El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (69 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Salí de la plaza arrastrando a mi sombra, entré en la cabaña del guardián y, por si acaso, colgué de nuevo las llaves en la pared. Con un poco de suerte, el guardián tardaría un rato en darse cuenta de que habíamos huido.

—¿Adonde tenemos que ir ahora? —le pregunté a la sombra que tiritaba delante de la estufa que ya había perdido todo su calor.

—Al lago, al sur —dijo la sombra.

—¿Al lago, al sur? —repetí en un acto reflejo—. ¿Y qué diablos hay en el lago?

—Pues está el lago. Nos zambulliremos en él y saldremos de aquí. Con este frío, tal vez cojamos un resfriado, pero en la situación en la que nos encontramos no creo que tengamos elección.

—Pero en el fondo del lago hay una corriente fortísima. Si nos lanzamos al agua, nos absorberá hasta el fondo y moriremos enseguida.

Tiritando, la sombra tosió varias veces.

—No, no es cierto. He llegado a la conclusión de que es la única salida posible. He considerado todas las posibilidades, una por una. La salida está en el lago, seguro. No puede haber otra. Es lógico que dudes, pero confía en mí, te lo ruego. Piensa que yo arriesgo la única vida que tengo. No cometería ninguna locura. Ya te explicaré los detalles por el camino. El guardián volverá dentro de una hora, a lo sumo dentro de una hora y media, y en cuanto regrese es muy probable que se dé cuenta de que hemos escapado y se lance en nuestra persecución. No podemos permanecer aquí más tiempo.

En el exterior de la cabaña del guardián no había un alma. Sólo se veían dos tipos de huellas: las que había dejado yo cuando me dirigía a la cabaña, y las que había dejado el guardián al salir de la cabaña en dirección a la puerta de la muralla. También había surcos dejados por las ruedas de la carreta. Me cargué a mi sombra a la espalda. Al adelgazar, se había vuelto más liviana, pero no sería fácil superar la colina llevándola a cuestas. Sin la sombra, yo me había acostumbrado a una vida más cómoda. Lo cierto es que no sabía si lograría soportar su peso.

—El lago está bastante lejos. Tenemos que atravesar la Colina del Oeste, rodear la Colina del Sur y tomar un camino que pasa entre la maleza.

—¿Crees que podrás? —dudó.

—Llegados a este punto —contesté—, no nos queda más remedio, ¿no te parece?

Tomé hacia el sur por el camino cubierto de nieve. Todavía se veían claramente las pisadas que yo había dejado a la ida, y me dio la impresión de que me cruzaba con mi yo del pasado. Aparte de mis pisadas, sólo se veían las pequeñas huellas de las bestias. Al volverme hacia atrás, vi que al otro lado de la muralla seguía elevándose la gruesa y recta columna de humo gris. La columna parecía una macabra torre gris cuyas alturas iban siendo absorbidas por las nubes. A juzgar por su grosor, el guardián debía de estar quemando numerosos cadáveres. La gran nevada caída durante la noche debía de haber matado más bestias que en otras ocasiones. Como el guardián necesitaría mucho tiempo para incinerar tantos cuerpos, tardaría un buen rato en lanzarse en nuestra persecución. Sentí que, mediante su plácida muerte, las bestias nos ayudaban a alcanzar nuestro objetivo.

Sin embargo, la espesa capa de nieve me dificultaba el avance. La nieve helada se había apelmazado entre los clavos de las botas, y los pies me pesaban mucho, y me resbalaba cada dos por tres. Me arrepentí de no haber buscado unas raquetas o unos esquís para andar. En un lugar donde nevaba tanto, seguro que en alguna parte había utensilios de este tipo para la nieve. Probablemente el guardián tenía alguno en el almacén de su cabaña, donde guardaba toda clase de herramientas. Pero era demasiado tarde para retroceder hasta allí. Había llegado al Puente del Oeste y, si volvía atrás, perdería un tiempo precioso. A medida que avanzaba me sentía cada vez más acalorado, la frente empezó a cubrírseme de sudor.

—Con estas pisadas, salta a la vista adonde nos dirigimos —dijo la sombra mirando hacia atrás.

Mientras andaba bajo la nieve, imaginé al guardián pisándonos los talones. Sin duda correría a través de la nieve veloz como un diablo. Era mil veces más fuerte que yo y no llevaría a nadie cargado a la espalda. Además, seguro que iría equipado de forma adecuada para andar cómodamente por la nieve.

Tenía que ganar el mayor tiempo posible antes de que el guardián regresase a la cabaña. Si no, todo estaría perdido.

Pensé en ella, que me esperaba delante de la estufa de la biblioteca. Sobre la mesa descansaba el acordeón, la estufa ardía al rojo vivo, se alzaba vapor de la cafetera. Recordé el roce de su pelo en mi mejilla, recordé el tacto de sus dedos sobre mi hombro. Yo no podía dejar morir allí a mi sombra. Si el guardián nos atrapaba, mi sombra sería confinada de nuevo al sótano y moriría. Avancé y avancé, desplegando todas mis fuerzas. De vez en cuando me volvía hacia atrás para comprobar si la columna de humo gris seguía alzándose al otro lado de la muralla.

A medio camino, me crucé con muchas bestias. Vagaban buscando inútilmente en la nieve algún pobre alimento que llevarse a la boca. Se quedaban contemplando, con sus ojos de un profundo color azul, cómo yo pasaba por su lado, exhalando nubes de aliento blanco, con la sombra a la espalda. Las bestias parecían comprender, de principio a fin, el sentido de aquel acto.

Al pie de la Colina del Oeste, me quedé sin aliento. El peso de la sombra había hecho mella en mi resistencia y los pies empezaban a trabárseme en la nieve. Pensándolo bien, en los últimos tiempos yo no había hecho, en rigor, ningún tipo de ejercicio. Mi aliento blanco fue volviéndose cada vez más denso, la nieve que había empezado a caer de nuevo me nublaba la vista.

—¿Estás bien? —me preguntó mi sombra, a mi espalda—. ¿Quieres descansar un poco?

—Lo siento, pero sí, necesito descansar cinco minutos. En cinco minutos me repondré.

—De acuerdo. No te preocupes. Que yo no pueda correr es culpa mía. Descansa tanto como quieras. Me da la impresión de que tienes que cargar con todo.

—También es por mi bien —dije—, ¿no es así?

—Sí, estoy convencido de ello —dijo la sombra.

Descargué a mi sombra, me acuclillé en la nieve y suspiré. Estaba tan acalorado que ni siquiera notaba la frialdad de la nieve. Tenía las piernas agarrotadas, duras como piedras, desde la ingle hasta la punta de las uñas.

—Pero a veces dudo, ¿sabes? —agregó—. Pienso que si me hubiera muerto tranquilamente sin decirte nada, tú, a tu modo, podrías haber vivido aquí feliz, sin sufrimientos.

—Tal vez.

—Y yo te lo he impedido.

—Pero yo tenía que saber todo eso —dije.

La sombra asintió. Levantó la cabeza y miró la columna de humo gris que se alzaba en el manzanar.

—El guardián todavía tardará bastante en quemar todas las bestias —dijo—. Además, dentro de poco llegaremos a la cima. Luego rodearemos la Colina del Sur y, una vez allí, podremos respirar tranquilos. El guardián ya no nos alcanzará. —Tras pronunciar estas palabras, cogió un puñado de nieve y dejó que se fuera deslizando entre sus dedos—, Al principio, eso de que la ciudad debía tener por fuerza una salida oculta no fue más que una intuición. Pero después lo vi claro. Porque esta ciudad es perfecta. Y la perfección incluye siempre todas las posibilidades. En ese sentido, esto ni siquiera es una ciudad. Es algo más fluctuante y más global. Se metamorfosea sin cesar, mostrándonos todas las posibilidades, y así conserva su perfección. En resumen, que no es en absoluto un mundo inmutable, fijado para siempre. Al contrario, halla su completitud en el movimiento. Por eso, si tú deseas una salida, tiene que haber una salida, ¿me entiendes?

—Perfectamente —dije—. Ayer lo comprendí. Éste es un mundo de posibilidades. Aquí está todo, nada está aquí.

Sentada en la nieve, la sombra se me quedó mirando con fijeza. Luego asintió varias veces en silencio. La nieve caía cada vez más intensamente. Por lo visto, se aproximaba una nueva tormenta de nieve.

—Partiendo de la base de que había una salida, procedí a buscarla por eliminación —siguió—. Lo primero que descarté fue la Puerta del Oeste. Aun suponiendo que pudiéramos escapar por allí, el guardián nos atraparía en un santiamén. Conoce toda esa zona como la palma de su mano. Además, la puerta es lo primero que se le ocurriría a cualquiera que quisiera huir. La salida no podía estar en un lugar tan obvio. Por supuesto, descarté la muralla. Y también la Puerta del Este: está cegada, y en la entrada del río a la ciudad hay gruesos barrotes. Imposible escapar por allí. Lo único que queda es el lago, al sur. Podemos huir de la ciudad llevados por la corriente del río.

—¿Estás seguro?

—Sí. Me lo dice el corazón. Todas las demás salidas están selladas, cerradas a cal y canto. El lago es el único lugar que sigue intacto. No lo rodea cerca alguna. ¿No te parece extraño? Ellos se han valido del
miedo
para cercarlo. Si logramos superar ese miedo, venceremos a la ciudad.

—¿Cuándo te diste cuenta de eso?

—La primera vez que vi el río. Sólo fue una vez, pero un día el guardián me ordenó que lo acompañara hasta cerca del Puente del Oeste. Al ver el río, lo supe. Percibí que el río carecía de maldad alguna. Que el agua, además, exhalaba vida. Y que si nos abandonáramos a su corriente, seguro que saldríamos de la ciudad y podríamos volver al lugar en que vivíamos antes, bajo nuestra forma original. ¿Crees en lo que te estoy diciendo?

—Puedo creerlo —dije—. Puedo creer en lo que estás diciendo. Es posible que el río nos conduzca hasta allí, al mundo que dejamos atrás. Poco a poco he ido acordándome de algunas cosas de aquel mundo. Del aire, del sonido, de la luz, de esas cosas. La música me ha traído estos recuerdos.

—No sé si es un mundo maravilloso o no —añadió la sombra—. Pero al menos es el mundo en el que debemos vivir. Habrá cosas buenas y cosas malas. Y otras que no son ni buenas ni malas. Tú naciste allí y allí morirás. Cuando tú mueras, yo también desapareceré. Es lo más natural.

—Creo que tienes razón —dije.

Volvimos a contemplar la ciudad, a nuestros pies. La torre del reloj, el puente, y también la Puerta del Oeste y el humo, todo quedaba oculto por una violenta ventisca. Sólo se divisaba una enorme columna de nieve que caía del cielo como si fuera una catarata.

—Si te parece bien, podríamos seguir —dijo la sombra—. Nevando así, es posible que el guardián haya dejado de quemar a las bestias y haya regresado antes.

Asentí, me puse en pie y sacudí la nieve que se me había acumulado en la visera de la gorra.

39
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Palomitas de maíz. Lord Jim. Desaparición

A medio camino del parque, pasé por una bodega y compré unas latas de cerveza. Cuando le pregunté qué marca prefería, me respondió que, mientras tuviera espuma y supiese a cerveza, le daba lo mismo. Yo opinaba, más o menos, igual que ella. El cielo estaba azul, sin mácula, como si acabaran de crearlo aquella misma mañana, y estábamos a principios de octubre. Con que la cerveza tuviera espuma y supiese a cerveza, era suficiente.

Sin embargo, como me sobraba dinero, compré un
pack
de seis cervezas de importación. Las latas doradas de Miller High Life relucían como bañadas por el sol de otoño. También la música de Duke Ellington casaba a la perfección con aquella mañana despejada de octubre. Claro que tal vez la música de Duke Ellington también cuadrara con una Nochevieja en una base del Polo Sur.

Mientras conducía silbé al compás del fantástico solo de trombón de Lawrence Brown en
Do Nothing till You Hear from Me.
Lo siguió el solo de Johnny Hodges en
Sophisticated Lady.

Detuve el coche junto al parque de Hibiya, nos tumbamos en la hierba y bebimos cerveza. Puesto que era lunes por la mañana, el parque estaba desierto como la cubierta de un portaaviones después de despegar todos los aparatos. Sólo había una bandada de palomas que daban vueltas por el césped como si hicieran ejercicios de calentamiento.

—No hay ni una nube —comenté.

—Allí se ve una —dijo ella señalando un poco por encima del auditorio de Hibiya.

Efectivamente, había una sola nube en el cielo. Una nube blanca que parecía un trozo de algodón prendido en el extremo de una rama de alcanforero.

—Es muy poquita cosa —dije—. Casi no se la puede considerar una nube.

Poniéndose una mano a modo de visera, ella se quedó mirando fijamente la nube.

—Sí, tienes razón. Es muy pequeña —dijo.

Permanecimos lago tiempo en silencio, contemplando la nube, y luego abrimos la segunda lata de cerveza.

—¿Por qué te divorciaste? —me preguntó.

—Porque, cuando íbamos en el tren, nunca me dejaba sentar junto a la ventanilla —dije.

—Es broma, supongo.

—Esto sale en una novela de J.D. Salinger. La leí cuando iba al instituto.

—¿Qué pasó? Ahora en serio.

—Es muy simple. Ella se fue un verano, hace cinco o seis años, y ya no volvió.

—¿Y no habéis vuelto a veros?

—No —dije llenándome la boca de cerveza y bebiéndomela poco a poco—. No había ninguna razón para que nos viéramos.

—¿La vida de casados no iba bien?

—Iba muy bien —dije contemplando la lata de cerveza que sostenía en la mano—. Pero eso no tiene mucho que ver con el fondo de la cuestión. Dormíamos en la misma cama, pero, al cerrar los ojos, estábamos solos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Creo que sí.

—No se puede generalizar al hablar de la gente. En lo que respecta a la visión de las cosas, hay dos tipos de personas: las que tienen una visión global y las que tienen una visión limitada. Yo soy más bien una persona que tiene una visión limitada de la vida. No tiene mucho sentido justificar o explicar esta limitación. Tiene que trazarse una línea en algún sitio, se traza y punto. Pero no todo el mundo lo ve de la misma manera.

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