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Authors: Jean-Claude Lalumière

El frente ruso (8 page)

BOOK: El frente ruso
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Tiempo después, cuando se presentó la oportunidad de perder la virginidad, recurrí de nuevo al saber de las enciclopedias para prepararme para la prueba, con lo que comencé a aislarme en una esquina del patio de mi instituto para estudiar la localización de los diversos elementos de esa compleja maquinaria que es el cuerpo femenino. No se trataba de un simple orificio. Puede decirse que poseía incluso la precisión de un reloj, según decían mis compañeros más experimentados. Ellos me hablaron de los necesarios preliminares, etapa imprescindible si uno no quería ser considerado un bruto.

Tras una operación de acoso y derribo, conseguí quedar una tarde de miércoles con Camille, mi novia, en su casa. Después de estar escuchando unos discos en su habitación, ella bajó las persianas: Camille prefería hacer el amor a oscuras. Y entonces, en aquella cerrada oscuridad, tuve que encontrar a tientas el camino mientras en mi mente invocaba el dibujo anatómico que con tanta dedicación había estudiado la víspera. Al principio palpé delicadamente la superficie, después manoseé de manera más burda, intentando encontrar algo que mediante el tacto me recordara los detalles de mi libro de biología. Tras unos minutos de búsqueda infructuosa por su geografía íntima, Camille, más confiada que yo, me preguntó si había perdido algo. Esa ironía surtió efecto y dejé que ella tomara el control de la situación, decisión necesaria ya que si por mí hubiera sido, todavía seguiríamos allí. Obviaré los detalles. Solo precisaré que se concluyó el negocio a matacaballo, por así decirlo, y que al día siguiente Camille me hizo saber que no quería seguir conmigo.

Esa primera experiencia tan poco gloriosa provocó un repliegue estratégico. Había que reunir a las tropas para preparar mejor el siguiente asalto —perdonadme por utilizar aquí el vocabulario de Boutinot, pero la evocación de este episodio todavía me duele y no puedo evitar estar a la defensiva—. Tardé varios meses en encontrar el valor suficiente como para llevar a cabo el siguiente intento. Bastaron esos meses para volver a colocarme en la misma posición de novicio, lo que condujo a una nueva y traumática experiencia y más meses de ostracismo. Mi vida sexual se resumía y se resume en un conjunto de encuentros calamitosos con continuaciones decepcionantes y separadas por largos paréntesis durante los cuales, reticente a caer en ese marasmo episódico, me encerraba en los abismos de mi complicada personalidad.

Tras esa noche de insomnio, pasé el sábado pegado a la minúscula pantalla de mi televisor. Las series norteamericanas se encadenaban, partidas en secuencias y entremezcladas con anuncios hasta terminar conformando un continuo desprovisto de sentido del que de vez en cuando surgían recuerdos como antaño me sucedía con el papel pintado. Pero en la espera de mi cita con Aline, mi mente estaba demasiado angustiada como para encontrar allí una escapatoria eficaz. Había quedado con ella en la terraza de un café de su barrio, un pequeño
bistrot
con el encanto de otros tiempos pero totalmente artificial y cuya decoración ecléctica, fruto de algún decorador especializado que trabajaba bajo las órdenes de un inversor, estudiada hasta en sus más ínfimos detalles, imitaba las hojas talladas de los muebles de los anticuarios. Un camarero vestido con un mono y una gorra que le otorgaba el aspecto de un vagabundo vino a tomarnos la comanda. La apuntó sin prestar mucha atención y se volvió a marchar arrastrando los pies por el interior del café.

Estuvimos la tarde entera allí, disfrutando de la temperatura templada de septiembre. Cenamos en la terraza de ese establecimiento cuya impostura decorativa contrastaba con la sinceridad de la conversación que manteníamos Aline y yo. Hablábamos como dos cómplices, razón por la que, para no romper la magia del momento, no le señalé a Aline que Marc se encontraba en el otro extremo de la terraza; Marc, quien hubiera debido encontrarse a unos quince mil kilómetros de distancia de París. Su mirada se cruzó con la mía. Ya estábamos empatados: un secreto a cambio de otro.

A su vuelta vino a mi oficina a explicarme que jamás se iba de vacaciones. Tenía fobia a los aviones, pero encontraba indispensable, por una cuestión social, decir a todo el mundo que viajaba. Sus camisetas eran regalos de amigos; aparte de Le Touquet, el pueblo donde a veces pasaba los fines de semana, jamás había puesto los pies en ninguna de aquellas ciudades que adornaban sus camisetas. Aprendía, no obstante, sus particularidades leyendo guías turísticas para poder hablar de ellas. Le prometí que jamás desvelaría su secreto; él me juró que no le comentaría a nadie lo de mi relación con Aline.

Aline y yo salimos muchas tardes juntos. Cambiábamos en cada ocasión de café, de restaurante. Descubríamos barrios que hasta entonces desconocía.

Aline tomó la iniciativa para que pasáramos la primera noche juntos. Ya debía estar cansada de explorar París. Una de aquellas noches en las que la acompañaba a su portal, me propuso que subiera a su piso para tomarnos una última copa. Sabía muy bien lo que significaba aquella invitación y subí a zancadas hasta su casa. Con mi pasado de amante desastroso, cómo no iba a saltar así los escalones.

Aline vivía en un piso situado en el distrito XX, a solo unos pasos del cementerio de Pére-Lachaise. En ese barrio más popular que el de Les Invalides, donde se situaba mi habitación, Aline ocupaba, por un alquiler menor al mío, un apartamento de dos habitaciones. Cierto es que la elección de privilegiar mi carrera profesional frente al confort me había obligado a buscar un piso en el barrio más caro de París con el sueldo de un funcionario subalterno que comienza su carrera. Tuve que visitar treinta y dos apartamentos antes de encontrar el adecuado. Durante aquella búsqueda me di cuenta de que el término «pequeño» es una noción muy subjetiva. Los agentes inmobiliarios me hicieron visitar apartamentos tan canijos que a veces creía que me estaban enseñando el armario de la limpieza o el cuarto de los carritos y las bicicletas antes de mostrarme el «estudio» anunciado. El tamaño de esos apartamentos era tan reducido que tenían que esconderlo bajo una prosodia complicadísima que para un neófito como yo resultaba insospechada. Tras algunas visitas decidí prescindir de los «estudios» y todo aquello que viniera calificado como «coqueto» o «funcional» en la jerga de los agentes inmobiliarios. Estas palabras querían decir, respectivamente, pequeño pero mono o muy pequeño pero práctico. Los profesionales del sector rivalizaban en inventiva en la descripción de los bienes inmuebles que proponían e incluso, en caso de necesitad, no dudaban, cuando el francés se quedaba corto, en inventar neologismos. Más con el objeto de enriquecer mi vocabulario que por la oportunidad de encontrar un apartamento adaptado a mis necesidades, visité un atípico dos habitaciones «sotex», expresión intrigante que designa no un apartamento de muros de gamuza, como alguno podría haber pensado, sino un dúplex construido en un sótano. Enterrarme en un semisótano al que solo un techo cubierto de bombillas hubiera podido dar la suficiente luz como para paliar la falta de ventanas habría sido del todo prematuro, pero si lo pienso hoy quizá debería haber escogido aquella incoherencia subterránea en vez de privilegiar una habitación en lo alto desde la que poder contemplar la prometedora perspectiva que durante un tiempo me pareció a mi alcance.

Aprendí a descodificar los términos publicitarios de las agencias: «tranquilo» quería decir interior. «Sin vecinos en frente» quería decir que delante había un muro ciego. «Un barrio animado» escondía una calle ruidosa. Si tenemos en cuenta cuál era mi presupuesto, las posibilidades se reducían considerablemente. Adapté mis criterios a la situación y arrojé mis principios a la basura para quedarme con la
chambre de bonne
, palabras que designaban una superficie de nueve metros cuadrados sin la incomodidad de tener que compartir un cuarto de baño en el pasillo, como ya os he contado. Aquella superficie podía bastarme si mi carrera se veía beneficiada gracias a ese sacrificio, pero la venganza de Langlois había privado de sentido a mi decisión.

Resulta extraño descubrir la intimidad de quienes conoces en una oficina. Aline compartía su apartamento con un amigo. Me presentó a
Youki
, un Yorkshire que ladraba, corría y saltaba. Ella me aseguró que terminaría calmándose. Siempre se portaba así cuando volvía a casa. Aline lo acarició, lo que lo tranquilizó un poco.

—Enséñale el morro a tu mamá— le dijo.

Escuchar el término
mamá
hizo que sintiera ganas de marcharme inmediatamente, pero la visión del trasero de Aline, inclinada sobre
Youki
, hizo que cambiara de opinión.

—Cada vez que vuelvo a casa compruebo que su morro está frío y húmedo, pues en caso contrario podría estar enfermo— me explicó para añadir a continuación
Youki
es un poco como un niño. El primer día que lo tuve, sentí que un ser vivo dependía de mí por primera vez.

A modo de broma quise decirle que a mí nunca me había tocado nadie «el morro» para saber si estaba enfermo, pero no quise meter a mi madre en la conversación la primera noche que pasaba con Atine, así que me abstuve de cualquier comentario.

No sé cuándo se calmó
Youki
. Solo sé que llegado un momento tuve que concentrarme en lo que hacía y olvidé el peluche sobreexcitado que nos había recibido.

Aline preparó poleo menta. Sentados en su futón, nos bebimos nuestras infusiones en un incómodo silencio. Encima de nuestras cabezas había un póster de
El beso del Hôtel de Ville
, de Robert Doisneau. Por un instante tuve la sensación de encontrarme en una consulta médica. Frente a nosotros, encima del televisor, había un tótum revolútum en el que destacaban fotos de
Youki
en las distintas etapas de su vida. La luz tamizada que proporcionaba una guirnalda luminosa y una lámpara de mesa, las dos compradas en Ikea, otorgaban a las paredes el color de una nube de caramelo de malvavisco a punto de derretirse. Aline se inclinó por encima de mí para encender el equipo de música, pretexto evidente para poder tenderse sobre mis rodillas. Sonaron las primeras notas de la
Quinta Sinfonía
de Beethoven. Se trataba de una versión que no había escuchado nunca, un disco de remezclas de las obras maestras de la música clásica, tal y como indicaba la carátula del CD. Cuando era pequeño ya había tenido que padecer los perjuicios que el Rondó Veneziano había causado en la música barroca italiana, formación que mi padre encontraba formidable y cuya serena modernidad convenía perfectamente, a su parecer, para nuestros paseos dominicales en coche por la zona de la Garona. Ante mi indiferencia, Aline me preguntó si me gustaba Beethoven. Por toda respuesta hice un mohín silencioso.

—Podemos escuchar otra — dijo ella— . Es cierto que no todo lo de Beethoven es bueno.

Volvió a inclinarse sobre mí para cambiar la pista. En esa ocasión pude sentir cómo sus pechos rozaban mis muslos. Eso era más que suficiente para provocarme una erección. Creo que puso una versión
rock
del
Cosi fan tutte
, a no ser que fuera una mezcla de todo el concierto de Woodstock con el
Adagio
de Albinoni. Cada uno desvistió al otro enredados en las mangas de nuestros jerséis. Deslicé la falda por sus piernas. Ella desabrochó mis pantalones, los bajó con el dominio de los expertos. Y así me encontraba: con el pantalón a medio bajar, atrapado por los zapatos. Aline debería haber empezado por ellos.

Me desnudé. Ella también. Ella, tendida en el sofá. Yo, arrodillado en el sofá, sobre la alfombra Helsingør de lana virgen y hecha a mano en la que ya me había fijado en una de mis excursiones a Ikea, pero que no pude comprar debido a la estrechez de mi apartamento. Tendido sobre su cuerpo, magnífico, dulce, sedoso, la abrazaba delicadamente mientras le acariciaba los pechos. Ella se ondulaba bajo mis dedos como los gatos. La noche nos pertenecía.

Fue entonces cuando noté cómo algo frío y húmedo entraba en contacto con mi ano desnudo.
Youki
no estaba enfermo, podía jurarlo. Intenté empujar al bicho con el pie discretamente, pero el perro era cabezota y volvió al ataque. La segunda vez debí de pasarme dándole con el pie, ya que
Youki
emitió un largo y quejumbroso ladrido. Ese gesto, si bien tuvo el mérito de convencer al animal de que era mejor dejar inmediatamente de prestarme todas sus atenciones, alejó también a mi compañera de la pasión hacia la que yo la dirigía y la hizo correr al lado del Yorkshire herido. Afortunadamente, a
Youki
no le pasaba nada, tenía más miedo que dolor, y terminó la noche encerrado en la cocina. Aline volvió y, consciente de que se había roto el encanto, apagó la lámpara para que volviéramos a encontrar la intimidad perdida con mayor facilidad. La oscuridad era total. Ella me cogió de la mano y me llevó hasta la habitación. «Déjate llevar», me dijo. Me dejé arrastrar encantado hacia ese juego erótico. Acostumbrada a la topografía del lugar, Aline giró el ángulo que hacía la pared en el pasillo y que daba a su habitación. No sabía cómo era la configuración del apartamento, pero me di perfectamente cuenta de la existencia de aquel ángulo cuando mi cara chocó contra él.

Me levanté al día siguiente con un ojo a la funerala digno de un boxeador poco hábil todo repanchingado en su taburete cada vez que lo dejan ir a su rincón. En efecto, tenía un hematoma rectilíneo que me cruzaba todo el lado izquierdo de la cara, prueba de la violencia del golpe. A pesar de todos los cuidados que Aline me había prodigado —una toalla húmeda, ungüentos, besos—, lucía una cara medio hinchada por un moratón de un color violeta que viraba hacia el amarillo en su periferia. Pero me sentía bien. Salí de allí satisfecho. Tenía la sensación de que el mundo se me ofrecía, de que la vida me sonreía, de que ya ningún obstáculo podría detener mi ascenso.

En efecto, una sorpresa me esperaba los días siguientes. Los correos que había enviado unas semanas antes daban por fin sus frutos. El consulado de Francia en Yakutsk me pedía que recibiera a una delegación oficial.

Yakutsk es la capital de Yakutia. Yakutia se conoce habitualmente con el nombre de República de Sajá y se encuentra al norte de Siberia. Se trata de un inmenso territorio de más de tres millones de kilómetros cuadrados con una densidad de población muy baja y cuyo subsuelo está lleno de materias primas: petróleo, gas, diamantes, oro... Su PIB es por ello muy alto. Los datos que me habían facilitado por escrito mis compañeros de Yakutsk subrayaban la importancia de esa delegación. Había razones económicas de peso para que la tratáramos bien, por lo que debíamos prestar la mayor de las atenciones a los altos responsables yakutas que vinieran en ese viaje.

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