Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
Me dije que jamás podría abandonar mi corazón. Por más pesado, por más triste que fuera en unas ocasiones, en otras surcaba el viento igual que un pájaro y alcanzaba a ver el infinito. Incluso podía sumergir mi corazón dentro de los ecos de aquel pequeño instrumento.
Me dio la sensación de que el viento que soplaba en el exterior del edificio llegaba a mis oídos. El viento invernal danzaba sobre la ciudad. Se arremolinaba alrededor de la alta torre del reloj, cruzaba bajo los puentes, agitaba las ramas de los sauces que bordeaban el río. Azotaba las ramas de los árboles del bosque, barría la pradera, hacía crujir los postes eléctricos del área industrial, golpeaba la puerta de la muralla. Bajo su soplo, las bestias se helaban y las personas contenían el aliento en el interior de sus casas. Con los ojos cerrados, evoqué diversas imágenes de la ciudad. Las isletas del río, una de las atalayas situadas al oeste, la central eléctrica del bosque, el rincón soleado de delante de la Residencia Oficial en que se sentaban los ancianos. Las bestias inclinadas para beber agua en los remansos del río; el viento meciendo la verde hierba que en verano crecía en los escalones de piedra del canal. Recordé, hasta en sus menores detalles, el lago situado hacia el sur, adonde habíamos ido juntos ella y yo. Me acordé de los pequeños campos de cultivo, detrás de la central eléctrica, y de la pradera donde se hallaban los antiguos barracones, y de las ruinas y del viejo pozo que quedaban donde el Bosque del Este lindaba con la muralla.
Pensé en las personas a las que había conocido en la ciudad. Mi vecino el coronel, los ancianos que vivían en la Residencia Oficial, el encargado de la central eléctrica, el guardián de la Puerta del Oeste... En aquel instante, todos ellos debían de estar en sus respectivas habitaciones escuchando el rugido de la ventisca que azotaba la ciudad.
Estaba a punto de perder para siempre todos y cada uno de estos paisajes, a todas y cada una de estas personas. Y luego, por supuesto, estaba ella. Pero yo recordaría siempre, como si acabara de verlos la víspera, aquel mundo y a las personas que lo habitaban. Ellos no tenían ninguna culpa de que la ciudad fuese antinatural y se asentara en algo erróneo, ni de que sus habitantes hubiesen perdido el corazón. Incluso tal vez recordase al guardián con nostalgia. Porque él sólo era un eslabón más de la férrea cadena en que consistía la ciudad. Algo había creado la poderosa muralla, y las personas sólo habían sido absorbidas por ella. Sentí que era capaz de amar todos los paisajes y a todas las personas de la ciudad. No podía quedarme allí. Pero los amaba.
En aquel instante, algo golpeó levemente mi corazón. Uno de los acordes insistía en permanecer en mi interior, como si me pidiera algo. Abrí los ojos, decidí tocarlo de nuevo. Con la mano derecha busqué los sonidos que le correspondían. Al cabo de un largo rato, di al fin con las cuatro primeras notas de una melodía. Aquellas cuatro notas fueron bajando despacio del cielo, danzando en el aire como tibios rayos del sol, hasta posarse en mi corazón. Aquellas cuatro notas me necesitaban a mí y yo las necesitaba a ellas.
Pulsando las claves del teclado, toqué aquellas cuatro notas muchas veces. Noté que requerían unas cuantas notas más y un acorde distinto. Busqué un nuevo acorde. Lo hallé enseguida. Aún iba a costarme un poco encontrar la melodía, pero las cuatro primeras notas me condujeron a las cinco siguientes. A éstas las sucedieron un nuevo acorde y otras tres notas.
Aquello era una canción. No una canción completa, pero sí la primera estrofa de una canción. Repetí, una vez tras otra, los tres acordes y las doce notas. Debía de ser una canción que conocía.
Danny Boy.
Cerré los ojos, proseguí. En cuanto hube recordado el título de la canción, la melodía y los acordes empezaron a fluir espontáneamente a través de las puntas de mis dedos. Toqué la melodía una vez tras otra. Percibía con toda claridad cómo la música se iba infiltrando en mi corazón y aligeraba la tensión y la rigidez de cada rincón de mi cuerpo. Al oír música por primera vez después de tanto tiempo, me di cuenta de cuánto la había necesitado. Hacía tanto que la había perdido que incluso había dejado de añorarla. La música tornó leves mi corazón y mis músculos helados por el frío invernal y confirió a mis ojos una cálida y nostálgica luz.
En aquella música creí percibir el aliento de la ciudad. Yo estaba dentro de la ciudad, la ciudad estaba dentro de mí. La ciudad respiraba y temblaba al compás del temblor de mi cuerpo. La muralla se movía, serpenteaba. Sentí la muralla como si fuera mi propia piel.
Tras repetir muchas veces aquella melodía, aparté las manos del instrumento, lo dejé en el suelo, me recosté en la pared y cerré los ojos. Aún podía notar el temblor de mi cuerpo. Todo lo que había allí era yo. La muralla, la puerta, las bestias, el bosque, el río, el agujero por donde surgía el fuerte viento, el lago: todo era yo. Todo estaba en mi interior. Probablemente, incluso el frío invierno era yo.
Aun después de que hubiera dejado el acordeón, ella continuó con los ojos cerrados, aferrada con ambas manos a mi brazo. De sus ojos brotaban lágrimas. Apoyé una mano en su hombro, posé los labios sobre sus ojos. Las lágrimas les conferían una humedad cálida y suave. Una luz tenue y dulce iluminó sus mejillas haciendo brillar sus lágrimas. No se trataba, sin embargo, de la luz mortecina de la lámpara que colgaba del techo. Era una luz más blanca, más cálida, como la de las estrellas.
Me levanté y apagué la lámpara. Descubrí de dónde venía la luz.
Eran los cráneos, que brillaban. La habitación estaba iluminada como si fuera mediodía. Era una luz suave como un rayo de sol de primavera, serena como el claro de luna. La vieja luz dormida en el interior de los incontables cráneos alineados sobre los estantes ahora estaba despertando. Las hileras de cráneos brillaban en silencio como el mar centelleante de la mañana, fragmentado en mil puntos de luz. Sin embargo, aquella luz no cegaba mis ojos. Aquella luz me llenaba de paz, infundía en mi corazón el calor que habían traído consigo los viejos recuerdos. Podía sentir que mis ojos estaban curados. Ya nada podía lastimarlos.
Era una visión maravillosa. La luz se esparcía por todas partes. Los cráneos despedían la luz del prometido silencio como una joya divisada en el fondo de unas aguas cristalinas. Tomé un cráneo en la mano, deslicé suavemente las puntas de los dedos por la superficie. En él, descubrí su corazón. Su corazón estaba allí. Lo sentía, pequeño, en las yemas de mis dedos. Cada uno de los puntitos de luz no poseía más que una tibieza y una claridad muy suaves, pero eran una tibieza y una claridad que nadie le podía arrebatar.
—Tu corazón está ahí —le dije—. Lo que resalta y brilla es tu corazón.
Ella esbozó un gesto de asentimiento y clavó en mí sus ojos anegados en lágrimas.
—Podré leer tu corazón. Y podré reunirlo en un todo. Tu corazón ya no será un trozo de corazón perdido y fragmentado en mil pedazos. Está aquí y nadie podrá arrebatártelo. —Volví a posar los labios sobre sus párpados—. Déjame aquí, solo —dije—. Quiero leer tu corazón antes de que llegue la mañana. Después dormiré un poco.
Ella volvió a asentir, echó una mirada circular a las hileras de cráneos que brillaban y salió del almacén. Cuando la puerta se cerró, me recosté en la pared y, durante una eternidad, contemplé los numerosos puntos de luz que brillaban sobre los cráneos. Aquella luz eran los viejos sueños que ella había tenido y, al mismo tiempo, eran mis propios viejos sueños. Lo había descubierto finalmente tras recorrer un largo camino por aquella ciudad amurallada.
Cogí un cráneo, posé ambas manos sobre él, cerré suavemente los ojos.
No sabía cuántas horas había dormido. Alguien me zarandeaba. Lo primero que sentí fue el olor del sofá. Luego, irritación hacia la persona que me estaba despertando. Todo el mundo, como una plaga de langostas en otoño, pretendía arrancarme de mi fecundo sueño.
A pesar de ello, algo en mi interior me urgía a despertar. Como si me dijera: «No tienes tiempo de dormir». Ese algo de mi interior me estaba golpeando la cabeza con un gran jarrón de metal.
—¡Despierta, por favor! —dijo ella.
Me incorporé sobre el sofá y abrí los ojos. Estaba envuelto en un albornoz de color naranja. Ella llevaba una camiseta blanca de hombre y estaba encima de mí, sacudiéndome los hombros. Cubierta sólo con una camiseta y unas braguitas blancas, su cuerpo delgado me hizo pensar en un niño pequeño y frágil. Un cuerpo susceptible de ser reducido a polvo y barrido por una fuerte ráfaga de viento. ¿Adónde diablos había ido a parar toda aquella comida italiana que habíamos devorado? ¿Y dónde había dejado mi reloj de pulsera? Todo estaba oscuro. Si mis ojos no me engañaban, todavía no había amanecido.
—¡Mira! ¡Allí, encima de la mesa! —me dijo ella.
La obedecí. Sobre la mesa había una especie de pequeño árbol de Navidad. Pero no podía ser un árbol de Navidad: era demasiado pequeño y, además, estábamos sólo a principios de octubre. No, no podía ser. Cerrándome con ambas manos las solapas del albornoz, miré fijamente el objeto que había sobre la mesa. Era el cráneo que yo había dejado allí. No, quizá ella lo había depositado en la mesa. No recordaba quién de los dos lo había puesto allí. No importaba. En todo caso, lo que brillaba sobre la mesa como un árbol de Navidad era el cráneo del unicornio que había traído yo. Un halo de luz envolvía la calavera.
Cada uno de los puntitos luminosos era diminuto, y su luz no era muy potente. Pero los pequeños puntos de luz flotaban por encima del cráneo como incontables estrellas. Era una luz blanca, tenue y dulce. Cada puntito estaba rodeado a su vez de un halo de luz distinta, más difusa, y sus contornos aparecían vagamente velados. Por eso, más que brillar en la superficie del cráneo, la luz flotaba por encima. Sentados juntos en el sofá, permanecimos largo tiempo en silencio con los ojos clavados en aquel mar de pequeñas luces. Ella me aferraba un brazo con ambas manos, yo seguía con las dos manos en las solapas del albornoz. Eran altas horas de la noche, no se oía ningún ruido en los alrededores.
—¿Qué es eso? ¿Es algún artificio?
Sacudí la cabeza. Había pasado una noche en casa con el cráneo y no había emitido luz. Si se debiera a algún tipo de pintura o de musgo fosforescente, no brillaría y dejaría de brillar a su capricho. Cuando estuviera oscuro, brillaría. Además, antes de que nos durmiésemos, no brillaba. No se trataba de ningún artificio. Era algo especial, no creado por manos humanas. Ninguna fuerza artificial habría podido producir una luz tan dulce y serena.
Me desprendí con suavidad de las manos que me aferraban el brazo derecho, alargué la mano hacia el cráneo, lo alcé en silencio y lo deposité sobre mis rodillas.
—¿No te da miedo? —me preguntó ella en voz baja.
—No —dije. No me daba miedo. Aquello debía de tener alguna relación conmigo. Y nadie se teme a sí mismo.
Al cubrir el cráneo con las palmas de las manos sentí el calor tibio de un débil rescoldo. Incluso mis dedos estaban envueltos en un halo de pálida luz. Cerré los ojos, dejé que mis diez dedos se empaparan en aquella tibieza suave y sentí que una multitud de viejos recuerdos emergían en mi corazón como nubes lejanas.
—No parece una reproducción —comentó ella—. Seguro que es un cráneo auténtico, que viene de tiempos remotos trayendo recuerdos lejanos...
Asentí en silencio. Pero ¿qué podía saber yo? Fuera lo que fuese aquello, lo cierto era que emanaba luz y que esa luz estaba en mis manos. Sólo sabía que la luz me estaba diciendo algo. Lo intuía. Posiblemente, se me estaba mostrando algún camino. Pero podía estar relacionado tanto con el nuevo mundo al que me acercaba como con el viejo mundo que me disponía a abandonar. Eso yo no era capaz de discernirlo.
Abrí los ojos y contemplé de nuevo la luz que teñía mis dedos de blanco. No podía captar el significado de la luz, pero sí percibía claramente que estaba desprovista de malicia y hostilidad. Asentada en mi mano, parecía satisfecha de encontrarse allí. Seguí con la punta del dedo la línea de luz que flotaba en el aire. «No hay por qué tener miedo», pensé. No había ninguna razón para temerme a mí mismo.
Volví a depositar el cráneo sobre la mesa, le toqué la mejilla a ella con la punta de aquel dedo.
—Está caliente —constató.
—Es que la luz está caliente —dije.
—¿Crees que yo también podría tocarla?
—Claro.
Ella permaneció un rato con las manos posadas sobre el cráneo y los ojos cerrados. Como era de esperar, sus dedos también se cubrieron de un velo de luz blanca.
—He sentido algo —dijo—. No sé qué es, pero es algo que sentí hace tiempo en algún sitio. El aire, la luz, el sonido, todo eso. Pero no sabría explicarlo.
—Yo tampoco —dije—. Tengo sed.
—¿Quieres cerveza? ¿O agua?
—Mejor cerveza —dije.
Mientras ella sacaba cerveza de la nevera y la traía a la sala de estar junto con dos vasos, recogí el reloj de pulsera de detrás del sofá y miré la hora. Eran las cuatro y dieciséis minutos. Poco más de una hora después, amanecería. Cogí el teléfono y marqué el número de mi piso. No había llamado nunca a mi casa, así que me costó un poco recordar el número. Nadie descolgó. Dejé que el timbre sonara quince veces, colgué, volví a marcar el número y esperé de nuevo hasta el decimoquinto timbrazo. El resultado fue el mismo. No había nadie.