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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (18 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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No cabía la menor duda de que Kara Mustafá fue innecesariamente cruel con sus enemigos; pero para Jaja, que no tuvo ningún trato directo con el Gran Visir, esa crueldad poseía un rasgo que la redimía. Era una crueldad animal, sin astucia, y mantenía ciertamente controlados a muchos oficiales corruptos e incluso los más graves excesos del propio Padisha.

Jaja no podía por menos de pensar favorablemente del Gran Visir, en comparación con el bajá Sultanzade Mahomet que lo había suplantado. Este último, apodado Semin Bajá o Bajá Gordo, por razón de su obesidad, era bien conocido por ser mentiroso y pelotillero, famoso por su afición a adular y por sus trucos sucios. Le debía su ascenso a la dignidad de Gran Visir en gran parte al hecho de que su madre era Ayse Hanim Sultán, nieta de Solimán el Magnífico, de aquí su título de Sultanzade.

A Semin Bajá se le educó en el harén. Cuando era todavía joven, se le otorgó el alto cargo de Kapicibashi, o jefe de los porteros del palacio. Poco después llegó a ser Kubbe Visir, un miembro del consejo de Estado. Pero su negligencia en cumplir con sus deberes le acarreó un destierro temporal a la isla de Rodas. No obstante, después fue nombrado gobernador de Egipto. Estuvo allí tres años, tras los cuales regresó a Estambul inmensamente rico. Nombrado una vez más Kubbe Visir, tomó parte en la conquista de Azaq en Crimea.

Kara Mustafá, que lo consideraba con razón como un acérrimo enemigo, estaba decidido a mantenerlo lejos de Estambul y por lo tanto lo nombró gobernador de Damasco.

El día en que Semin Bajá volvió al fin a Estambul para ocupar el cargo de Gran Visir, la ciudad entera estaba bañada por la cálida luz del sol de primavera. No obstante, era el 10 de Muharrem, un triste día religioso que conmemoraba la muerte de Hussien Ibn Ali en Karbala, y el hecho de que coincidiera con la llegada de Semin Bajá era un mal presagio. Después de deliberar largo rato consigo mismo, Semin Bajá llegó a dos decisiones: la primera, que haría todo lo posible para evitar el destino de Kara Mustafá y la segunda, que acumularía una gran fortuna lo más rápidamente posible. Para lograr lo primero, decidido satisfacer hasta el menor capricho de Ibrahim; conseguiría la segunda vendiendo cargos públicos al mejor postor.

No perdió tiempo en aliarse con Djindji Khodja y muy pronto se dedicaron los dos a satisfacer todos los caprichos de Ibrahim y se enriquecieron, al mismo tiempo, en gran escala. Cuando Ibrahim eligió a Djindji Khodja para desempeñar el cargo supremo de Cadí Asher, o juez militar, de Anatolia, el país experimentó el impacto de la rapacidad y ambición de ambos.

La figura de Semin Bajá, gordo, bajo y empalagoso, constituía un espectáculo carente de dignidad cuando se le veía escabulléndose por los pasillos de palacio haciendo recados para el Sultán. Jaja llegó a despreciarlo con todas sus fuerzas. Tampoco eran muy distintos los sentimientos del Sultán hacia su Gran Visir. Un día, asqueado por el ilimitado servilismo de su Gran Visir, Ibrahim se vio impelido a preguntar:

—Dime, ¿cómo es posible que te parezca bien todo lo que yo hago, bueno o malo?

—¡Mi Padisha! —replicó Semin Bajá descaradamente—. Sois el Califa, sois la sombra de Dios sobre la tierra. Cada idea que se fragua en vuestro espíritu es una revelación de los cielos. Vuestras órdenes, hasta cuando parecen poco razonables, poseen una innata racionalidad, a la que vuestro esclavo presta eterna reverencia, aun cuando no logra entenderlas.

No sólo aceptaba Ibrahim esta servil estupidez, sino que la interpretaba como una garantía de su divina infalibilidad como agente de Dios en la tierra.

Al oír esta historia, Jaja se sintió invadido por una gran desesperación. ¿No tendría Lale razón después de todo?, se preguntó a sí mismo. ¿Era inevitable la desintegración del imperio? Y si era así ¿cómo era que nadie en palacio mostraba la menor inquietud? En lugar de estar preocupados, todos bailaban y se divertían como si no tuvieran ningún problema. Por ejemplo, la Kahya. Le contó a Jaja que nunca había visto a las Kadinas del Sultán ataviadas con más elegancia o entretenidas con más prodigalidad. Ibrahim había llegado hasta el punto de darles a cada una de ellas una carroza particular, tachonada de diamantes.

¡Qué típico era de la Kahya no preguntarse a sí misma de dónde procedía ese dinero y del propio Ibrahim no decirle lo vacías que se estaban quedando las arcas del Tesoro! ¿No estaba todo el mundo en palacio hundiendo la cabeza en la arena, como la avestruz, para no ver la catástrofe que se les echaba encima?

Pensamientos así inquietaban a Jaja y daban pábulo a sus temores. Habría dado cualquier cosa por desahogar sus preocupaciones en los anchos hombros de Lale. Pero la brecha que se había abierto en su amistad parecía irreparable y el orgullo le impedía acercarse al ofendido gigante. Además sabía cuál iba a ser el consejo de Lale: todo el mundo se defiende a sí mismo y ¡sálvese quien pueda! Sensato como era, Jaja no veía ninguna diferencia esencial entre la actitud de Lale y la de la más egoísta de las Kadinas.

Una noche, cuando daba vueltas y más vueltas en la cama, sin poderse dormir, se le ocurrió a Jaja escribir una especie de tratado o manual del monarca, que explicara los males del imperio y la manera de remediarlos. No era ni mucho menos una idea descabellada. Sabía que varios Visires o Grandes Visires anteriores, en la historia del Imperio Otomano, habían escrito tratados así y se los habían presentado a su Sultán. Pero él prefería tomar como su modelo el famoso
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de Nizam Al-Mulk, el famoso ministro de los sultanes Seljukian, Alp Arslan y su hijo Malikshah, que gobernaron el Imperio Seljuk a lo largo del siglo XI. En cincuenta capítulos cortos, llenos de consejos e ilustrados con anécdotas históricas, Nizam Al-Mulk había escrito un manual mediante el cual, según rezaba en su título, «se podría revelar la corrupción y prevenir la rebelión».

Jaja saltó de la cama, cogió una pluma y un papel y empezó a escribir:

Tributemos abundantes alabanzas e infinita gratitud a la sagrada corte y a la muy sagrada presencia del Misericordioso, el Protector y el Rey, el Supremo Sabedor y el Dios Absoluto, creador de legisladores que practican la justicia y de reglas que tienen poder para crear constancia en la ordenación del mundo y la regulación de los asuntos de la humanidad. Dejemos que bendiciones como perlas…

Se detuvo al notar que empezaba a sentir náuseas… Inconscientemente había adoptado el estilo adulador y lleno de lugares comunes de los cortesanos otomanos. Después del elaborado exordio del Todopoderoso y su Profeta y de todos los santos, para siempre jamás, vendría el elogio del Sultán, fuera éste malo, loco o totalmente analfabeto.

Lo que tenía que hacer, pensó Jaja, era escribir todas sus ideas en apuntes separados. Formarían entonces la base de un tratado político, un
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, escrito por un esclavo a quien le preocupaba la situación.

Jaja tachó lo que había escrito y empezó de nuevo:

Lale está equivocado en asumir que el imperio no tiene remedio. Los imperios que están en proceso de decadencia deben cambiar de dirección. El problema es que los derechos adquiridos se resisten siempre al cambio y, en el despotismo oriental, el cambio no puede tener lugar a no ser que esté de acuerdo con la antigua fe y tradición. Por consiguiente mira siempre hacia atrás. La voluntad de Alá, que prestó su aprobación al islamismo desde un principio, otorgándole al pueblo islámico sus primeras y fáciles victorias, los encerró dentro de sí mismos al hacerlo. Si estos éxitos hubieran sido menos espectaculares, el pasado habría sido menos vinculante como modelo de acción, y habría así permitido la posibilidad de un cambio de dirección y del progreso. Las naciones, como las grandes familias, tienen motivos sobrados para recelar de sus grandezas pasadas, porque son siempre un impedimento y una falsa ilusión.

No obstante, Lale tiene razón en algunas de las cosas que dice. El Imperio Otomano que, hasta los tiempos de Solimán el Magnífico, se enriquecía saqueando a sus vecinos, se ha echado ahora sobre sí mismo. Con sus vecinos totalmente agotados, el único botín que se puede conseguir es el que consiguen los otomanos saqueándose unos a otros.

Jaja leyó cuidadosamente lo que había escrito, hizo un movimiento de aprobación con la cabeza y continuó escribiendo.

Cuantas más cosas leo sobre otros países, sean del Oriente o del Occidente, tanto más aparente se hace el extraordinario carácter del gobierno otomano. Aunque el Sultán es un gobernante todopoderoso y absoluto, hay dos cosas que limitan su poder. Una es la Shari'a o ley sagrada, basada en el Corán y en Hadith. La otra es el natural conservadurismo y atraso de todos los orientales.

La Shari'a constriñe a todos los musulmanes, y el Sultán no es una excepción, aunque sea un monarca absoluto. La infracción de la Shari'a justifica una revolución y fue evidentemente por esta razón por lo que Osmán II fue destronado y ejecutado. Los gobernantes fuertes no tienen nada que temer del Gran Mufti, pero sí los gobernantes débiles. Cada provincia o ciudad tiene su propio Mufti y cada pueblo su Mulla, todos ellos relacionados íntimamente por lazos familiares y formando por tanto una clase que puede rivalizar con el Sultán y su administración. Estrictamente hablando, el cargo de Gran Mufti no es hereditario. Pero en la práctica, los hijos suceden a los padres en este respetado y lucrativo puesto. Por lo tanto, el nepotismo refuerza el natural conservadurismo de esta clase, generación tras generación.

Para mantener el control de este enorme imperio, los sultanes tienen que tener derechos absolutos sobre las vidas y la libertad de sus empleados en el gobierno. Hicieron esto mediante la creación de un sistema en el cual todo el que desempeña un cargo público es un esclavo del Sultán y todos los soldados del imperio son propiedad privada del Sultán. Poblaciones enteras de esclavos, algunos castrados, otros no, la mayoría nacidos de padres cristianos, desde el Gran Visir al simple jenízaro, forman la clase gobernante. A los musulmanes, nacidos libres, se les reserva sólo la posibilidad de un cargo en la judicatura o el bazar, como forma de ganarse la vida.

Si el Sultán resulta ser incompetente o inadecuado para gobernar, el Gran Visir se hace cargo totalmente del gobierno. Pero el Gran Visir no tiene derechos hereditarios a su puesto y hasta la duración de su cargo es incierta. De hecho, puede en un instante y a merced del Sultán perder su riqueza, su cabeza o ambas cosas.

Hasta los días de Solimán el Magnífico, se elegía al Gran Visir por su competencia y las circunstancias. Desde entonces, se ha ido convirtiendo en cuestión de dinero. Los que aspiran a este elevado puesto deben en primer lugar tratar de ganarse el favor de aquellos que tienen acceso al Sultán, sean éstos mujeres del harén o cualquier otro oficial importante de palacio, como el Kizlar Agá. Evidentemente los cortesanos no venderían sus favores a un Visir honesto y competente. Tiene que ser, en primer lugar, de su mismo pelaje. Una vez entregado dinero y joyas a aquellos que pueden influir en su nombramiento, el nuevo Gran Visir debe cumplir sus otras promesas y dar cargos a números infinitos de criados y cómplices. Es más: para conservar su puesto debe mantener buenas relaciones con los que le han apoyado y dejarles hacer lo que se les antoje. Explotar su cargo para cualquier otra cosa que no sea su propio provecho y el de los que lo han apoyado es exponerse al desastre, porque hay muchos candidatos a este puesto esperando entre bastidores con más promesas de dinero y privilegios a esos mismos patrocinadores. Por otra parte, para satisfacer a estos últimos, tiene que explotar al pueblo. Naturalmente hay un límite a esta explotación de la población, más allá del cual se rebelarán y exigirán un nuevo Gran Visir.

De todo esto se saca la consecuencia de que el puesto de Gran Visir es precario, a menudo imposible y solamente un maestro en intrigas palaciegas puede aspirar a conservar este puesto y su cabeza durante mucho tiempo.

El propio Sultán contribuye a menudo a crear esta lamentable situación. Si es débil o desconocedor de los asuntos de Estado, como lo es con frecuencia, dejará todas las decisiones a su Gran Visir. Pero en cuanto surge la primera señal de una crisis pública, tiende a asustarse y parece que lo único que le tranquiliza es deponer de su puesto al Gran Visir. De hecho, si se exceptúa la prerrogativa de nombrar al Gran Visir y otros de los altos dignatarios del imperio, el Sultán ha dejado de tener autoridad a no ser en su círculo de mujeres, eunucos y cortesanos.

Jaja dejó de escribir. Desde su ventana podía ver un rayo plateado de la naciente aurora reflejándose en el patio. Tenía la mano entumecida y le dolía la espalda. Pero había resumido en estos pocos párrafos el funcionamiento de todo el imperio. Es verdad que no había tratado aún del papel de los jenízaros y los spahis, pero unos cuantos párrafos serían suficientes cuando volviera a tener tiempo para escribir. Dándose cuenta de sus sentimientos, se sintió contento, casi jubiloso. Todos los malos presagios parecían haberse desvanecido. Ciertamente el que conoce la ley es esencialmente libre, se dijo a sí mismo. Cualquiera que leyera su
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estaría sfn duda alguna de acuerdo con él y se comportaría bien para mantener el bienestar público. Porque ¿no es simplemente la ignorancia lo que hace que la gente se comporte mal?

Se tumbó en la cama y se estiró. El cansancio se había apoderado de sus huesos. Esperaba haber podido dormir al menos una hora antes de la primera oración de la mañana, pero el olor de Humasha estaba aún en la almohada y eso hizo desaparecer el sueño de sus ojos.

XV

Gracias a Humasha se enteró de mucho de lo que estaba ocurriendo en el harén, aunque estaba seguro de que por lo menos la mitad de sus historias no eran ciertas. Se había dado cuenta muy pronto de que a Humasha le gustaba cotillear e inventar historias, de puro aburrimiento o por cualquier otra razón.

Aun así, a menudo a Jaja le gustaba escuchar su chachara. Pensaba que no era posible que lo estuviera inventando todo y que debía de haber un grano de verdad en sus historias. Por añadidura le estaba abriendo los ojos a un mundo del que él no sabía nada, el mundo de mujeres y concubinas, que Jaja encontraba fascinante, sobre todo por la manera vulgar pero sagaz en que Humasha lo contaba.

Le abrió también los ojos en lo relativo a su propia sexualidad. Un día estaban hablando de la relación entre los eunucos y las mujeres en general y él se aventuró a preguntarle por qué había eunucos como él que parecían sentirse fuertemente atraídos por las mujeres.

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