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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (30 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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La vida en el orfanato fue muy difícil. El rostro quemado era allí una carga más pesada que la propia muerte. Más de una vez pensó en terminar con todo al estilo de los samuráis, incluso llegó a sustraer un hierro en punta que el director estaba utilizando para arreglar un boquete del muro y a apoyarlo en su vientre, arrodillada en una esquina de la gran sala de tatamis húmedos donde dormían en hilera, pero no fue capaz. Siguió aguantando la condena de haber sobrevivido. Apenas salía al exterior. Ni siquiera se asomaba al jardín durante las horas de luz. Odiaba la luz, le recordaba al estallido y le mostraba su máscara reflejada en los charcos. A ratos le consolaba el hecho de que Kazuo, allí donde estuviera, se había librado de tener que acarrear con una mujer deforme, pero al final se desesperaba pensando que sólo él hubiera podido consolarla y sin embargo nunca más lo tendría a su lado. Entonces comenzaba a gritar como una niña salvaje. Nadie la querría jamás. Otras chicas del orfanato, con su piel virgen de quemaduras, escapaban por las noches para yacer con los americanos de un cuartel cercano a cambio de latas de carne y algún dulce. Alguna incluso consiguió que su soldado le alquilase una casa y dejó el orfanato, pero ella no podía aspirar a algo así. Ella estaba mancillada, daba asco. Estaba marcada. Sabía que ni el viejo más obsceno , cargado de sake querría besuquearla.

Pasó el tiempo, el tiempo terrenal, porque en su mente continuaba anclada al reloj de la catedral, y un cambio en la forma de contemplar su realidad le ayudó a controlar la agonía y seguir adelante. Ocurrió mientras daba vueltas de forma obsesiva a la señal que predijo el horror: las estrellas fugaces de la noche previa al estallido. De pronto se dio cuenta de que no cruzaron el cielo para advertirle de su desgracia, sino para mostrarle que la belleza estaba en lo fugaz. ¿Qué podía haber más bello, por efímero, que una flor de cerezo desprendida de la rama? Se convenció de que aquel chico holandés le había dado en unas semanas mucho más de lo que la mayoría de los seres de este planeta consiguen en toda una vida, y desde entonces se consideró afortunada por atesorar el recuerdo de sus ratos pasados en la colina. No tenía derecho a pedir más; o al menos eso hizo creer a los que la rodeaban. No quería causar daño a nadie, en especial al hombre que se convirtió en su esposo.

Lo conoció cuatro años después del estallido. Era un empresario de Tokio que se había desplazado a Kokura para cerrar un negocio y, antes de regresar a la capital, decidió visitar al director del orfanato, eterno amigo por haber pertenecido al mismo batallón de infantería en Manchuria. Para entonces Junko era una de las chicas mayores, se había convertido en una mujer serena y delicada, resurgida de la ponzoña en su máximo esplendor, como las flores de loto —aun cuando ella siempre tuviera que acarrear un pétalo podrido que ocultaba con un pañuelo cruzado en el rostro—. La primera vez que aquel hombre la vio, Junko estaba componiendo un arreglo floral como los que había visto diseñar a su madre, la maestra de ikebana.

Se quedó plantado frente a ella, siguiendo la sutil danza de sus dedos prendiendo los tallos mientras con una diminuta tijera recortaba los filamentos sobrantes, y de inmediato se prendó de la mirada cautivadora de su único ojo descubierto. Se le acercó sin dudar y lo primero que hizo fue retirar el pañuelo y acariciarle la media cara quemada...

—Por eso terminó viviendo en Tokio —concluyó Mei.

—En la que ahora es tu casa —murmuró Emilian.

—Así es.

Emilian estaba sobrecogido. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, se limitaba a mirar a Mei, que permanecía frente a él en la misma postura. Resopló y rebuscó en su memoria.

—¿Por qué aquel día me dijiste que tu abuela había vivido con sólo medio corazón? Su marido parecía un buen hombre.

—Desde luego que lo era, y es cierto que a su modo le quería, pero más bien como se quiere a un hermano. Lo utilizó para alejarse de aquel infierno, se casaron y pronto nació mi madre. En ese momento descubrió que su alma y la de Kazuo seguirían siendo una sola por toda la eternidad. Trató de ser feliz pensando que él también lo sería con otra mujer en otra vida paralela, pero no lo consiguió. Amó a su hija, cómo no iba a amarla, pero nunca se quitó de la cabeza que no fue Kazuo quien la engendró. Y lo peor era que no podía expulsar esa pena. Sabía que el habernos hecho partícipes de su desasosiego habría destruido a mi abuelo, y su máxima aspiración era que los suyos disfrutasen de la familia que ella no tuvo. Pero, aun con todo —remarcó—, no dejó de soñar que algún día Kazuo vendría a buscarla.

—¿Y por qué se decidió a contártelo? Sé que estáis muy unidas, pero se contradice con su forma anterior de comportarse.

—Lo hizo el día que se vio obligada a dejar su casa para ir a vivir con mis padres. Como ya te comenté en Tokio, le aterraba pensar que Kazuo terminase llamando a su puerta, la encontrase deshabitada y creyera que había muerto. Quería dejar un rastro y me pidió que me desplazase allí. Además, mi abuelo falleció hace tiempo; ya no pesaban sobre ella los mismos impedimentos.

Emilian permaneció unos segundos pensativo.

—Al parecer, Kazuo tampoco está seguro de que ella quiera verle.

—¿Por qué dices eso?

—Decidió publicar el haiku en lugar de ir directamente a verla o llamarla por teléfono. Aunque, pensándolo bien, quizá ni siquiera sabe que ella está viva y ha sacado a la luz ese poema por cualquier otro motivo. No sé...

—Prefiero pensar que es un mensaje —resolvió Mei.

—En cualquier caso es una forma muy sutil de lanzárselo.

—Una forma muy japonesa. En nuestra cultura, una palabra no dicha es más importante que todas las pronunciadas.

Emilian la contempló con descaro, y ella pareció dejarse recorrer por aquellos ojos ansiosos dejando caer los suyos. Cambió de postura, apoyándose sobre un brazo con las dos piernas al otro lado reposando una sobre la otra, enfundadas en las medias, recogiendo hacia atrás los dedos de los pies.

—El caso es que sus cánceres parecen haberse disparado desde que encontré ese poema en internet —reanudó—, y no puedo permitir que salte a la otra vida sin haberse liberado del reloj de la catedral.

—Yo te ayudaré a encontrar a Kazuo —declaró Emilian con una convicción abrumadora.

—Tu amigo de la Agencia nos dijo ayer que no puede hacer nada. Y no quiero que arriesgues por mí otros contactos que puedan ayudarte a resolver tus...

—Te ayudaré a encontrarlo esté donde esté, confía en mí —le cortó, acercando su mano a los labios de ella. La expresión de goce de Mei le produjo una sacudida—. ¿Cómo habrá podido vivir esa mujer tantos años, qué digo años, tantas décadas, con un amor semejante escondido en su interior?

—Alguien dijo una vez que el arma secreta de la naturaleza es la paciencia.

—Pues a mí ya no me queda.

Se lanzó sobre ella y, entonces sí, se fundieron en un beso que debió durar horas o segundos. Por fin sin tiempo, sin pasado ni futuro. Emilian rodó sobre sí mismo hasta quedar tumbado de espaldas en el suelo. Ella encima, sujetándole la cara con ambas manos para besarle cerrando los ojos sin necesidad de buscar su boca. A él le daba miedo tocarla, de pronto se sentía inseguro, había oído mil tópicos sobre la reprimida sexualidad nipona y otros mil sobre sus fetichismos más depravados y no quería quebrar la magia, prefería que fuera ella la que manejase la situación. Se limitaba a acariciarle los costados y la espalda, sacando su lado más puritano mientras su sexo alcanzaba cotas que tenía olvidadas, tanto que llegaba a dolerle. Ella se recolocó y lo rozó con la pierna, y a pesar de la tela de su pantalón de loneta celebró aquel contacto con un espasmo. Ella debió de notarlo. Se sacó el vestido por la cabeza, lo hizo volar hacia atrás y sus pechos quedaron a la vista, firmes como los de una escultura y al mismo tiempo vibrante la carne, exhibiendo los pezones que ya antes había palpado a través de la lana en el casto abrazo. Cubrió uno de ellos con una mano y permaneció unos instantes examinando su textura, como si necesitase tomar conciencia de que era real, oscuro en contraste con la piel del pecho, blanca pero no pálida, un tanto enrojecida por el sofoco y sus caricias cada vez menos medidas. Mei se inclinó hacia delante y le colocó el otro en la boca, y cuando él empezó a lamer, ella estiró el cuello hacia atrás hasta quedar en una postura difícil como las de las mujeres de los dibujos eróticos de la antigüedad nipona, inundados de kimonos arrugados y matas interminables de pelo liberadas de moños descompuestos al llegar al clímax. Emilian se incorporó, la sujetó del tronco y la volteó, quedando ella tumbada y él encima. Le lamió y le besó la tripa y al encontrarse con las medias introdujo la mano antes de quitárselas. Le excitó notar la piel caliente y un leve roce que significaba que el pubis había sido rasurado renegando de las costumbres japonesas defensoras del vello. Viendo que Mei se retorcía compartiendo su excitación, con la cabeza vuelta hacia un lado y la boca entreabierta, mientras seguía acariciándole desde los pechos hasta la cintura con los cinco dedos desplegados de su mano izquierda aprovechó para quitarse con la otra la camiseta y soltarse el pantalón. Sintiendo por fin la liberación en su miembro, trató de bajarle a un tiempo las medias y el tanga, pero se quedaron ambos hechos un ovillo a la altura de las rodillas. Y, sin llegar a pedírselo ella se tumbó de lado, tampoco quería esperar, y separó cuanto pudo las piernas encadenadas por la tela dejando el hueco suficiente para que él la penetrase desde atrás. Gritaron al unísono y permanecieron unos segundos quietos, y después comenzaron a agitarse, él cogiéndola de ambos pechos, ella girándose para que la besara mientras olvidaban el presente y se arrojaban a un vacío lleno de agua y de fuego y de pájaros aleteando.

13. Una lágrima púrpura

Nagasaki, 16 de agosto de 1945

K
azuo caminaba arrastrando los pies.

Desde que dos días antes se separase del comandante Kramer tras lo ocurrido en el centro de racionamiento, no había hecho otra cosa que vagar por el valle buscando a Junko. Ya nada le afectaba. Incluso se había acostumbrado al hedor. Las labores de incineración no cesaban, pero aún pasaría tiempo hasta que lograran retirar todos los cadáveres. Los equipos de salvamento llegados de otras localidades se esforzaban en conducir a los supervivientes a los hospitales de campaña para alimentarlos, hacerles curas y brindarles apoyo psicológico. La dignidad en la que se sustentaba la fortaleza del pueblo nipón iba aflorando a pasos agigantados. Incluso en aquel ambiente apocalíptico, una vez pasado el estupor inicial, reinaba la disciplina y la sumisión al grupo. Estaban convencidos de que entre todos serían capaces de sobreponerse al desastre. Kazuo se dio de bruces con uno de aquellos improvisados centros médicos. Estaba instalado en lo que antes fue la escuela de ingeniería, en una ladera apartada del centro.

Entre los que se aglomeraban en la entrada reconoció la figura de una enfermera. De espaldas y con una abundante coleta cayéndole hasta media espalda, le pareció Suzume. Era obvio que no era ella, pero se acercó. Estaba estirada sobre las puntas de los pies, escribiendo sobre la fachada blanca del edificio con un pedazo de carbón. Se fijó bien. Eran nombres y apellidos. Había tantos que casi cubrían la pared a ambos lados de la puerta, desde el suelo hasta más arriba de la cabeza de los que se arremolinaban a leer. ¿Para qué hacía eso? Oyó comentarios, vio a algunos llorar, y se dio cuenta de que estaba confeccionando un improvisado listado de las personas que habían fallecido allí. Al menos serviría para que algunos supervivientes que deambulaban por la ciudad buscando a los suyos supieran que todo había terminado...

Como él.

Se estremeció al convencerse de que el nombre de Junko estaría garabateado en las paredes de algún pabellón.

Fue como si su alma envejeciera varias décadas en un segundo.

Al menos, su calvario había terminado.

Se dirigió hacia el Campo 14. Quería despedirse de Kramer antes de regresar a la clínica del doctor Sato. Le producía escalofríos pensar en enfrentarse al momento en el que Suzume le comunicase que el doctor había muerto por la infección, pero no tenía otro sitio donde ir. Estaba hambriento y agotado.

Sorteó los cascotes de la parte derruida del muro y saltó al patio. Fue a toda prisa hacia el barracón. Esperó a que sus pupilas se acostumbrasen a la oscuridad que reinaba en el interior. Había varios pows tirados por el suelo, aunque menos de los que vio cuando el comandante Kramer le llevó allí tras lo ocurrido en la catedral. Algunos rostros le resultaron familiares.

¿Eran aquellos todos los que quedaban? No veía a Kramer, no lo veía...

—¡Kazuo! —le llamó alguien.

Se volvió. Escudriñó para mirar mejor entre la penumbra y asegurarse de que su mente no le estaba traicionando. Aquel hombre estaba en cuclillas a un par de metros, junto a uno de los soldados.

Era él...

—¿Doctor?

—¡Hijo!

El doctor Sato se incorporó y le abrazó con fuerza. Al momento acusó el esfuerzo de haberse levantado de golpe, se arrodilló en el suelo y pidió a Kazuo que hiciera lo mismo. Permanecieron mirándose frente a frente.

—¿Cómo has venido aquí? —le preguntó el chico sin salir de su asombro.

—Supuse que habrías querido conocer a... los tuyos.

—Tú y tu esposa sois los míos.

—Hijo...

—La guerra ha terminado —se le ocurrió decir.

—Estoy muy feliz por ello, pero mucho más por saber que estás bien. ¿Has tenido...?

—Ningún síntoma, no te preocupes. Ni vómitos ni nada por el estilo.

—Menos mal —respiró el doctor cerrando los ojos.

Kazuo agradeció que no le recriminase por haberse marchado. Le dio mucha pena verlo tan débil.

—¿Estás muy mal?

—No tanto como pueda parecer —mintió el doctor, sacando la voz más rotunda que podían permitirse sus hundidos pulmones—. Es este cansancio...

Se preocupó de tapar con la solapa de la bata las úlceras que le habían salido en la base del cuello. A Kazuo le pareció que su aspecto aún distaba mucho del que mostraban las de los infectados que habían alcanzado la fase púrpura, pero lo cierto era que estaban mucho más marcadas que cuando las vio por primera vez.

—¿Te duele?

—No te preocupes, pronto traerán las cajas con la nueva medicina.

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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