Read El fin de la eternidad Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

El fin de la eternidad (29 page)

BOOK: El fin de la eternidad
8.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aquéllos eran los días en que Harlan aún se refería a un siglo como cien años.

El Instructor Yarrow le contestó brevemente:

—No se puede separar el Tiempo del Espacio. Al movernos a través del Tiempo, compartimos los movimientos de la Tierra. ¿O acaso cree que un pájaro que vuela por el aire queda desamparado en el espacio porque la Tierra gira alrededor del Sol a una velocidad de treinta kilómetros por segundo?

Discutir con analogías es peligroso, pero Harlan pudo convencerse con pruebas rigurosas mucho más adelante; y ahora después de aquel viaje sin casi precedentes al hipotiempo de los Primitivos, tenía plena confianza en que hallaría la abertura de la cueva precisamente donde le dijeron que estaba.

Apartó a un lado el camuflaje de matorrales y piedras y entró.

Proyectó hacia el interior la luz de su lámpara casi como si fuese un escalpelo. Registró las paredes, el techo, el suelo, centímetro a centímetro.

Noys, que le seguía de muy cerca, murmuró:

—¿Qué buscas?

—Algo, no lo sé —dijo él.

Encontró lo que buscaba al final de la cueva. Era un fajo de papeles verdes, cubiertos por una piedra plana a manera de pisapapeles.

Harlan apartó la piedra a un lado y recogió los papeles.

—¿Qué son? —preguntó Noys.

—Billetes de Banco. Dinero.

—¿Sabías que estarían aquí?

—No, no sabía nada. Pero esperaba algo parecido.

En este caso Harlan había aplicado la lógica inversa de Twissell, para calcular la causa partiendo del efecto. La Eternidad existía; por consiguiente Cooper debía estar tomando las decisiones adecuadas. Al decidir que el anuncio atraería a Harlan al Tiempo exacto, la cueva iba a ser un medio más de comunicación.

Casi era más perfecto de lo que había esperado. Más de una vez, durante sus preparativos para el viaje hacia los Tiempos Primitivos, Harlan pensó que el adentrarse en una ciudad sin llevar consigo nada más que oro en pepitas resultaría demasiado llamativo y sospechoso.

Cooper lo había conseguido, desde luego, pero Cooper dispuso de todo el tiempo necesario. Harlan sopesó el grueso paquete de billetes. Le habría costado tiempo el acumular tanto dinero. El muchacho se había portado bien, maravillosamente bien.

El radiante fue instalado en la cueva, y la linterna en una grieta de la pared, de modo que tuvieron luz y calor. En el exterior cayó la oscuridad de una fría noche de marzo.

Noys contempló pensativa la pantalla paraboloide del radiante, que iba girando poco a poco.

—¿Qué planes tienes? —preguntó.

—Mañana por la mañana —dijo él— iré a la ciudad más cercana. Sé dónde está..., o dónde debería estar.

En su mente volvió a decir «está». No habría ninguna dificultad. Twissell tenía razón.

—Me llevarás contigo, ¿no?

Él sacudió la cabeza.

—Todavía desconoces el idioma, y el viaje será bastante difícil incluso para uno solo.

Noys parecía extrañamente arcaica con sus cabellos cortos, y la repentina indignación que apareció en sus ojos hizo que Harlan desviara la mirada.

—No soy una estúpida, Andrew —dijo ella—. Casi no me hablas. Ni siquiera me miras. ¿Y dices que me quieres? No es posible, o de lo contrario no me harías víctima de tu temperamento. ¿Por qué me has traído aquí? Dilo, ¿por qué no me dejaste en la Eternidad, ya que no te sirvo para nada y casi no puedes soportar mi presencia?

Harlan murmuró:

—Hay peligro.

—¡Bah! No digas tonterías.

—Más que un peligro, es una pesadilla. La pesadilla del coordinador Twissell —dijo Harlan—. Durante nuestro loco viaje al hipertiempo de los Siglos Ocultos, Twissell me contó sus ideas sobre esos Siglos. Especuló sobre la posibilidad de variedades evolucionadas de la especie humana, una nueva raza, quizá superhombres, escondidos en el lejano futuro, aislándose de nuestras interferencias, planeando el fin de nuestras intervenciones sobre la Realidad. Twissell creía que fueron ellos quienes construyeron aquella barrera en el Cien mil. Entonces te encontramos y el Programador Twissell dejó de preocuparse. Creyó que la barrera no había existido más que en mi imaginación. Se dedicó al problema inmediato de salvar a la Eternidad. Pero yo, como comprenderás, me he contagiado de su pesadilla. Yo tengo experiencia directa de esa barrera, de modo que no puedo dudar de su existencia. Ningún Eterno la había colocado, y Twissell dijo que tal cosa era teóricamente imposible. Es posible que la teoría de la Eternidad aún no esté lo suficientemente desarrollada. Porque la barrera estaba allí. Alguien la había colocado. Alguien o algo. Desde luego —continuó Harlan, pensativo—, Twissell se equivocó en algunos puntos. Él creía que el hombre debe evolucionar, pero eso no es cierto. La Paleontología es una de las ciencias que no interesan a los Eternos, pero interesaba a los últimos Primitivos, y por eso yo sé algo de ella. Sé esto: las especies evolucionan únicamente para adaptarse a las necesidades de un nuevo ambiente. En un ambiente estable, una especie puede conservarse sin evolucionar durante millones de Siglos. El Hombre Primitivo evolucionó rápidamente, porque vivía en un ambiente imprevisible y duro. Pero cuando la Humanidad aprendió a crearse su propio ambiente, se envolvió en uno de su propia creación, confortable y estable. Naturalmente, dejó de evolucionar.

—No sé de qué me hablas —dijo Noys, sin dejarse convencer—, pero no dices nada de nosotros, que es lo que yo quiero.

Harlan , procuró conservar la calma, y continuó:

—Entonces, ¿cuál era la razón de la barrera en el Cien mil? ¿Cuál era su propósito? Nadie te hizo ningún daño. ¿Qué podía significar, pues? Me hice la siguiente pregunta: ¿qué consecuencias tuvo su presencia, que no habría tenido en caso de no existir?

Harlan hizo una pausa, contemplando sus toscas y grandes botas de cuero natural. Se le ocurrió que estaría más cómodo si se las quitara durante la noche, aunque no en seguida...

—Solo había una respuesta para mi pregunta —dijo—. La existencia de aquella barrera me hizo regresar a la Eternidad, furioso, para procurarme un látigo neurónico y enfrentarme con Finge. Me inflamó con la idea de combatir a la Eternidad para recobrarte, y de destruirla cuando creí que había fracasado. ¿Me explico?

Noys le miraba con una mezcla de horror e incredulidad.

—¿Quieres decir que la gente del futuro quería que tu hicieras todo esto? ¿Que lo planearon así?

—Sí. No me mires de esa manera. ¡Sí! ¿Comprendes ahora que toda la cuestión se presenta bajo un aspecto distinto? Cuando yo actúo por mi propia voluntad, por razones propias, acepto las consecuencias materiales y espirituales de mis actos. Pero que me engañen, que me impulsen a cometerlos, unas gentes que manejan y manipulan mis emociones como si yo fuese un cerebro electrónico que solo necesita recibir las instrucciones adecuadas...

De repente Harlan reparó en que estaba gritando, y se interrumpió. Dejó pasar unos momentos y luego continuó:

—Eso no puedo aceptarlo. Debo deshacer lo que me impulsaron a emprender. Y cuando lo haya deshecho, podré descansar de nuevo.

Y tal vez era verdad. Podría aceptar su triunfo como algo impersonal, distinto de la tragedia personal que le Volvía en el pasado y en el futuro. ¡Pero el círculo se cerraba!

La mano de Noys se alzó, insegura, como si quisiera buscar refugio en la de él.

Harlan se apartó, rechazándola.

—Todo estaba preparado —dijo—. Mi encuentro contigo. Todo. Mis emociones fueron analizadas. Acción y resultado automáticos. Aprieta este botón y el hombre hará esto. Aprieta aquél, y el hombre hará aquello.

Harlan hablaba con dificultad, hundido en su propia vergüenza. Sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar aquel horror, y luego continuó:

—Había una cosa que no acababa de comprender. ¿Cómo pude adivinar que Cooper iba a ser enviado a los Tiempos Primitivos? Era una cosa extraordinaria. No tenía ninguna base para sospecharlo. Twissell tampoco lo entendió. Más de una vez me he preguntado cómo llegué a intuirlo con mis escasos conocimientos de matemáticas. Sin embargo, lo hice. La primera vez fue... aquella noche. Tú estabas dormida, pero yo no. Tenía la impresión de que debía recordar algo; algún comentario, algún pensamiento, algo que yo había percibido inconscientemente en la excitación de aquella noche. Cuando traté de recordar, toda la importancia de la posición de Cooper penetró en mi cerebro, y con ella la idea de que yo podía destruir la Eternidad. Más tarde, estudié la Historia de las matemáticas; pero, en realidad, no era necesario. Lo sabía. Estaba seguro de ello. ¿Cómo? ¿Cómo fue posible?

Noys le miraba fijamente. Ahora no intentó tocarle.

—¿Quieres decir que los hombres de los Siglos Ocultos también prepararon aquello? ¿Que introdujeron todas estas ideas en tu mente y luego jugaron contigo?

—Sí, sí. Todavía lo hacen. Aún no ha terminado mi trabajo. El círculo podrá estar cerrándose, pero aún no lo está del todo.

—¿Qué pueden hacer ahora? No están aquí con nosotros.

—¿No? —Harlan pronunció aquella palabra en un tono tan sombrío, que Noys palideció.

—¿Superhombres invisibles? —murmuró ella.

—No son superhombres. No son invisibles. Ya te he dicho que el hombre no evoluciona mientras pueda controlar su propio ambiente. La gente de los Siglos Ocultos son Homo sapiens. Seres normales como tú y como yo.

—Entonces, no están aquí.

Harlan dijo tristemente:

—Tú estás aquí, Noys.

—Sí, contigo. No hay nadie más.

—Tú y yo —dijo Harlan—. Sólo una mujer de los Siglos Ocultos y yo... No finjas más, Noys, te lo ruego.

Ella lo miró con horror.

—¿Qué estás diciendo, Andrew?

—Lo que debo. ¿Qué fue lo que me dijiste aquella noche, cuando me ofreciste aquella suave bebida con sabor a menta? Me hablabas con suave voz, suaves palabras... No oí nada conscientemente, pero recuerdo el murmullo de tu voz. ¿Qué murmurabas? Sobre el viaje al pasado de Cooper; sobre Sansón derribando el templo. ¿Estoy equivocado?

—Ni siquiera sé quién era Sansón —dijo Noys.

—Puedes adivinarlo fácilmente, Noys. Dime, ¿cuándo entraste en el Cuatrocientos ochenta y dos? ¿A quién reemplazaste? ¿O, simplemente, te instalaste allí? Hice analizar tu probabilidad de supervivencia por un experto del Dos mil cuatrocientos ochenta y seis. En la nueva Realidad no existías. Tampoco tenías homólogas. Cosa extraña para un Cambio tan pequeño, pero no imposible. Y luego el analista dijo una cosa que no entendí hasta mucho después. Dijo: «Con la combinación de factores que me ha dado, no acabo de entender cómo puede existir en la actual Realidad». Tenía razón. Tú no eras de allí. Eras una invasora del lejano futuro, para influir sobre mí y sobre Finge a fin de conseguir tus propósitos.

Noys dijo suavemente.

—Andrew...

—Todo concordaba perfectamente. ¡Ojalá lo hubiera visto antes! En tu casa encontré un microfilm titulado
Historia social y económica
. Me sorprendió cuando lo vi por primera vez. Lo necesitabas, ¿verdad? Para aprender a comportarte como una mujer de aquel Siglo. Otra cosa. En nuestro primer viaje a los Siglos Ocultos, ¿recuerdas? Detuviste la cabina en el Ciento once mil trescientos noventa y cuatro. Lo hiciste con seguridad, sin errores. ¿Dónde aprendiste a controlar una cabina? Si tú fueses quien aparentabas ser, aquél hubiera sido tu primer viaje en una cabina. Además, ¿por qué aquél? ¿Es tu siglo natal?

Ella preguntó en voz baja:

—¿Por qué me has traído a los Tiempos Primitivos?

Harlan gritó con furia:

—¡Para proteger a la Eternidad! Desconozco qué daños podrías causar allí. Aquí estás indefensa, porque yo te conozco. Confiesa que digo la verdad. ¡Confiésalo!

Harlan se levantó en un paroxismo de ira, con el brazo levantado. Ella no hizo ningún gesto. Seguía completamente tranquila. Parecía una estatua modelada en bella y caliente cera. Harlan no terminó su movimiento, sino que repitió:

—¡Confiesa!

Ella dijo:

—¿Aún no estás seguro, después de todas tus deducciones? ¿Qué puede importarte que lo confiese o no?

Harlan notó que su ira iba en aumento.

—Di que es verdad, de todos modos, para que no tenga que sentir remordimientos.

—¿Remordimientos?

—Sí, Noys, porque tengo una pistola desintegradora y estoy decidido a matarte.

18
El comienzo del Infinito

H
abía una corrosiva inseguridad dentro de Harlan, una indecisión que lo consumía. Tenía la pistola en la mano y apuntaba directamente al corazón de Noys.

Pero, ¿por qué no se defendía ella? ¿Por qué permanecía en su actitud impasible?

¿Cómo decidirse a matarla?

¿Cómo dejar de hacerlo?

—¿Bien? —dijo Harlan roncamente.

Ella se movió, pero solo para unir las manos en el regazo, dando la impresión de que estaba aún más tranquila, más distante. Cuando habló, su voz no parecía la de un ser humano. Frente al cañón de una desintegradora tenía tonos de completa seguridad y alcanzó una calidad de casi mística elevación.

—No es verdad que quieras matarme solo para proteger a la Eternidad —dijo ella—. Si ése fuese tu verdadero motivo, podrías golpearme, atarme fuertemente y encadenarme dentro de esta cueva, para irte tranquilo a la ciudad por la mañana. O pudiste pedirle al Programador Twissell que me encerrase incomunicada en los Tiempos Primitivos durante tu ausencia. O podrías llevarme contigo por la mañana para dejarme abandonada en esta selva. Pero si solo mi muerte puede satisfacerte, es porque crees que yo te he traicionado, que primero te enamoré para luego poder traicionarte. Eso es un asesinato para satisfacer tu orgullo herido, y no el justo castigo que proclamas...

Harlan preguntó:

—¿Eres de los Siglos Ocultos? Dilo.

—Lo soy —dijo Noys—. ¿Vas a disparar ahora?

El dedo de Harlan tembló sobre el contacto de la pistola. Pero vaciló. En su interior algo irracional la defendía y salvaba los restos de su amor por Noys. ¿Acaso ella estaba desesperada al ver que él la rechazaba? ¿Estaba mostrándose absurdamente heroica al ver que él dudaba de su sinceridad?

¡No!

Esto podía ocurrir en los microfilms de la empalagosa literatura del 289.°, pero una muchacha como Noys nunca haría una cosa semejante. Ella nunca buscaría la muerte a manos de un falso amante con el gozoso masoquismo de un lirio roto.

BOOK: El fin de la eternidad
8.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Anatomy of Addiction by Akikur Mohammad, MD
Taking the Heat by Kate J Squires
Ballads of Suburbia by Stephanie Kuehnert
Venus Drive by Sam Lipsyte
You Had Me at Hello by Mhairi McFarlane
Shut Up and Kiss Me by Christie Craig
A Lotus for the Regent by Adonis Devereux
Aftershock & Others by F. Paul Wilson
Beyond the Shadows by Jess Granger
La Corporación by Max Barry