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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia

BOOK: El fin de la infancia
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Un curioso día de 1975, la Tierra recibe la llegada de miles de naves alienígenas. Las enormes naves permanecen expectantes y silenciosas, orbitando sobre las principales ciudades a lo largo de todo el mundo. Sólo el alienígena Karellen se dirige a la humanidad, pero siempre sin salir de su nave.

Los alienígenas se muestran pacíficos y empáticos con los humanos. Ayudándoles y dirigiéndoles hacia un mundo armonioso y pacífico. Sin embargo, dos preguntas persisten en la mente de los hombres. Primero, ¿por qué hacen eso los alienígenas?, y segundo, y más importante, ¿por qué no se muestran físicamente? ¿Cómo son? ¿Acaso tienen algo que ocultar?

Arthur C. Clarke

El fin de la infancia

ePUB v1.2

Garland
 
01.07.12

Título original:
Childhood end's

Arthur C. Clarke, 1956.

Traducción: Luis Domenech

Editor original: neek05 (v1.0)

Segundo editor: Garland (v1.1 a v1.2)

Corrección de erratas: Garland, Joel Barish

ePub base v2.0

Prólogo
1

El volcán que había alzado a Taratua desde los fondos del Pacífico dormía desde hacía medio millón de años. Sin embargo, muy pronto, pensó Reinhold, unos fuegos más violentos arrasarán otra vez la isla. Miró la plataforma y alzó los ojos hacia la pirámide de andamios que rodeaba aún al Columbus. La proa de la nave, a sesenta metros de altura, reflejaba los últimos rayos del sol. Era una de las últimas noches del cohete. Luego flotaría en la eterna luz solar del espacio.

Todo estaba tranquilo aquí, bajo las palmeras, en lo más alto del rocoso espinazo de la isla. Sólo se oía el silbido intermitente de los compresores neumáticos o la voz apagada de los obreros. Reinhold se había encariñado con estas apretadas palmeras. Venía aquí casi todas las noches a vigilar su pequeño imperio. Le entristecía pensar que cuando el Columbus se elevara hacia los astros, envuelto en furiosas llamas, estos árboles quedarían reducidos a átomos.

A un kilómetro de la costa, el James Forrestal había encendido los reflectores y barría las aguas oscuras. El sol había desaparecido, y la rápida noche tropical se elevaba desde el este. Reinhold se preguntó, con un poco de sorna, si esperarían encontrar submarinos rusos tan cerca de la orilla.

Rusia le hizo pensar, como siempre, en Konrad y aquella mañana de la catastrófica primavera de 1945. Habían pasado más de treinta años, pero no podía olvidar los días en que el Reich se tambaleaba bajo las olas que venían del Este y del Oeste. Todavía podía ver los cansados ojos azules de Konrad y su barbita de oro mientras se daban la mano y se separaban en la arruinada aldea de Prusia atravesada incesantemente por columnas de refugiados. Había sido una separación que simbolizaba todo lo que había ocurrido desde entonces en el mundo... la grieta abierta entre el Este y el Oeste. Konrad había elegido el camino de Moscú. Reinhold había pensado que Konrad estaba loco, pero ahora ya no se sentía tan seguro.

Durante treinta años había creído que Konrad ya no vivía. Hacía una semana el coronel Sandmeyer, del Servicio Secreto, le había traído las últimas novedades. Sandmeyer no le gustaba, y estaba seguro de que el otro sentía lo mismo. Pero ninguno de los dos permitía que los sentimientos interfirieran en el trabajo.

—Señor Hoffmann —había comenzado a decir el coronel exhibiendo lo mejor de su cortesía profesional—, acabo de recibir algunos alarmantes informes de Washington. Es un secreto de Estado, naturalmente, pero hemos decidido comunicárselo al cuerpo de ingenieros. Así comprenderán que es necesario darse prisa. —Sandmeyer se detuvo, tratando de impresionar a Hoffmann, pero fue inútil. Hoffmann ya sabía, de algún modo, lo que iba a seguir. —Los rusos casi nos han alcanzado. Han desarrollado un propulsor atómico, quizá más eficiente que el nuestro y están construyendo una nave en las costas del lago Baikal. No sabernos hasta dónde han llegado, pero el Servicio Secreto cree que podrán lanzar la nave dentro de unos meses. Ya sabe lo que eso significa.

Si, ya lo sé, pensó Reinhold. Se ha alargado la carrera... y podemos perder.

—¿Sabe usted quién dirige el equipo ruso? —había preguntado, sin esperar realmente una respuesta.

El coronel Sandmeyer había mostrado al sorprendido Reinhold una hoja escrita a máquina y allí, encabezando una lista, estaba el nombre: Konrad Schneider.

—Usted conoció muy bien a esos hombres de Peenemünde ¿no es cierto? —dijo el coronel—. Eso puede servirnos. Me gustaría que preparase usted unas notas sobre el mayor número posible de esos hombres. La especialidad de cada uno, el grado de inteligencia, y otras cosas similares. Sé que es demasiado pedir, después de tanto tiempo, pero haga lo posible.

—Konrad Schneider es el único que importa —había respondido Reinhold—. Tenía talento, los otros no eran más que ingenieros competentes. Sólo el cielo sabe la que ha hecho en treinta años. No lo olvide... Schneider conoce, probablemente, todos nuestros resultados, y nosotros no conocemos ninguno de los suyos. Eso le da una decidida ventaja.

Reinhold no había pretendido criticar el Servicio Secreto, pero durante unos instantes Sandmeyer pareció ofendido. Al fin, el coronel se encogió de hombros.

—Puede no servirles de nada, me lo ha dicho usted mismo. Nuestro intercambio de información significa progreso más rápido, aunque dejemos escapar algunos secretos. Es posible que las oficinas rusas de investigación ignoren la mayor parte del tiempo lo que hace su propia gente. Les mostraremos que la democracia puede ser la primera en llegar a la Luna.

¡La democracia! ¡Tonterías!, pensó Reinhold, pero calló, prudentemente. Un Konrad Schneider valía un millón de votos. ¿Y qué no habría hecho Konrad con todos los recursos de la U.R.S.S. a su alcance? Quizá en ese mismo instante su nave se desprendía de la Tierra...

El sol que había dejado Taratua brillaba aún sobre el lago Baikal cuando Konrad Schneider y el comisario del Instituto de Ciencia Nuclear se alejaron lentamente de la plataforma donde se había probado el motor. Aún sentían una dolorosa vibración en los oídos aunque los últimos y atronadores ecos se habían perdido en el lago hacía ya diez minutos.

—¿Por qué esa cara larga? —preguntó de pronto Grigorievitch—. Tendría que estar contento. Otro mes más y habremos iniciado el viaje mientras los yanquis estarán mordiéndose los puños.

—Es usted optimista, como de costumbre —dijo Schneider—. Aunque el motor funcione no es tan fácil como parece. Es cierto que no veo ante mí ningún obstáculo serio, pero... me preocupan los informes que vienen de Taratua. Ya le he hablado del valor de Hoffmann, y dispone de billones de dólares. Esas fotografías de la nave son algo borrosas, pero no parece hablarles mucho. Y sabemos que probó su motor hace ya cinco semanas.

—No se preocupe —dijo riéndose Grigorievitch—. Se van a llevar la gran sorpresa. Recuérdelo... no saben nada de nosotros.

Schneider se preguntó si sería cierto, pero decidió no expresar ninguna duda. La mente de Grigorievitch comenzaría a explorar unos canales tortuosos y complicados, y si llegaba a encontrar una gotera, el mismo Schneider se vería en dificultades.

Schneider entró en el edificio de la administración. Había aquí tantos soldados, pensó sombríamente, como técnicos. Pero así hacían las cosas los rusos, y mientras no se le cruzasen en el camino no tenía por qué quejarse. Todo, con algunas exasperantes excepciones, se había desarrollado tal como lo habla previsto. Sólo el futuro podía decir quién había elegido mejor: él o Reinhold.

Redactaba un último informe cuando unos gritos lo interrumpieron. Durante unos instantes permaneció inmóvil, sentado ante su escritorio, preguntándose qué podía haber alterado la rígida disciplina del campamento. Luego se incorporó y se acercó a la ventana. Y por primera vez en su vida supo lo que era la desesperación.

Rodeado de estrellas, Reinhold descendió por la falda de la colina. Afuera, en el mar, el Forrestal barría todavía el agua con unos dedos luminosos. En la bahía los andamios que rodeaban el Columbus eran ahora un brillante árbol de Navidad. Sólo la elevada proa de la nave se alzaba como una sombra oscura entre los astros.

Una radio lanzaba una estridente música de baile desde los animados cuarteles y los pasos de Reinhold se aceleraron mecánicamente siguiendo el ritmo de la música. Había llegado casi al estrecho sendero que bordeaba las arenas, cuando algún presentimiento, algo apenas atisbado, lo obligó a detenerse. Perplejo, miró primero el mar, y luego la tierra. Pasaron unos instantes antes que pensara en mirar el cielo.

Reinhold Hoffmann supo entonces, como Konrad Schneider en ese mismo instante, que había perdido la carrera. Y supo que la había perdido no por esas pocas semanas o meses que habían estado amenazándolo, sino por milenios. Las sombras enormes y silenciosas que navegaban bajo las estrellas, a una altura que Reinhold era incapaz de imaginar, estaban tan alejadas del pequeño Columbus como éste de las canoas paleolíticas. Durante un instante que pareció eterno, Reinhold observó, junto con el mundo entero, cómo las grandes naves descendían con una majestad abrumadora, hasta que oyó al fin el débil chillido de la fricción en el enrarecido aire de la estratosfera.

Reinhold no se sintió apenado porque el trabajo de toda una vida se le derrumbase de pronto. Había luchado para que el hombre llegase a las estrellas, y ahora, en el instante del triunfo, las estrellas —las apartadas e indiferentes estrellas— venían a él. En ese instante la historia suspendía su aliento, y el presente se abría en dos separándose del pasado como un témpano que se desprende de los fríos acantilados paternos y se lanza al mar, a navegar solitario y orgulloso. Todo lo obtenido en las eras del pasado no era nada ahora. En el cerebro de Reinhold sonaban y resonaban los ecos de un único pensamiento: La raza humana ya no estaba sola.

I – La tierra de los superseñores
2

El secretario general de las Naciones Unidas, de pie e inmóvil junto a la larga ventana, miraba fijamente el apretado tránsito de la calle Cuarenta y tres. A veces se preguntaba si convendría que un hombre trabajase a una altura tal por encima de sus semejantes. El aislamiento estaba muy bien, pero podía convertirse fácilmente en indiferencia. ¿O sólo estaba tratando de racionalizar su desagrado por los rascacielos, aún intacto después de veinte años de vivir en Nueva York?

Oyó que se abría la puerta, pero no se volvió. Pieter Van Ryberg entró en la oficina. Sobrevino la inevitable pausa mientras Pieter miraba con desaprobación el termostato. Todo el mundo repetía la broma de que al secretario general le gustaba vivir en una heladera. Stormgren esperó a que su ayudante se acercase y al fin apartó los ojos de aquel familiar, pero siempre fascinante panorama.

—Se han retrasado —dijo—. Wainwright debía de estar aquí desde hace cinco minutos.

—Acabo de hablar con la policía. Lo acompaña una verdadera procesión y han desordenado el tránsito. Llegará de un momento a otro. —Van Ryberg se detuvo y luego añadió, abruptamente: —¿Está usted todavía seguro de que es una buena idea la de verse con él?

—Temo que sea un poco tarde para arrepentirse. Al fin y al cabo me mostré de acuerdo... Aunque usted sabe que no fui yo quien tuvo esa idea.

Stormgren se había acercado al escritorio y estaba jugando con su famoso pisapapeles de uranio. No estaba nervioso, sólo indeciso. Hasta le alegraba que Wainwright llegase tarde, pues eso le daría una pequeña ventaja moral en el momento de iniciarse la conferencia. Tales trivialidades tienen más importancia en los asuntos humanos que la deseada por cualquier persona lógica y razonable.

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