Authors: Jean-Claude Lalumière
Aline debía de tener entre veinticinco y treinta años. Era morena, con el pelo liso planchado de un modo impecable. Llevaba un maquillaje delicado, pero lo suficientemente marcado como para llamar la atención de un hombre cordial que busca ternura, sin llegar a suscitar vulgaridad y pensamientos inconfesables de ese mismo hombre ni su silbido rijoso. Aprecié esa mesura y concluí que Aline debía de ser una chica comedida que conocía los límites que dictaban el decoro y el saber estar.
Arlette, su compañera, era muy diferente. Tenía unos cincuenta años, su tez pálida, su pinta enfermiza y su media melena le conferían el aspecto de una fregona. Llevaba unas gafas redondas cuyos cristales eran muy grandes, demasiado, y ligeramente ahumados para disimular las arrugas y para, como si fuera un accesorio de carnaval, ocultarle casi la mitad de la cara. A esto había que añadir un par de pendientes que sin duda tenía que haber comprado en la liquidación de un restaurante indio. Para colmo de males, llevaba una ropa que ella misma se cosía, lo que hubiera debido evitar. Incluso se jactaba de trabajar por instinto, sin seguir jamás un patrón. En ese momento se estaba refiriendo a sus costuras, pero como Boutinot no podía considerarse un jefe, esa frase de trabajar «sin patrón» podía aplicarse de igual modo a nuestras misiones. El barco no es que fuera sin capitán, lo que hubiera sido más fácil, sino que navegaba con uno empeñado en meterlo entre las rocas mientras que la tripulación, disimuladamente, intentaba esquivarlas.
Arlette, por volver y terminar con ella, era justamente un producto de la revolución del 68. Era demasiado joven como para haber participado en el Mayo del 68, pero no dejaba de alabar «los acontecimientos» mientras se quejaba del giro que había dado la sociedad actual. Era revolucionaria y conservadora como tantos y tantos representantes de su generación. Parecía que hubiera asumido el papel de jefa del secretariado, debido seguramente a la antigüedad que ostentaba en esa misma posición. Me dijo que se acercaría a mi oficina para explicarme su papel en la sección y cómo usar los distintos aparatos propios de su oficio, concretamente la fotocopiadora, que era nueva, caprichosa y que, en consecuencia, solo podía usar Aline, ya que ella era la única que estaba formada. Ante esas palabras, Aline se cuadró mientras se ajustaba la falda. Sus mejillas habían enrojecido, me tendió mi «macuto» y añadió que podía molestarla por cualquier otra cosa que precisara. Le aseguré que así lo haría mientras también me sonrojaba. Nuestros ojos estaban abiertos como los de los búhos y se esquivaban para no cruzarse.
Arlette retomó la palabra, borrando el encanto de ese instante embarazoso y continuó con sus explicaciones sobre el funcionamiento del fax del secretariado, los correos que habríamos de intercambiamos con el Quai d'Orsay y la tarjeta que tenía que pedir para poder entrar sin tener que llamar. Esa tarjeta habría de servirme también en el comedor. Me explicó una multitud de detalles prácticos, siempre con largas justificaciones respecto al porqué de semejantes disposiciones, lo que solo conseguía que se me fueran olvidando una a una.
El siguiente despacho estaba ocupado por Marc Germain, un informático. Aseguraba el mantenimiento de los seis ordenadores de la sección y vigilaba que siempre estuviéramos conectados a la red del ministerio. Su puerta estaba siempre cerrada para mantener el ambiente fresco necesario para los equipos informáticos. Nadie entraba jamás en su despacho. Habida cuenta del número de equipos que debía vigilar, nunca se sentía desbordado de trabajo. Pasaba la mayor parte de su jornada laboral navegando por Internet, jugando en línea o viendo un DYD sin miedo a que nadie lo molestara. De toda la sección, él era el único que venía a trabajar en vaqueros y con camiseta, rasgo distintivo de los informáticos. Resulta imposible imponerles nada — horarios, vestimenta, corte de pelo reglamentario... —, ya que ellos tienen el poder absoluto. Con un clic pueden permitirte avanzar en tu trabajo o bloquearte durante horas precisamente en el instante en el que uno tiene necesidad urgente de mandar un documento o un mensaje por correo electrónico. Todas las camisetas de Marc estaban estampadas con imágenes de destinos turísticos. Ocupaba en el ministerio uno de aquellos puestos que no requerían viajar demasiado, pero sus camisetas demostraban que viajaba a más sitios y más a menudo que todos los demás miembros de la sección juntos. Cada día nos regalaba un destino exótico: Bangkok, Chihuahua, Tokio, Bali, el Touquet. Había veces en las que en sus vacaciones recorría Francia. Marc era un verdadero trotamundos que hablaba de los lugares que había visitado como si fuera la guía Michelin.
El penúltimo despacho estaba ocupado por Philippe Leroy. Boutinot me lo presentó como mi compañero más cercano. Philippe solo tenía cinco años más que yo, pero por respeto hacia la jerarquía, sin duda, poseía una barriga alimentada con sustanciosos guisos y que envolvía en ropas de abuelo; llegaba incluso a mimetizarse con Boutinot hasta el extremo de haber desarrollado una ligera calvicie que acentuaba peinándose hacia atrás. Desprendía un olor a limón que me permitió identificar el ungüento que utilizaba para mantener su pelo impecable a lo largo de todo el día: la pomada capilar Pento, cuyo perfume me resultaba familiar por haberlo olido en el pelo de mi padre desde mi más tierna infancia.
Aquel tubo rojo y negro se encontraba dentro del armario del cuarto de baño, en la balda más alta, la que estaba reservada a mi padre, al lado de su
after-shave
Agua Velva. Había veces en las que jugaba a ser mayor y me untaba el pelo con esta pomada y me daba cachetitos con la colonia de perfume fresco y avasallador. Y así me metía en líos, ya que cada vez que jugaba con los productos de aseo de mi padre, a pesar de la prohibición, el olor me desenmascaraba a la salida del cuarto de baño. A veces, aunque en raras ocasiones ya que sabía que era el producto más caro en la habitación —era el regalo que mi padre hacía a mi madre todas las Navidades—, me regaba el cuerpo con la Fleur de Rocaille de Caron que ocupaba la balda de en medio, la que estaba destinada a mi madre. Además de la cólera que provocaba en mis padres el constatar que una vez más, a pesar de sus repetidas advertencias, había estado jugando con sus productos de aseo, que utilizara perfume suscitaba en mis padres una viva inquietud: el que fuera «homosexual». Él se lo comentaba a mi madre a media voz ya que ella me mimaba un poco. Y entonces tenía lugar una pelea en la que mis padres hablaban en susurros y de la que me sustraía aislándome en mi habitación para poder mirar en el diccionario qué podía significar la palabra
homosexual
que escuché por primera vez a los ocho años.
El pequeño Larousse
decía: «HOMOSEXUAL: adj. y n. Dícese del que siente una atracción sexual por las personas de su mismo sexo». Busqué entonces la palabra
atracción
y descubrí: «ATRACCIÓN: n. f. Encanto particular que llama la atención, que atrae». Busqué entonces la palabra
sexual
en el diccionario y este decía: «SEXUAL: adj. Dícese de lo que caracteriza el sexo de los animales y de las plantas». Luego venían otras explicaciones: «Relativo a la sexualidad, educación sexual. Acto sexual, copulación, coito. Caracteres sexuales, conjunto de manifestaciones anatómicas y psicológicas determinadas por el sexo. (Hay que distinguir los caracteres sexuales primarios, los órganos genitales; y los caracteres sexuales secundarios: pilosidad, barba, adiposidad, voz, etc. y que caracterizan a cada sexo.)». Estaba perdido. Todo se mezclaba en mi imaginación. Cópula, coito, genitales, pelos, adiposidad... Ignoraba el significado de la mayoría de las palabras que acababa de leer. Me di cuenta de que aquella búsqueda podía durar horas si cada lectura de una definición me llevaba a efectuar otra búsqueda. Decidí ceñirme a la primera frase del artículo, es decir, «lo que caracteriza el sexo de los animales y de las plantas», la única comprensible para mí. La uní a la otra definición que entendía, la de «atracción», y deduje que el término «homosexual» hablaba de alguien al que le gustaban los animales y plantas y que no dudaba en regalarlos a aquellos que tenían el mismo sexo que él. Cerré el diccionario sin entender por qué mi padre se preocupaba tanto.
Al día siguiente mi padre volvió del trabajo antes de la hora habitual. En la mano llevaba una bolsa de plástico. Me pidió que lo acompañara al cuarto de baño, abrió el armario situado encima del lavabo, vació la estantería más baja y me dijo: —Ya que eres mayor, casi un hombre, vas a tener tu propia balda para tus cosas.
En ella colocó un bote de colonia Mont Saint-Michel y a su lado un vaso y mi pasta de dientes. Después me miró fijamente, esperando una reacción. Aquello era muy serio. Ya no jugaría nunca más a ser el señor o la señora sino que debería ser yo mismo, una especie de adulto —tardaría años en darme cuenta de que los adultos raras veces eran ellos mismos—. Se lo agradecí a mi padre mientras veía cómo desaparecía de mi universo un territorio de juegos que en una escala del uno al diez bien habría merecido un ocho. Nunca más, después de ese episodio, intenté probarme los productos de maquillaje de mi madre. Nunca más extendí por encima de mi labio superior una capa de crema de afeitar para aparentar un bigote como el que llevaba mi padre y que para mí era todo un signo de autoridad.
—Con Philippe va a compartir la gestión y el archivo de los expedientes —me informó Boutinot mientras me presentaba a mi compañero.
Después, dirigiéndose a los dos, prosiguió:
—Les dejo que organicen el reparto como ustedes consideren. Lo que me importa es que se logre la misión. ¿Lo comprenden, jóvenes?
Philippe y yo asentimos al unísono.
Philippe se puso en posición de firmes, lo que provocó una ligera sonrisa de satisfacción de Boutinot. Mi compañero respetaba de un modo tal la jerarquía que se levantaba cuando un superior lo llamaba por teléfono. Yo a mi vez me puse un poco recto, pero sin convicción, con el comedimiento hipócrita de un novato, reacción que solo recibió un circunspecto movimiento de cejas por parte de mi superior, quien se dio media vuelta sin pronunciar palabra y se dirigió hacia su despacho con un paso rítmico y cadencioso: movimiento regular, brazo que se balancea a lo largo del cuerpo al compás de las piernas, cabeza alta, mirada al frente. En mi cabeza podía escuchar una marcha militar. Comencé a preguntarme si no había ido a parar a un psiquiátrico, al armario en el que el ministerio guardaba los elementos problemáticos.
Esta hipótesis se vio confirmada cuando Philippe abrió el armario metálico que contenía los informes que Boutinot había mencionado y que debíamos repartirnos. Ante mí colgaban tres niveles de informes repartidos en tres colores: marrón, amarillo y beis. Esa imagen me recordó la casa de mis padres. Aquellas tres baldas habrían encajado perfectamente en la decoración del hogar familiar. Philippe emprendió una exposición de los motivos por los que había optado por esa paleta de colores tan limitada pese a que la industria papelera ponía a disposición de sus clientes un abanico de infinitos matices. La balda superior, la que sostenía los informes de color beis, agrupaba los informes de los países de Europa Central, del Este y del Cáucaso. Entre ellos se encontraban los informes de Albania, Moldavia, Ucrania y Chechenia. La balda del medio, la de los informes marrones, agrupaba los de los países del Oriente Medio: Uzbekistán, Tayikistán, Kazajistán... Y por fin, la tercera balda sostenía las carpetas colgantes y amarillas que contenían los informes sobre las zonas más alejadas de Asia: Yakutia, Kamchatka, Jakasia...
Detuvo su presentación esperando que le hiciera la pregunta que no podía evitar hacerle:
—¿Por qué esos colores?
—Fue idea mía —me dijo mientras abombaba el pecho—. Los elegí en función del color de la piel de los habitantes de cada país. Los más claros, los de Europa del Este, los más oscuros para Medio Oriente y los amarillos para Asia. Simple, lógico e incontestable.
Lo miré, un poco cohibido por lo que acababa de decirme. Después le advertí que su procedimiento, si bien tenía una cualidad práctica y una mnemotécnica innegable, adolecía sin embargo de un desconocimiento supino de los habitantes de las regiones en cuestión y que nos acercábamos a las fronteras del racismo —fronteras que consideraba que hacía tiempo habíamos franqueado, pero como intuía que se trataba de un tema sensible para mi futuro compañero, preferí matizarlo—. Esas precauciones no fueron suficientes y, mientras invocaba la posible xenofobia de la disposición, él se tensó, se arrugó, se crispó y pasó por todas las fases de la manifestación física de la indignación. Algunas de aquellas posturas me resultaban del todo desconocidas, pero hay que considerar que yo era un provinciano al que todavía le quedaba mucho por descubrir.
—Tiene que saber que este método de clasificación ha sido aprobado por el señor Boutinot en persona. Así que sus comentarios...
Hizo un gesto con la mano que interpreté como que podía guardármelos para mí. Ya lamentaba haber pronunciado esas palabras. Philippe era la persona con la que debería trabajar a diario en estrecha colaboración y acababa de ponerlo en mi contra, pensé, pero no fue así: él prosiguió con sus explicaciones como si el episodio que acababa de producirse no hubiera tenido lugar. Esa era una de las ventajas de Philippe: jamás expresaba ningún tipo de rencor por la sencilla razón de que tenía tanta memoria como un tostador. No obstante, había desarrollado algunas estrategias para hacer menos evidente su tara. Por ejemplo: se había convertido en un maestro en el arte de la clasificación. Lo clasificaba todo, perfecta y rápidamente, demasiado rápido ya que lo hacía antes incluso de que se trataran los distintos temas.
Le hablé de los viajes que Boutinot me había mencionado y le pregunté si él mismo había tenido la oportunidad de desplazarse recientemente. Philippe me contestó que hacía tiempo que nadie de la sección había emprendido ningún viaje y que si él u otro hubieran viajado, él se acordaría.
Su problema de memoria se me antojó todavía más serio y me pregunté cómo un elemento tan poco fiable podía ser parte de la Administración, en la que tan difícil era entrar. Debía de haber un fallo en el proceso de selección.
Dos tareas me tuvieron ocupado durante la primera semana.
La primera consistía en pasar revista a todos aquellos informes que Philippe y yo teníamos que ordenar. Empecé por los que me parecieron más familiares: los informes de color beis. Proseguí con los informes de color marrón, que me hicieron revivir algunas sensaciones de mi infancia. Los nombres se volvían cada vez más exóticos y su simple lectura ya suponía todo un viaje: Kabardia-Balkaria, Abjasia, Daguestán... En los informes encontré varias notas colocadas por orden cronológico. Leí algunas de ellas. Se trataba sobre todo de órdenes de misión emitidas por el departamento de comunicaciones del Quai d'Orsay, algunas veces directamente por las embajadas y las cámaras consulares. Se trataba de órdenes para que nos encargáramos de algunas legaciones o de diferentes personalidades: acoger a los representantes de la cámara de comercio de Majachkala, acompañar una mercancía artesanal proveniente de Kalrnukia desde el aeropuerto de Roissy Charles de Gaulle hasta el aeropuerto de Orly... Y había decenas iguales que esas. Pero ninguna de ellas llevaba el justificante de que se hubiera cumplido la misión. Pregunté entonces a Philippe dónde se encontraban los informes con los justificantes de esas misiones para poder comprender cómo se llevan a cabo las recepciones y en qué consistía nuestro trabajo. Él me respondió, como la cosa más natural del mundo, que nunca había recibido esos justificantes, de manera que difícilmente podría haberlos clasificado.