—No nos iríamos aunque pudiéramos —dije para impresionar a la joven—. ¡No podemos irnos! ¡Además, estamos en la cámara de los suplicios!
—¡Silencio! —volvió a susurrar Christine. Los tres nos callamos.
Pasos sordos se arrastraban lentamente detrás de la pared y volvían a hacer crujir el suelo.
Luego, hubo un enorme suspiro seguido de un grito de horror de Christine, y oímos la voz de Erik.
—¡Te pido perdón por enseñarte un rostro como éste! ¡Mira en qué estado me encuentro! ¡Es culpa del otro! ¿Por qué habrá llamado? ¿Acaso pregunto a los que pasan qué hora es? No volverá a preguntar la hora a nadie. Es culpa de la sirena…
De nuevo un suspiro más profundo, más amplio, salido de lo más hondo del abismo de un alma.
—¿Por qué has gritado, Christine?
—Porque sufro, Erik.
—Creí que te había asustado…
—Erik, aflójeme estas ataduras… ¿no soy acaso tu prisionera?
—Volverás a desear la muerte…
—Me ha dado usted tiempo hasta mañana por la noche, a las once, Erik…
Los pasos seguían arrastrándose por el suelo.
—Después de todo, ya que debemos morir juntos…, y que tengo tanta prisa como tú…, sí, yo también estoy cansado de esta vida, ¿entiendes?… ¡Espera, no te muevas; voy a desatarte!… No tienes más que decir una palabra: ¡no!, y todo se habrá acabado, para todo el mundo… ¡Tienes razón…, tienes toda la razón! ¿Para qué esperar hasta mañana por la noche a las once?… ¡Ah, sí, porque habría sido mucho más bonito!… He tenido siempre la enfermedad del decorado… de lo grandioso… ¡qué infantil!… No hay que pensar más que en uno mismo, en la vida…, en la propia muerte…, el resto es superfluo… ¿Ves lo mojado que estoy?… ¡Ah, querida, es que hice mal en salir!… Hace un tiempo de perros… Además, Christine, creo que tengo alucinaciones… Sabes, el que llamaba hace un rato donde la sirena, vete saber si suena en el fondo del lago, pues bien, se parecía… Así, vuélvete… ¿Estás contenta? ¡Ya estás libre!… ¡Dios mío, tus muñecas, Christine! ¿Les he hecho daño? Dime… Esto sólo merece la muerte… A propósito de muerte, ¡debo cantarle su misa!
Al oír aquellas frases terribles, no pude evitar un horrible presentimiento… También yo había llamado una vez a la puerta del monstruo… ¡y sin saberlo!… había debido poner en marcha algún timbre de alarma… Y me acordaba de los dos brazos que salieron de las aguas negras como la tinta… ¿Quién habría sido ahora el pobre desgraciado perdido en aquellas orillas?
El recuerdo de aquel desgraciado casi me impedía regocijarme por la comedia que representaba Christine y, sin embargo, el vizconde de Chagny murmuraba a mi oído esta palabra maravillosa: ¡libre!… ¿Quién, pues? ¿Quién era el otro? ¿Aquel por el que oíamos ahora la misa difuntos?
¡Qué canto más sublime y arrebatado! Toda la mansión del Lago retumbaba… Todas las entrañas de la tierra se estremecían… Habíamos pegado la oreja contra la pared de espejo para oír mejor la comedia de Christine Daaé, a que se entregaba para salvamos, pero sólo oíamos la misa de difuntos… ¡Era más bien una misa de condenados!… Allí, en el fondo de la tierra, parecía una ronda de malditos.
Recuerdo que el Dies Irae que él cantó nos envolvió como una tormenta. Sí, a nuestro alrededor había rayos y centellas… Sí, le había oído cantar otras muchas veces… Conseguía incluso hacer cantar a las fauces de piedra de mis toros androcéfalos en los muros del palacio de Mazenderan… Pero cantar de esta forma, ¡jamás, jamás! Cantaba como el dios del trueno…
De repente, la voz y el órgano se detuvieron tan bruscamente que el señor de Chagny y yo retrocedimos detrás de la pared, asustados… Y la voz de pronto cambiada, transformada, pronunció claramente estas sílabas metálicas, rechinando los dientes:
—¿Qué estás haciendo con mi bolsa?
EMPIEZAN LOS SUPLICIOS
Sigue el relato del Persa
La voz repitió con furor:
—¿Qué estás haciendo con mi bolsa?
Christine Daaé no debía temblar menos que nosotros.
—¿Conque era para coger la bolsa por lo que querías que te desatara, di?…
Se oyeron pasos precipitados, la carrera de Christine que volvía a la habitación estilo Luis Felipe, como para buscar refugio junto a nuestra pared.
—¿Por qué huyes? —decía la enfurecida voz, que la había seguido—. ¡Quieres devolverme mi bolsa! ¿No sabes acaso que es la bolsita de la vida y de la muerte?
—Escúcheme, Erik… —suspiró la joven—. Si a partir de ahora debemos vivir juntos… ¿qué puede importarle?… ¡Todo lo que es suyo me pertenece!…
Lo había dicho de una forma tan temblorosa que inspiraba compasión. La desgraciada debía emplear toda la energía que le quedaba para superar su terror… Pero no sería con este tipo de supercherías infantiles, dichas con los dientes castañeteantes, como podía sorprenderse al monstruo.
—Sabes bien que la bolsa no contiene más que dos llaves… ¿Qué querías hacer? —preguntó Erik.
—Quisiera —dijo ella— visitar esa habitación que no conozco y que siempre me ha ocultado… ¡Es una curiosidad de mujer! —añadió ella en un tono que pretendía ser alegre y que por su falsedad sólo sirvió para aumentar la desconfianza del monstruo.
—¡No me gustan las mujeres curiosas! —replicó Erik—. Deberías desconfiar de esas cosas desde la historia de Barba Azul… ¡Vamos!… ¡Devuélveme mi bolsa…, devuélveme mi bolsa!… ¡Quieres dejar esa llave… pequeña curiosa!
Y rió sarcásticamente, mientras Christine lanzaba un grito de dolor… Erik acababa de quitarle la bolsa.
Fue en aquel momento cuando el vizconde, sin poder contenerse por más tiempo, lanzó un grito de rabia y de impotencia, que logré ahogar con mucha dificultad…
—¡Ah! —exclamó el monstruo—. ¿Qué es eso? ¿No has oído, Christine?
—¡No…, no! No he oído nada —contestó la desgraciada.
—Me ha parecido oír un grito.
—¿Un grito?… ¿Acaso está usted enloqueciendo, Erik?… ¿Quién quiere que grite en el fondo de esta mansión?… Yo he gritado porque me hacía dañó… No he oído nada…
—¡Qué manera de decirme esto!… ¡Tiemblas…! ¡Estás muy alterada!… ¡Mientes!… ¡Han gritado, han gritado!… Hay alguien en la cámara de los suplicios… ¡Ah, ahora comprendo!…
—¡No hay nadie, Erik!…
—¡Ya entiendo!…
—¡Nadie!…
—¡Quizá… tu prometido!…
—¡Yo no tengo prometido! ¡Lo sabe usted muy bien!… Una nueva risa malévola.
—Por otra parte, ¡es tan fácil saberlo!… Mi pequeña Christine, amor mío…, no es necesario abrir la puerta para saber qué ocurre en la cámara de los suplicios… ¿Quieres verlo? ¿Quieres verlo?… ¡Mira!… Si hay alguien…, si realmente hay alguien, verás cómo se iluminará allá arriba, al lado del techo, la ventana invisible… Basta con correr la cortina negra y apagar aquí… ¡Ya está!… ¡Apaguemos! No debes temer la oscuridad, en compañía de tu maridito…
Entonces se oyó la voz agonizante de Christine.
—¡No!… Tengo miedo… ¡Ya le he dicho que tengo miedo a la oscuridad!… ¡Esa cámara no me interesa en lo más mínimo!…
¡Es usted quien me da miedo, como a una niña, con esa cámara de los suplicios!… Antes he sido curiosa, es cierto… Pero, ahora, no me interesa nada de nada… ¡nada!
Y lo que yo más temía se disparó automáticamente… ¡De repente nos vimos inundados de luz!… Sí, detrás de nuestra pared se produjo como un incendio. El vizconde de Chagny, que no se lo esperaba, quedó tan sorprendido que se tambaleó. Y la voz encolerizada estalló al otro lado.
—¡Ya te decía que había alguien!… ¿Ves ahora la ventana?… ¡La ventana luminosa!… ¡Allá arriba! El que se encuentra detrás de esa pared no puede verla… Pero tú subirás a la doble escalerilla, ¡está aquí para eso! A menudo me has preguntado para qué servía… Pues bien, ¡ya lo sabes!… ¡Sirve para mirar lo que sucede en la cámara de los suplicios…, pequeña curiosa!
—¿Qué suplicios?… ¿Qué suplicios hay allí dentro? ¡Erik, Erik, dígame que tan sólo quiere atemorizarme! ¡dígamelo si me ama, Erik!… No hay suplicios, ¿no es cierto? ¡Son cuentos para niños!…
—Ve a mirar, querida mía, por la ventanita…
No sé si el vizconde, a mi lado, oía ahora la voz desfallecida de la joven, hasta tal punto estaba absorto en el espectáculo inaudito que acababa de surgir ante su mirada desorbitada… En cuanto a mí, que ya había visto muy a menudo aquel espectáculo a través de la ventanita de las horas rosas de Mazenderan, sólo me quedaba oír lo que decían al lado, buscando un motivo de acción, una resolución a tomar.
—¡Ve a ver, ve a mirar por la ventanita!… ¡Dime, cuéntame después cómo tiene la nariz!
Oírnos rodar la escalera, que apoyaban contra la pared…
—¡Sube, pues!… ¡No!… ¡No!… ¡Subiré yo, querida!
—¡Bueno, sí!… Iré a mirar… ¡Déjeme!…
—¡Ay, querida!… ¡Querida mía!… ¡Qué gentil eres!… ¡Es muy amable de tu parte ahorrarme este trabajo a mi edad!… ¡Me dirás cómo tiene la nariz!… Si la gente se diera cuenta de la felicidad que representa tener una nariz, una nariz propia… no vendría jamás a pasearse por la cámara de los suplicios…
En aquel momento oímos claramente, por encima de nuestras cabezas, estas palabras.
—Amigo mío, aquí no hay nadie…
—¿Nadie? ¿Estás segura de que no hay nadie?…
—Absolutamente… No hay nadie…
—¡Tanto mejor, pues!… ¿Qué te ocurre Christine?… ¡Vamos!… No irás a encontrarte mal… ¡Si no hay nadie!… ¡Baja, baja!… ¡Tranquilízate, puesto que no hay nadie!… Pero ¿qué te ha parecido el panorama?
—¡Oh, sorprendente!
—Bueno, te encuentras mejor… ¿no es cierto?… Te encuentras mucho mejor… Nada de emociones… ¡Qué casa más curiosa ésta, ¿no?, en la que pueden encontrarse semejantes panoramas!…
—¡Sí, es como estar en el Museo Grevin!
[35]
… Pero, Erik, no hay suplicios allí dentro… ¿Sabe que me ha hecho pasar un miedo terrible?…
—¿Por qué, si no hay nadie?
—¿Fue usted quien construyó esa cámara, Erik?… ¿Sabe que es magnífica? ¡Decididamente, es usted un gran artista, Erik…!
—Sí, un gran artista «en mi genero».
—Pero, dígame Erik, ¿por qué ha llamado a esta habitación la cámara de los suplicios?
—¡Oh, es muy sencillo! Pero, primero, ¿qué has visto?
—¡He visto un bosque!…
—¿Y qué había en el bosque?
—¡Arboles!…
—¿Y qué hay en los árboles?
—Pájaros…
—Has visto pájaros…
—No, no he visto pájaros.
—Entonces, ¿qué has visto? ¡Piénsalo!… ¡Has visto ramas! ¿Y qué hay en una rama? —dijo la terrible voz—. ¡Hay una horca! ¡Por eso llamo a mi bosque la cámara de los suplicios!… Y ya lo ves, no es más que una forma de hablar… ¡Todo esto no es más que una broma!… ¡Yo nunca me expreso como los demás!… ¡No hago nada como los demás!… Pero, estoy muy cansado… muy cansado. Ya no puedo soportar, ¿sabes?, tener un bosque en mi casa, y una cámara de suplicios…, estar instalado como un charlatán en el fondo de una caja de doble fondo… ¡No puedo más! ¡No puedo más!… Quiero tener un piso tranquilo, con puertas y ventanas corrientes y una mujer honrada como todo el mundo… Deberías entenderlo, Christine, y no tendría que repetírtelo a cada momento… ¡Una mujer como todo el mundo!… Una mujer a la que querría, a la que llevaría a pasear el domingo y a la que haría reír toda la semana… ¡Ah, no te aburrirías conmigo! Tengo más de un truco en la manga, sin contar los de cartas… Mira, ¿quieres que te haga juegos de manos con las cartas? Así mataremos el tiempo, mientras esperamos que sean las once de la noche de mañana… ¡Mi pequeña Christine!… ¡Mi pequeña Christine!… ¿Me escuchas? ¡Ya no me rechazas!… ¿Dime, me amas?… ¡No, no me amas!… ¡Pero no importa!… ¡Me amarás! Antes no podías mirar mi máscara porque sabías lo que había detrás… ¡Ahora, ya no te importa mirarla, te olvidas de lo que hay detrás y ya no quieres rechazarme!… Uno se acostumbra a todo cuando se quiere… cuando se tiene buena voluntad… ¡Cuántos jóvenes que no se querían antes de la boda luego se adoraron! ¡Ah, i ya no sé lo que digo!… Pero te divertirás mucho conmigo… ¡No hay nadie como yo, por ejemplo, puedo asegurarte que no hay otro ventrílocuo mejor que yo! ¡Soy el primer ventrílocuo del mundo!… ¡Te ríes!… ¡Quizá no me creas!… ¡Escucha!
El miserable (que realmente era el mejor ventrílocuo del mundo) aturdía a la pequeña (me daba perfecta cuenta) para alejar su atención de la cámara de los suplicios… ¡Estúpida maniobra!… ¡Christine no pensaba más que en nosotros!… Repitió en varias ocasiones, en el tono más suave de que fue capaz, mirándolo con ojos de ardiente súplica:
—¡Apague la ventanita!… ¡Erik!… ¡Apague la ventanita!…
Estaba convencida de que aquella luz, que se había encendido repentinamente en la ventanita y de la que el monstruo había hablado de forma tan amenazadora, tenía una razón de ser… Una sola cosa debía tranquilizarla momentáneamente, y era que nos había visto a los dos, detrás de la pared, en medio del magnífico incendio, de pie y en perfecto estado… Pero se habría tranquilizado más, sin duda alguna, si se hubiera apagado la luz…
El otro había empezado ya un número de ventrílocuo. Decía:
—Mira, levanto un poco mi máscara. Sólo un poco… ¿Ves mis labios? ¿O lo que tengo por labios? ¡No se mueven!… Mi boca o esa especie de boca que tengo… está cerrada. Sin embargo, oyes mi voz… Hablo con el vientre…, es muy natural… ¡A esto se llama ser un ventrílocuo! Es sabido: escucha mi voz, ¿adónde quieres que me ponga? ¿En tu oído izquierdo… o el derecho?… ¿En la mesa?… ¿En los cofrecillos de ébano de la chimenea?… ¡Ah! ¿te sorprende?… ¡Mi voz está en los cofrecillos de la chimenea! ¿La quieres lejana… o próxima?… ¿Retumbante?… ¿Aguda?… ¿Nasal?… Mi voz se pasea por todas partes… por todas partes… Escucha, mi querida…, en el cofrecillo a la derecha de la chimenea, escucha lo que dice: ¿Habrá que girar al escorpión?… Y ahora, ¡crac!…, escucha lo que dice ahora el cofrecillo de la izquierda: ¿Habrá que girar al saltamontes? Y ahora, ¡crac!… Mírala en la garganta de la Carlotta, en el fondo de la garganta dorada, de la garganta de cristal de la Carlotta. ¿Qué dice? Dice: «Soy yo, señor gallo. Soy yo la que canta: Escucho a esta voz solitaria… ¡cuac!… ¡que canta en mi cuac!…». Y ahora, ¡crac!, ha llegado a una silla del palco del fantasma… y ha dicho: «La señora Carlotta canta esta noche como para hacer caer la araña…». Y ahora, ¡crac!… ¡Ja!… ¡Ja!… ¡Ja!… ¿Dónde está la voz de Erik?… Escucha Christine, querida mía… ¡Escucha!… Está detrás de la puerta de la cámara de los suplicios… ¡Escúchame!… Soy yo el que estoy en la cámara de los suplicios… ¿Y qué digo? Digo: «¡Pobres de aquellos que tienen la dicha de tener una nariz, una verdadera nariz propiamente suya y que vienen a pasearse por la cámara de los suplicios!… ¡ja, ja, ja!».