivo era muy simple: ¡no disponía de los medios!… Habíamos saltado de una altura bastante considerable a la cámara de los suplicios y ningún mueble nos permitía ahora alcanzar el pasaje, ni siquiera la rama del árbol de hierro, ni los hombros de uno de nosotros a modo de escalerillas.
No había más que una salida posible, la que daba a la habitación estilo Luis Felipe en la que se encontraban Erik y Christine Daaé. Pero si aquella salida, por el lado de Christine era una puerta normal y corriente, por el nuestro era absolutamente invisible… Teníamos pues que intentar abrirla sin saber siquiera en qué lugar se encontraba, lo cual no era un trabajo muy fácil.
Cuando me convencí de que no podíamos esperar nada de Christine Daaé, cuando oí al monstruo llevar, o mejor dicho, arrastrar consigo a la desgraciada muchacha fuera de la habitación estilo Luis Felipe para que no molestara nuestro suplicio, decidí ponerme inmediatamente a trabajar, es decir, a buscar el resorte de la puerta.
Pero, primero, tuve que calmar al señor de Chagny que ya se paseaba por el claro como un alucinado, lanzando clamores incoherentes. Los retazos de conversación que había podido oír, pese a su emoción, entre Christine y el monstruo, habían contribuido a ponerle fuera de sí; si añadimos a esto el efecto de la selva mágica y el ardiente calor que empezaba a hacer correr el sudor por sus sienes, no costará mucho entender que el señor de Chagny comenzara a experimentar cierto tormento. A pesar de mis recomendaciones, mi compañero no tomaba ya ningún tipo de precaución.
Iba y venía sin ningún rumbo, precipitándose hacia un espacio inexistente, creyendo entrar en una avenida que le conducía hacia el horizonte y golpeándose la frente, pocos pasos después, con el mismo reflejo de su ilusión de selva.
Entretanto, iba gritando: ¡Christine!… ¡Christine!…, y agitaba la pistola llamando aún con todas sus fuerzas al monstruo, desafiando a un duelo a muerte al Ángel de la música, maldiciendo la selva ilusoria. El suplicio surtía efecto en aquella mente poco preparada. Intentaba combatirlo razonando con el pobre vizconde de la manera más serena del mundo, le hacía tocar con el dedo los espejos y el árbol de hierro, las ramas pintadas en los paneles, y le explicaba, según las leyes de la óptica, toda la utilería luminosa en la que estábamos envueltos y de la que no podíamos, como dos vulgares ignorantes, ser víctimas.
—Estamos en una cámara, en una cámara pequeña, esto es lo que debemos repetirnos constantemente… Y saldremos de esta cámara cuando encontremos la puerta. ¡Pues bien, busquémosla!
Le prometí que, si me dejaba actuar sin aturdirme con sus gritos y sus paseos de loco, encontraría el resorte de la puerta antes de una hora.
Entonces, se tumbó en el parqué, como se hace en los bosques, y declaró que esperaría a que yo encontrara la puerta de la selva ya que no tenía nada mejor que hacer. Y creyó su deber añadir que, desde donde se encontraba, «la vista era espléndida» (A pesar de todo lo que yo había podido decirle, el suplicio surtía efecto).
En cuanto a mí, olvidando la selva, elegí un panel de espejos y me puse a tantear sobre él en todos los sentidos buscando el punto débil sobre el que había que apretar para hacer girar las puertas, según el sistema de puertas y trampillas giratorias de Erik. A veces ese punto débil podía ser una simple mancha en el espejo, del tamaño de un guisante, bajo la cual se encontraba el resorte que había que disparar. ¡Busqué y busqué! Tanteaba todo lo alto que mis manos podían alcanzar. Erik era más o menos de mi altura y pensaba que no habría colocado el resorte más arriba de lo que alcanzaba su talla; era sólo una hipótesis, pero mi única esperanza. Había decidido, pues, incansable y minuciosamente, dar la vuelta a los seis paneles de espejos y después examinar también detenidamente el parqué.
Al mismo tiempo que tanteaba los paneles con sumo cuidado, me esforzaba por no perder un solo minuto, ya que el calor me invadía siempre más y nos asábamos literalmente en aquella selva inflamada.
Trabajaba desde hacía una media hora y había terminado ya con tres paneles, cuando nuestra mala fortuna quiso que me volviese ante una sorda exclamación lanzada por el vizconde.
—¡Me ahogo! —decía—. Todos estos espejos irradian un calor infernal… ¿Va a encontrar pronto su resorte? ¡Si no lo consigue pronto, nos vamos a asar aquí!
No me disgustó nada oírle hablar así. No había dicho una sola palabra con respecto a la selva y confiaba en que la razón de mi compañero podría luchar aún más contra el suplicio. Pero añadió:
—Lo que me consuela es que el monstruo le ha dado tiempo a Christine hasta mañana a las once de la noche; si no podemos salir de aquí y salvarla, ¡al menos moriremos antes que ella! ¡La misa de Erik podrá servir para todo el mundo!
Y aspiró una bocanada de aire caliente que casi lo hizo desfallecer…
Como no tenía los mismos motivos que el vizconde para aceptar la muerte, me volví, después de algunas palabras de aliento, hacia mi panel, pero había cometido la tontería de dar algunos pasos mientras hablaba, de tal modo que, en la confusión de la selva ilusoria, no sabía con seguridad cuál era mi panel. Me veía obligado a volver a empezar, al azar… Tampoco pude evitar manifestar mi contrariedad y el vizconde comprendió que tenía que rehacerlo todo. Esto le dio una nueva oportunidad.
—¡Jamás saldremos de esta selva! —gimió.
Su desesperación no hizo más que aumentar. Y, al aumentar, le hacía olvidar siempre más que aquellos no eran más que espejos y no una verdadera selva.
Yo había vuelto a buscar…, a tantear… La fiebre empezaba también a invadirme…, ya que no encontraba nada…, absolutamente nada… En la habitación de al lado seguía el mismo silencio. Nos encontrábamos de verdad perdidos en la selva…, sin salida…, sin brújula:…, sin guía…, sin nada. ¡Oh! Sabía lo que nos esperaba si nadie acudía en nuestra ayuda o si no encontraba el resorte. Pero, ¡ya podía buscar el resorte! No encontraba más que ramas… ramas de una belleza admirable que se alzaban rectas ante mí o se curvaban ondeantes por encima de mi cabeza… ¡Pero no daban ninguna sombra! No era de extrañar, ya que estábamos en una selva ecuatorial, con el sol justo sobre nuestras cabezas…, una selva del Congo…
En varias ocasiones, el señor de Chagny y yo nos habíamos quitado y vuelto a poner el traje, encontrando a veces que nos daba más calor y a veces que, por el contrario, nos protegía del calor.
Yo aún resistía moralmente, pero el señor de Chagny me pareció completamente «ido». Pretendía que hacía tres días y tres noches que caminaba sin parar por aquella selva en busca de Christine Daaé. De tanto en tanto, creía verla tras el tronco de un árbol, o deslizándose a través de las ramas, y la llamaba con palabras suplicantes que llenaban mis ojos de lágrimas: «¡Christine, Christine!… ¿Por qué huyes de mí? ¿Acaso no me quieres?… ¿No estamos prometidos?… ¡Christine, detente! ¡Mira, estoy agotado!… ¡Christine, ten piedad!… ¡Voy a morir en la selva…, lejos de ti!».
—¡Oh, tengo sed! —dijo finalmente en tono delirante.
También yo tenía sed… Tenía la garganta hecha fuego…
Sin embargo, agachado ahora en el suelo, no dejaba de buscar…, buscar…, buscar el resorte de la puerta invisible…, ya que la estancia en la selva se hacía peligrosa con la cercanía de la noche… Ya la sombra de la noche empezaba a envolvernos…, había llegado muy deprisa, como cae la noche en los países ecuatoriales…, de repente, sin apenas crepúsculo…
Pero la noche en las selvas ecuatoriales es siempre peligrosa, sobre todo cuando, como en nuestro caso, no se tiene con qué hacer fuego para alejar a las fieras. Había intentado, dejando por un instante la búsqueda del resorte, romper algunas ramas, a las que habría encendido con la llama de mi linterna, pero también yo me había estrellado contra los famosos espejos y eso me había hecho recordar a tiempo que teníamos en frente tan sólo imágenes de ramas…