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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

El general en su laberinto (19 page)

BOOK: El general en su laberinto
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Aquél y éste no parecían ser dos recuerdos de una misma vida. Pues la muy noble y heroica ciudad de Cartagena de Indias, varias veces capital del virreinato y mil veces cantada como una de las más bellas del mundo, no era entonces ni la sombra de lo que fue. Había padecido nueve sitios militares, por tierra y por mar, y había sido saqueada varias veces por corsarios y generales. Sin embargo, nada la había arruinado como las luchas de independencia, y luego las guerras entre facciones. Las familias ricas de los tiempos del oro habían huido. Los antiguos esclavos habían quedado al garete en una libertad inútil, y los palacios de marqueses tomados por la pobrería soltaban en el muladar de las calles unas ratas tan grandes como gatos. El cinturón de baluartes invencibles que don Felipe II había querido conocer con sus aparatos de larga-vista desde los miradores de El Escorial, era apenas imaginable entre los matorrales. El comercio que fuera el más florido en el siglo xvii por el tráfico de esclavos estaba reducido a unas cuantas tiendas en ruinas. Era imposible conciliar la gloria con la hedentina de los albañales abiertos. El general suspiró al oído de Montilla:

«¡Qué cara nos ha costado esta mierda de independencia!»

Montilla reunió esa noche a lo más granado de la ciudad en su casa señorial de la calle de La Factoría, donde malvivió el marqués de Valdehoyos y prosperó su marquesa con el contrabando de harina y el tráfico de negros. Se habían encendido luces de Pascua Florida en las casas principales, pero el general no se hacía ilusiones, pues sabía que en el Caribe cualquier causa de cualquier clase, hasta una muerte ilustre, podía ser el motivo de una parranda pública. Era una fiesta falsa, en efecto. Desde varios días atrás estaban circulando papeluchas infames, y el partido contrario había azuzado a sus pandillas para que apedrearan ventanas y se pelearan a palos con la policía. «Menos mal que ya no nos queda ni un vidrio que romper», dijo Montilla con su humor habitual, consciente de que la furia popular era más contra él que contra el general. Reforzó a los granaderos de la guardia con tropas locales, acordonó el sector, y prohibió que le contaran a su huésped el estado de guerra en que estaba la calle.

El conde de Raigecourt fue esa noche a decirle al general que el paquebote inglés estaba a la vista de los castillos de la Boca Chica, pero que él no se iba. La razón pública fue que no quería compartir la inmensidad del océano con un grupo de mujeres que viajaban apelotonadas en el único camarote. Pero la verdad era que a pesar del almuerzo mundano de Turbaco, a pesar de la aventura de la gallera, a pesar de tanto como el general había hecho para sobreponerse a las desgracias de su salud, el conde se daba cuenta de que no estaba en estado de emprender el viaje. Pensaba que tal vez su ánimo soportara la travesía, pero su cuerpo no, y se negaba a hacerle un favor a la muerte. Sin embargo, ni estas razones ni muchas otras valieron aquella noche para mudar la determinación del general.

Montilla no se dio por vencido. Despidió temprano a sus invitados para que el enfermo pudiera descansar, pero lo retuvo todavía un largo rato en el balcón interior, mientras una adolescente lánguida con una túnica de muselina casi invisible tocaba para ellos en el arpa siete romanzas de amor. Eran tan bellas, y estaban ejecutadas con tanta ternura, que los dos militares no tuvieron corazón para hablar mientras la brisa del mar no barrió del aire las últimas cenizas de la música. El general permaneció adormilado en el mecedor, flotando en las ondas del arpa, y de pronto se estremeció por dentro y cantó en voz muy baja, pero nítida y bien entonada, la letra completa de la última canción. Al final se volvió hacia la arpista murmurando una gratitud que le salió del alma, pero lo único que vio fue el arpa sola con una guirnalda de laureles marchitos. Entonces se acordó.

«Hay un hombre preso en Honda por homicidio justificado», dijo.

La risa de Montilla se anticipó a su propio chispazo:

«¿De qué color tiene los cuernos?»

El general lo pasó por alto, y le explicó el caso con todos sus detalles, salvo el antecedente personal con Miranda Lyndsay en Jamaica. Montilla tenía la solución fácil.

«Él debe pedir que lo trasladen para acá por razones de salud», dijo. «Una vez que esté aquí manejamos el indulto».

«¿Eso se puede?», preguntó el general.

«No se puede», dijo Montilla, «pero se hace».

El general cerró los ojos, ajeno al escándalo de los perros de la noche que se alborotaron de pronto, y Montilla pensó que había vuelto a dormirse. Al cabo de una reflexión profunda abrió los ojos otra vez y archivó el asunto.

«De acuerdo», dijo. «Pero yo no sé nada».

Sólo después se percató de los ladridos que se ensanchaban en ondas concéntricas desde el recinto amurallado hasta las ciénagas más remotas, donde había perros amaestrados en el arte de no ladrar para no delatar a sus dueños. El general Montilla le contó que estaban envenenando a los perros de la calle para impedir la propagación de la rabia. Sólo habían logrado capturar a dos de los niños mordidos en el barrio de los esclavos. Los otros, como siempre, habían sido escondidos por sus padres para que murieran bajo sus dioses, o-se los llevaban a los palenques de cimarrones en los pantanos de Marialabaja, adonde no alcanzaba el brazo del gobierno, para tratar de salvarlos con artes de culebreros.

El general no había intentado nunca suprimir aquellos ritos de la fatalidad, pero el envenenamiento de los perros le parecía indigno de la condición humana. Los amaba tanto como a los caballos y a las flores. Cuando se embarcó para Europa por primera vez se llevó una pareja de cachorros hasta Veracruz. Llevaba más de diez cuando atravesó los Andes desde los Llanos de Venezuela al frente de cuatrocientos llaneros descalzos para liberar la Nueva Granada y fundar la república de Colombia. En la guerra los llevó siempre. Nevado, el más célebre, que había estado con él desde sus primeras campañas y había derrotado solo a una brigada de veinte perros carniceros de los ejércitos españoles, fue muerto de un lanzazo en la primera batalla de Carabobo. En Lima, Manuela Sáenz tuvo más de los que podía atender, además de los numerosos animales de todo género que mantenía en la quinta de La Magdalena. Alguien le había dicho al general que cuando un perro moría había que remplazado de inmediato por otro igual con nombre igual para seguir creyendo que era el mismo. Él no estaba de acuerdo. Siempre los quiso distintos, para recordarlos a todos con su identidad propia, con el anhelo de sus ojos y la ansiedad de su aliento, y para que le dolieran sus muertes. La mala noche del 25 de septiembre hizo contar entre las víctimas del asalto a los dos sabuesos que degollaron los conjurados. Ahora, en el último viaje, llevaba los dos que le quedaban, además del tigrero de mala muerte que recogieron en el río. La noticia que le dio Montilla de que sólo en el primer día habían envenenado más de cincuenta perros, acabó de estropearle el estado de ánimo que le había dejado el arpa de amor.

Montilla lo lamentó de veras y le prometió que no habría más perros muertos en las calles. La promesa lo calmó, no porque creyera que iba a ser cumplida, sino porque los buenos propósitos de sus generales le servían de consuelo. El esplendor de la noche se encargó de lo demás. Desde el patio iluminado se alzaba el vapor de los jazmines, y el aire parecía de diamante, y había en el cielo más estrellas que nunca. «Como Andalucía en abril», había dicho él en otra época, recordando a Colón. Un viento contrario barrió con los ruidos y los olores, y sólo quedó el trueno de las olas en las murallas.

«General», suplicó Montilla. «No se vaya».

«El barco está en puerto», dijo él.

«Ya habrá otros», dijo Montilla.

«Es lo mismo», replicó él. «Todos serán el último».

No cedió un ápice. Al cabo de muchas súplicas perdidas, a Montilla no le quedó otro recurso que revelarle el secreto que había jurado guardar bajo palabra hasta la víspera de los hechos: el general Rafael Urdaneta, al frente de los oficiales bolivaristas, preparaba un golpe de estado en Santa Fe para los primeros días de septiembre. Al contrario de lo que Montilla esperaba, el general no pareció sorprendido.

«No lo sabía», dijo, «pero era fácil imaginarlo».

Montilla le reveló entonces los pormenores de la conspiración militar que estaba ya en todas las guarniciones leales del país, de acuerdo con oficiales de Venezuela. El general lo pensó a fondo. «No tiene sentido», dijo. «Si de veras Urdaneta quiere componer el mundo, que se arregle con Páez y vuelva a repetir la historia de los últimos quince años desde Caracas hasta Lima. De ahí para adelante ya será un paseo cívico hasta la Patagonia». Sin embargo, antes de retirarse a dormir dejó una puerta entreabierta.

«¿Sucre lo sabe?», preguntó.

Está en contra», dijo Montilla.

«Por su pleito con Urdaneta, claro», dijo el general.

«No», dijo Montilla, «porque está contra todo lo que le impida irse para Quito».

«De todos modos, es con él con quien tienen que hablar», dijo el general. «Conmigo pierden el tiempo».

Parecía su última palabra. Tanto, que al día siguiente muy temprano le dio a José Palacios la orden de embarcar el equipaje mientras el paquebote estuviera en la bahía, y le mandó a pedir al capitán de la nave que la anclara por la tarde frente a la fortaleza de Santo Domingo, de modo que él pudiera verlo desde el balcón de la casa. Fueron disposiciones tan precisas, que por no haber dicho quiénes viajarían con él, sus oficiales pensaron que no llevaría a ninguno. Wilson procedió como estaba acordado desde enero, y embarcó su equipaje sin consultarlo con nadie.

Hasta los menos convencidos de que se iba fueron a despedirlo, cuando vieron pasar por las calles las seis carretas cargadas hacia el embarcadero de la bahía. El conde de Raigecourt, esta vez acompañado por Camille, fue invitado de honor en el almuerzo. Ella parecía más joven y sus ojos eran menos crueles con el cabello estirado con un moño, y con una túnica verde y unas zapatillas caseras del mismo color. El general disimuló con una galantería el disgusto de verla.

«Muy segura debe estar la dama de su belleza para que el verde le favorezca», dijo en castellano.

El conde tradujo al instante, y Camille soltó una risa de mujer libre que saturó la casa entera con su aliento de regaliz. «No empecemos otra vez, don Simón», dijo. Algo había cambiado en ambos, pues ninguno de los dos se atrevió a reanudar el torneo retórico de la primera vez por el temor de lastimar al otro. Camille lo olvidó, mariposeando a placer por entre una muchedumbre educada a propósito para hablar francés en acontecimientos como ése. El general se fue a conversar con fray Sebastián de Sigüenza, un santo varón que gozaba de un prestigio muy merecido por haber tratado a Humboldt de la viruela que contrajo a su paso por la ciudad en el año cero. El mismo fraile era el único que no le daba importancia. «El Señor ha dispuesto que unos mueran de las viruelas y otros no, y el barón era uno de estos últimos», decía. El general había pedido conocerlo en su viaje anterior, cuando supo que curaba trescientas enfermedades distintas con tratamientos a base de sábila.

Montilla ordenó preparar la parada militar de despedida, cuando José Palacios regresó del puerto con el mensaje oficial de que el paquebote estaría frente a la casa después del almuerzo. Para el sol de esa hora en pleno mes de junio, ordenó colocar toldos en las falúas que llevarían a bordo al general desde la fortaleza de Santo Domingo. A las once, la casa estaba atestada de invitados y espontáneos que se ahogaban de calor, cuando sirvieron la larga mesa con toda clase de curiosidades de la cocina local. Camille no alcanzó a explicarse la causa de la conmoción que estremeció la sala, hasta que oyó la voz cascada muy cerca de su oído: «
Aprés vous, madame
». El general la ayudó a servirse un poco de todo, explicándole el nombre, la receta y el origen de cada plato, y luego se sirvió él mismo una porción mejor surtida, ante el asombro de su cocinera, a quien una hora antes le había rechazado unas gollerías más exquisitas que las expuestas en la mesa. Luego, abriéndole paso a través de los grupos que buscaban dónde sentarse, la condujo hasta el remanso de grandes flores ecuatoriales del balcón interior, y la abordó sin preámbulos.

«Será muy lisonjero vernos en Kingston», le dijo.

«Nada me gustaría más», dijo ella, sin un átomo de sorpresa. «Adoro los Montes Azules».

«¿Sola?»

«Esté con quien esté, siempre estaré sola», dijo ella. Y agregó con picardía: «Excelencia».

Él sonrió.

«La buscaré a través de Hyslop», dijo.

Eso fue todo. La guio de nuevo a través de la sala hasta el lugar en que la había encontrado, se despidió de ella con una venia de contradanza, abandonó el plato intacto en la repisa de una ventana, y volvió a su sitio. Nadie supo cuándo tomó la decisión de quedarse, ni por qué la tomó. Estaba atormentado por los políticos, hablando de discordias locales, cuando se volvió de pronto hacia Raigecourt, y sin que viniera a cuento le dijo para ser oído por todos:

«Usted tiene razón, señor conde. ¿Qué voy a hacer yo con tantas mujeres en este lamentable estado en que me encuentro?»

«Así es, general», dijo el conde con un suspiro. Y se apresuró: «En cambio, la semana próxima llega la Shannon, una fragata inglesa que no sólo tiene una buena cámara, sino también un médico excelente».

«Eso es peor que cien mujeres», dijo el general.

En todo caso, la explicación fue sólo un pretexto, porque uno de los oficiales estaba dispuesto a cederle su camarote hasta Jamaica. José Palacios fue el único que dio la razón exacta con su sentencia infalible: «Lo que mi señor piensa, sólo mi señor lo sabe». Y de ningún modo hubiera podido viajar, además, porque el paquebote encalló cuando navegaba a recogerlo frente a Santo Domingo, y sufrió un daño grave.

Así que se quedó, con la única condición de no seguir en la casa de Montilla. El general la tenía por la más bella de la ciudad, pero le resultaba demasiado húmeda para sus huesos por la cercanía del mar, sobre todo en invierno, cuando despertaba con las sábanas ensopadas. Lo que su salud le reclamaba eran aires menos heráldicos que el del recinto amurallado. Montilla lo interpretó como un indicio de que se quedaba por mucho tiempo, y se apresuró a complacerlo.

En las estribaciones del cerro de la Popa había un suburbio de recreo que los propios cartageneros habían incendiado en 1815 para que no tuvieran dónde acampar las tropas realistas que volvían a reconquistar la ciudad. El sacrificio no sirvió de nada, porque los españoles se tomaron el recinto fortificado al cabo de ciento dieciséis días de sitio, durante los cuales los sitiados se comieron hasta las suelas de los zapatos, y más de seis mil murieron de hambre. Quince años después, la llanura calcinada seguía expuesta a los soles indignos de las dos de la tarde. Una de las pocas casas reconstruidas era la del comerciante inglés Judah Kingseller, que andaba de viaje por esos días. Al general le había llamado la atención cuando llegó de Turbaco, por el techo de palma bien cuidado y las paredes de colores festivos, y porque estaba casi escondida en un bosque de árboles frutales. El general Montilla pensaba que era muy poca casa para el rango del inquilino, pero éste le recordó que lo mismo había dormido en la cama de una duquesa que envuelto en su capa por los suelos de una pocilga. Así que la tomó en alquiler por un tiempo indefinido, y con un recargo por la cama y el aguamanil, los seis taburetes de cuero de la sala, y el alambique de artesano en que el señor Kingseller destilaba su alcohol personal. El general Montilla llevó además una poltrona de terciopelo de la casa de gobierno, e hizo construir un galpón de bahareque para los granaderos de la guardia. La casa era fresca por dentro a las horas de más sol, y menos húmeda en todo tiempo que la del marqués de Valdehoyos, y tenía cuatro dormitorios a todo viento por donde se paseaban las iguanas. El insomnio era menos árido en la madrugada, oyendo las explosiones instantáneas de las guanábanas maduras al caer de los árboles. Por las tardes, sobre todo en los tiempos de grandes lluvias, se veían pasar los cortejos de pobres llevando a sus ahogados para velarlos en el convento.

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