El fin de la infancia (10 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

BOOK: El fin de la infancia
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Habían ocurrido también algunas cosas más profundas. Se vivía una época totalmente secular. De todas las creencias que habían existido hasta poco antes de la llegada de los superseñores sólo subsistía una especie de budismo —quizá la más austera de todas las doctrinas religiosas—, aunque un budismo purificado. Los credos basados en milagros y revelaciones habían desaparecido totalmente, desvaneciéndose poco a poco a medida que crecía el nivel de educación. Los superseñores no tenían intervención en estos cambios. Muy a menudo se le preguntaba a Karellen qué opinaba sobre la religión, pero el superseñor se limitaba a declarar que las creencias humanas eran asunto privado mientras no interfiriesen en la libertad de los demás.

Si no hubiese intervenido la curiosidad humana, las antiguas creencias se hubiesen mantenido quizá en pie. Era sabido que los superseñores habían tenido acceso al pasado, y en más de una ocasión se había recurrido a Karellen para que solucionara alguna controversia. Pudo haber ocurrido que Karellen se cansase al fin de responder a tales preguntas, pero es más probable que no hubiese ignorado cuáles serían las consecuencias de su generosidad…

El instrumento que entregó en préstamo al Instituto de Historia Universal no era más que un receptor de televisión con un complicado sistema de controles para establecer ciertas coordenadas en el tiempo y el espacio. El aparato debía de estar conectado de algún modo con una máquina mucho más compleja, instalada en la nave de Karellen, y que funcionaba de acuerdo con principios inimaginables. Sólo había que ajustar los controles e inmediatamente se abría una ventana al pasado. De este modo casi toda la historia humana de los últimos cinco mil años era accesible a los hombres. La máquina no funcionaba más allá de los cinco mil años, y había además algunos blancos desconcertantes en todas las edades. El fenómeno se debía quizá a alguna causa natural, aunque también podía tratarse de alguna censura deliberada, ejercida por los superseñores.

Aunque las mentes racionales habían sabido siempre que todos los textos religiosos no podían ser verdaderos, la reacción fue sin embargo muy notable. Allí estaba la revelación que nadie podía negar o poner en duda. Ahí estaban —vistos gracias a una desconocida magia de los superseñores— los verdaderos comienzos de todas las grandes religiones del mundo. Casi todas eran nobles e inspiradoras... pero eso no bastaba. En sólo unos pocos días todos los redentores del género humano perdieron su origen divino. Bajo la intensa y desapasionada luz de la verdad las creencias que habían alimentado a millones de hombres, durante dos mil años, se desvanecieron como el rocío de la mañana. El bien y el mal fabricados por ellas fueron arrojados al pasado. Ya nunca volverían a conmover el alma de los hombres.

La humanidad había perdido sus antiguas divinidades. Ahora era ya bastante vieja como para no necesitar dioses nuevos.

Aunque muy pocos lo notaron, la pérdida de la fe fue seguida por una declinación de la ciencia. Había muchos técnicos, pero pocos pensadores originales que extendiesen las fronteras del conocimiento humano. Aún persistía la curiosidad, y había bastante ocio como para complacerse en ella, pero el motivo fundamental de la investigación científica había desaparecido. Parecía totalmente inútil pasarse la vida investigando secretos ya descubiertos, probablemente, por los superseñores.

Esta decadencia había sido ocultada, en parte, por un enorme desarrollo de las ciencias descriptivas, como la zoología, la botánica y la observación astronómica. Nunca había habido tantos aficionados a coleccionar hechos científicos; pero muy pocos teóricos trataban de relacionar esos hechos.

El fin de las luchas y conflictos de toda especie había significado también el fin virtual del arte creador. Había millares de ejecutantes, aficionados y profesionales; pero, sin embargo, durante toda una generación, no se había producido en verdad ninguna obra sobresaliente en literatura, música, pintura o escultura. El mundo vivía aún de las glorias de un pasado perdido.

Nadie se preocupaba, excepto unos pocos filósofos. La raza humana estaba demasiado entretenida saboreando la libertad recién descubierta como para mirar más allá de los placeres del presente. La utopía había llegado al fin, y no había sido atacada aún por el enemigo supremo de todas las utopías... el aburrimiento.

Quizá Karellen tenía también una respuesta para este problema. Nadie sabía aún, después de toda una vida, cuál podría ser el propósito final de los superseñores. La humanidad había aprendido a confiar en ellos, y a aceptar sin más el altruismo supremo que había traído a Karellen y a sus compañeros a este destierro tan prolongado.

Si se trataba, realmente, de altruismo. Pues todavía había algunos que se preguntaban si la política de los superseñores coincidiría siempre con los verdaderos intereses de la humanidad.

7

Las invitaciones que envió Rupert Boyre recorrieron un impresionante total de kilómetros. Los doce primeros huéspedes, por ejemplo, fueron estos: los Foster de Adelaida, los Sboenberger de Haití, los Farran de Stalingrado, los Moravia de Cincinnati, los Ivanko de París, y los Sullivan que vivían en las vecindades de la isla de Pascua, aunque a cuatro kilómetros bajo el fondo del mar. Rupert tuvo la satisfacción de recibir a más de cuarenta huéspedes, aunque sólo había invitado a treinta. Sólo faltaron los Krause, pero porque olvidaron el calendario internacional y llegaron un día después.

Hacia el mediodía, una imponente colección de máquinas aéreas se había reunido en el parque, y los rezagados, una vez que encontraron donde aterrizar, tuvieron que recorrer a pie un largo camino. Los vehículos agrupados en el parque variaban desde las cucarachas volantes de un solo asiento, a los Cadillac familiares que más parecían palacios aéreos que sensibles máquinas voladoras. Pero en esta época el transporte nada decía de la posición social de sus usuarios.

—Es una casa realmente fea —dijo Jean Morrel mientras el aparato Meteor descendía en espiral—. Parece una caja de cartón aplastada.

George Greggson, quien sentía un anticuado disgusto por los aterrizajes automáticos, ajustó los controles de descenso.

—Es difícil juzgarla desde este ángulo —dijo luego con bastante sentido común—. Desde el nivel del suelo quizá parezca otra cosa.

Se posaron entre otro Meteor y algo que no pudieron identificar. Parecía un aparato muy rápido y, pensó Jean, muy incómodo. Lo habrá construido alguno de esos técnicos amigos de Rupert, concluyó. Creía recordar una ley que prohibía esas cosas.

Salieron de la máquina y el calor los golpeó como la llama de un soldador. Parecía como si el sol les estuviese sacando el agua del cuerpo, y George creyó oír que le crujía la piel. Era en parte culpa de ellos, naturalmente. Habían salido de Alaska tres horas antes y tenían que haber ajustado la temperatura de la cabina.

—¡Qué lugar para vivir! —jadeó Jean—. Yo creía que aquí controlaban el clima.

—Así es —replicó George—. Esto fue una vez un desierto, y mira ahora. Vamos, adentro estaremos mejor.

La voz de Rupert un poco más alta que lo normal, les resonó en los oídos. El dueño de casa estaba de pie junto a la máquina, con un vaso en cada mano, y mirándolos desde lo alto con una expresión divertida. Los miraba desde lo alto por la sencilla razón de que medía cuatro metros de altura; el cuerpo, además, era translúcido.

—¡Bonita triquiñuela para recibir a tus invitados! —protestó George y trató de tomar las bebidas. La mano, como es natural, pasó a través de los vasos—. ¡Espero que nos ofrezcas algo más sustancial cuando entremos en la casa!

—No te preocupes —dijo Rupert riéndose—. Haz tu pedido y cuando llegues tendrás las bebidas preparadas.

—Dos grandes vasos de cerveza, enfriados en aire líquido —dijo George rápidamente—. En seguida estaremos ahí.

Rupert asintió con un movimiento de cabeza, puso los vasos sobre una mesa invisible, movió unos controles también invisibles, y desapareció.

—¡Bueno! —dijo Jean—. Primera vez que veo funcionar uno de esos aparatos. ¿Cómo lo consiguió? Pensaba que sólo los tenían los superseñores.

—¿Qué no tendrá Rupert? —replicó George—. Este es justo el juguete que le faltaba. Puede quedarse cómodamente sentado en su estudio, y recorrer al mismo tiempo la mitad del continente africano. Sin calor, sin cucarachas, sin esfuerzo... y con una heladera cerca. Me pregunto qué habrían dicho Stanley y Livingstone.

El sol puso fin a la conversación. Cuando llegaron a la puerta principal (difícil de distinguir del resto del muro de vidrio) ésta se abrió automáticamente con una fanfarria de trompetas. Jean pensó, con exactitud, que esa fanfarria terminaría por enfermarla, aun antes que terminara el día.

La actual señora Boyre los recibió en la deliciosa frescura del vestíbulo. La mujer era, para decir la verdad, la razón que había atraído a tantos invitados. Quizá la mitad de ellos había venido a ver la nueva casa; el resto se había decidido por la noticia de una nueva esposa.

Sólo había un adjetivo capaz de describir adecuadamente a la señora Boyce: perturbadora. Aun en ese mundo, donde la belleza era un lugar común, los hombres volvieron las cabezas cuando ella entró en el cuarto. La mujer, sospechó George, era negra por lo menos en una cuarta parte. Tenía unas facciones prácticamente griegas y un cabello largo y lustroso. Sólo la piel, brillante y oscura —ese gastado adjetivo "achocolatado" era el único que le convenía—, revelaba la posible ascendencia.

—Ustedes son Jean y George, ¿no es así? —les dijo la mujer extendiendo la mano—. Tanto gusto. Rupert está haciendo algo complicado con las bebidas... Vengan, les presentaré a los demás.

La mujer tenía una rica voz de contralto, y George sintió que un ligero cosquilleo le subía y le bajaba por la espalda, como si alguien le pasase los dedos por la espina dorsal, tocando una flauta. Miró nerviosamente a Jean, que había logrado adoptar una sonrisa un tanto artificiosa, y al fin recobró la voz:

—Mucho... mucho gusto en conocerla —dijo débilmente—. Hemos esperado con ansia esta fiesta.

—Rupert da siempre tan hermosas fiestas —anotó Jean.

Jean acentuó de tal modo la palabra "siempre" que no era difícil adivinar lo que estaba pensando: cada vez que se casaba. George enrojeció ligeramente y le lanzó a Jean una mirada de reproche, pero la mujer no dio muestras de haber advertido el alfilerazo. Amablemente, los llevó hasta el salón principal, donde se había reunido una representativa colección de los amigos de Rupert. Rupert mismo estaba sentado ante una mesa que parecía ser el tablero de un aparato de televisión. Se trataba, concluyó George, del proyector de aquella imagen que había ido a encontrarlos. Rupert estaba dedicado por entero a sorprender a otros dos; pero se interrumpió el tiempo necesario para saludar a Jean y a George, y disculparse por haberle dado las bebidas a algún otro.

—Encontrarán más por ahí —dijo señalando vagamente hacia atrás con una mano, mientras que con la otra ajustaba los controles—. Están en su casa. Ya conocen a casi toda la gente..., Maia los presentará a los demás. Gracias por haber venido.

—Gracias a ti por habernos invitado —dijo Jean sin mucha convicción. George ya había partido hacia el bar y Jean lo siguió cambiando ocasionalmente algunos saludos con las gentes amigas. Las tres cuartas partes de los presentes eran perfectos desconocidos, cosa común en las fiestas de Rupert.

—Vayamos a explorar —le dijo a George cuando terminaron de refrescarse y de saludar desde lejos a todas las caras familiares—. Quiero conocer la casa.

George la siguió lanzando, con no mucho disimulo, una última mirada hacia Maia Boyce. Tenía un aire ausente en los ojos que a Jean no le gustaba nada. Era tan molesto que los hombres fuesen fundamentalmente polígamos. Pero por otra parte, si no lo fuesen... Sí, quizá era mejor así, al fin y al cabo.

George volvió pronto a la normalidad mientras investigaban las maravillas de la nueva residencia de Rupert. La casa parecía muy grande para dos personas; pero era necesario que fuese así, ya que soportaba frecuentes sobrecargas. Había dos pisos; el de arriba era mucho más amplio para que los salientes sombrearan los alrededores del piso bajo. El grado de mecanización era considerable, y la cocina se parecía estrechamente a la cámara de pilotos de un transporte aéreo.

—¡Pobre Ruby! —dijo Jean—. Le hubiese encantado esta casa.

—Por lo que he oído —replicó George, quien no le tenía mucha simpatía a la anterior señora Boyce—, juzgo que Ruby es perfectamente feliz con su amiguito australiano.

Esto era algo tan sabido que Jean no pudo replicar. Así que cambió de tema.

—Es terriblemente bonita, ¿no es cierto?

George estaba bastante prevenido como para evitar la trampa.

—Oh, supongo que sí —replicó indiferentemente—. Siempre, claro, que a uno le gusten las morenas.

—Lo que a ti no te pasa, naturalmente —dijo Jean con suavidad.

—No seas celosa, querida —rió George, acariciándole el pelo platinado—. Vamos a ver la biblioteca. ¿En qué piso crees que estará?

—Arriba, seguramente. No hay más cuartos aquí. Además, eso está de acuerdo con el plan general. El vivir, el comer y el dormir han sido relegados al piso inferior. Arriba está la sección juegos y diversiones, aunque eso de instalar una piscina en un primer piso sigue pareciéndome una locura.

—Sospecho que hay algún motivo —dijo George abriendo una puerta cualquiera—. Alguien tuvo que haber guiado a Rupert en la construcción de la casa. El solo no hubiese sido capaz.

—Probablemente tienes razón. Si no fuese así, habría cuartos sin puertas, y escaleras que no llevarían a ninguna parte. En realidad, tendría miedo de entrar en una casa diseñada por Rupert.

—Aquí estamos —dijo George con el orgullo de un navegante al pisar tierra firme—, la fabulosa colección Boyce en su nueva casa. Me pregunto cuántos de estos libros habrá leído Rupert realmente.

La biblioteca abarcaba todo el ancho de la casa, pero los estantes colmados de libros la dividían virtualmente en media docena de pequeñas dependencias. Había aquí, si George no recordaba mal, unos quince mil volúmenes... casi todas las publicaciones importantes sobre temas tan nebulosos como magia, investigación psíquica, adivinación, telepatía y todo ese conjunto de huidizos fenómenos que pueden ser clasificados como parafísicos. Era una distracción muy peculiar en esta edad de la razón. Se trataba, presumiblemente, del método utilizado por Rupert para huir de la realidad.

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