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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (21 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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«Desde luego no es tonta —pensó Jaja—, pero ¿es esto suficiente para salvarla de las garras de Kösem?»

—Comprendo tu punto de vista, Kadinefendi —dijo Jaja—. Hablas de manera inteligente y me siento honrado por tu calurosa hospitalidad y la confianza que me has mostrado. Si me permites ahora que me vaya…

—Por supuesto, Mussahib Nergis. Lamento profundamente haberte hecho demorar el asunto de urgencia que te ocupa. Pero estoy segura de que seremos amigos. ¿No lo crees así?

Lo había desarmado por completo. «Se siente sola y vulnerable a pesar del ardiente amor que el Sultán siente por ella», pensó Jaja.

A Jaja le parecía irónico que cuanto más se acercaba uno al Sultán, más crecía la sensación de ansiedad. Evidentemente aquellas que compartían su lecho debían de ser las que experimentaban esta ansiedad de manera más intensa, porque tenían más que perder. Pero los que estaban en la peor situación eran aquellos necesitados de amor, como bien lo sabía él por experiencia. Personas así eran las víctimas naturales de los indiferentes, los crueles y los que no tenían escrúpulos.

Lo que ahora le preocupaba era lo que debía decirle a Kösem. Si le decía que había encontrado a Sivekar Dudu una mujer hermosa, inteligente y cortés, esto perjudicaría a Dudu. Porque Kösem no era capaz de tolerar el que otra mujer rivalizara con ella en belleza o en inteligencia. Y, además, ¿qué razón tenía él para decir que Dudu no era tan ambiciosa como las otras concubinas? ¿No era un hecho que había conseguido el Pashaluck de Damasco?

Por otra parte, no veía ninguna razón para pintar a Dudu en tintes tan oscuros como la habían descrito sus rivales, sobre todo cuando Kösem la había considerado ya una amenaza. Su dilema era esencialmente el hecho de que gobernantes como Kösem no estaban interesados en informes objetivos. Tenía ese presentimiento. Ningún tirano manda espías a visitar una posible o futura víctima para recibir un informe sobre las excelentes cualidades de ésta.

No tenía mucho tiempo para torturarse. Cuando regresó a su cuarto vio que un paje lo estaba esperando con un recado urgente de que acudiera a presencia de Kösem. Eso le ayudó a tomar una decisión. Tranquilizaría a Kösem diciéndole que Sivekar Dudu era una concubina simple e inofensiva cuya única preocupación era conservar el amor del Sultán.

Al llegar encontró que la Sultana Validé estaba encerrada en su despacho con su cocinero mayor y tuvo que esperar mucho tiempo para verla. Al mismo tiempo que se le ordenaba a él entrar, el cocinero salía de la habitación. Sus miradas se cruzaron al pasar uno junto al otro y, al ver la expresión en el rostro del cocinero, Jaja sintió una punzada en el pecho. Había visto esa expresión muchas otras veces en el rostro del tristemente célebre Kara Ali, el verdugo. Era la expresión del sádico a quien se le ha encargado una tarea que es de su gusto.

—Veo que te ha hecho ya víctima de sus encantos —dijo Kösem cuando Jaja terminó de contarle su impresión de Sivekar Dudu.

Jaja trató en vano de asegurarle a Kösem que no era así.

Al mismo tiempo no pudo por menos de admirar a Kösem por su extraordinaria perspicacia.

XVII

Jaja escribió las siguientes notas en su diario, para incluirlas después en su
Siyaset-Name
:

La fiebre de la guerra se ha apoderado no sólo del palacio sino de todo el país. En Estambul la gente únicamente habla de la guerra que se nos echa encima y del enorme botín que traerá consigo. Nadie se atreve a mencionar que vamos a atacar a Creta. Todo el mundo repite la versión oficial de que tenemos la intención de invadir Malta para vengar la muerte de Sunbull y de Ibrahim Celibi. Yo me temo que el imperio esté abocado a un terrible fracaso. No estamos preparados para la guerra. No lo hemos estado desde hace generaciones.

En la era dorada del imperio, los batallones de jenízaros se reclutaban en su totalidad de entre las filas de muchachos esclavos de origen cristiano, los cuales formaban el meollo del sistema militar. Bajo un Sultán firme, constituían un cuerpo de infantería cuyo valor y disciplina eran la admiración del enemigo. Pero desde los días de Murat III, han extraído del Sultán el privilegio de alistar a sus hijos en el cuerpo. Eran tales los privilegios de los jenízaros: la exención de impuestos ordinarios, el acceso a puestos oficiales, etcétera, que los musulmanes turcos, nacidos libres, trataron de que sus propios hijos sustituyeran a los reclutas cristianos. Esto ocurrió con tanta frecuencia que la conscripción de los campesinos cristianos dejó de tener lugar. Desde el reinado de Murat III, no se ha hecho una leva de jóvenes cristianos.

Más importante es el cambio en el carácter original de las tropas. No siendo ya esclavos del Sultán, que le deben lealtad solamente a él y que dependen de él en todo, se han convertido en una clase rebelde que se autoperpetúa, con lazos de familia con la población musulmana. La entrega de sobornos se ha convertido en práctica aceptada en el citado cuerpo, como precio que es preciso pagar para lograr ascensos. Por otra parte, el cuerpo ha conservado sus privilegios originales en relación con la exención de impuestos y el derecho común.

Al aumentar regularmente en número, se han convertido en una gran carga. Sus sueldos han sido la causa de la bancarrota de muchos gobiernos. Al estar apretados de dinero muchos soldados han suplementado sus pagas llevando a cabo diversas tareas en la ciudad, con el consabido descuido de sus deberes militares. No es sorprendente, por lo tanto, que hayan mostrado en sus campañas una ignorancia total del arte bélico y una absoluta carencia de disciplina.

La caballería territorial, los spahis, son el segundo brazo de la fuerza militar del imperio. Los spahis son individuos a quienes el Sultán ha conferido el derecho vitalicio de recaudar ciertos impuestos de pueblos determinados. A cambio, se les exige que entren a caballo en cualquier guerra plenamente equipados y con muy poca antelación. Si no lo hacen, se les expulsa del país. En las costas del mar Egeo, se exige a los que detentan tales derechos el que proporcionen galeras para la marina, en lugar de jinetes. Los hijos de los spahis, cuando mueren sus padres, heredan esos mismos derechos y obligaciones. Todo el sistema está calculado de esta manera para proporcionar un ejército de jinetes musulmanes con orgullo de nacimiento y raza, que será capaz de impedir disturbios en las provincias en tiempos de paz y de suministrar un cuerpo de caballería en época de guerra, sin gasto alguno para el gobierno. Pero desde los tiempos de Murat III, las damas del harén han dirigido sus ambiciosas miradas a los regulares ingresos que se pueden recaudar de las provincias y han descubierto la manera de inscribir sus nombres y los de sus parientes en las listas de los spahis. Hoy en día, muchas de las propiedades más extensas pertenecen a esclavos, eunucos y hasta bufones de palacio. Los spahis han desaparecido como una auténtica fuerza combativa.

Con una corrupción semejante en el imperio, es sorprendente, no que continúe funcionando, sino por qué no ha desaparecido en algún momento en los últimos cien años. Con una mezcla de sultanes libidinosos, un ejército corrupto y rebelde, gobernadores venales, administración degenerada, arcas del Tesoro vacías y una población que se queja continuamente de la injusticia y la crueldad, el Imperio Otomano debía de haberse derrumbado o caído en manos de sus enemigos hace mucho tiempo.

Sé lo que diría Lale. Me citaría a Ibn-Kahldun, el gran historiador árabe que mantiene que los imperios, como los seres humanos, tienen una existencia limitada, una existencia que les es peculiar. Crecen, alcanzan la madurez y después experimentan la decadencia. Y si el Imperio Otomano ha querido seguir existiendo más allá del tiempo que se le ha concedido, no hay nada extraordinario en todo esto. A veces una vieja bruja, repulsiva y maloliente persiste en vivir año tras año, más allá del tiempo que le está destinado, hasta que pone a prueba la paciencia de Dios y de sus familiares.

Pero tiene que haber otra explicación. Si me atrevo a sugerir algo, es que debe de haber habido, en los diversos departamentos del gobierno, al menos algunos empleados honestos, inteligentes, dotados de espíritu cívico —Kamenkash Kara Mustafá se me viene inmediatamente a la memoria— que se echaron sobre sus hombros, sin que nadie se acuerde de ellos, la carga del imperio. En segundo lugar, y esto merecerá indudablemente la aprobación de Lale, el imperio debe de haber alcanzado, ya hace mucho tiempo, una condición de equilibrio natural.

Cuandoquiera que los fondos del Tesoro se agotan, el gobierno recurre a confiscaciones para sanear sus finanzas, especialmente si hace poco que ha llegado al poder y por consiguiente no tiene ninguna obligación hacia los empleados nombrados por el régimen anterior. Hay ciertamente algo adecuado en estas confiscaciones. No se puede decir que ninguno de esos empleados, señalados como víctimas de la confiscación, haya obtenido su riqueza por medios legales. Es más, se puede justamente argüir que la riqueza confiscada de esa manera debía de haber estado desde un principio en manos del gobierno.

Pero ¿puede un país en estas condiciones declarar la guerra contra los venecianos en Creta, y ganarla ?

XVIII

Jaja visitaba a Sivekar Dudu una vez a la semana, generalmente con algún pretexto inventado por Kösem. No obstante había veces en que iba a verla totalmente por propia iniciativa. La verdad era que había empezado a agradarle mucho la armenia, que nunca dejaba de recibirlo con espontánea cordialidad, aunque sabía perfectamente bien el verdadero propósito de su visita. Una vez que se habían ocupado de los asuntos de Kösem, solían ponerse los dos a charlar como buenos amigos, mientras se tomaban una taza de café. Sivekar Dudu le contaba a Jaja cosas de su vida pasada o le pedía que le explicara aspectos del harén que ella encontraba aún desconcertantes. Jaja le hablaba de los viejos manuscritos que acababa de leer o sobre asuntos de actualidad en el imperio, que no habían llegado a los oídos de Dudu.

Un día, mientras que él la observaba furtivamente preparando el café, pensó que podía comprender por qué Ibrahim se había enamorado de ella como un loco. Ni la pobreza de su origen y educación, ni las adversidades de la vida habían amargado el carácter de Dudu, risueño por naturaleza. A pesar de su inmenso tamaño, todos sus gestos estaban impregnados de una ternura innata y una femenina sensualidad. Estaba seguro de ello. Había aprendido mucho sobre las mujeres desde que Humasha entró a formar parte de su vida.

Reflexionó que también Humasha podía ser tierna y sensual, pero sólo en ciertos momentos. La mayor parte del tiempo tenía que aguantar su carácter violento. Pero a Sivekar Dudu el afecto, la ternura y la sensualidad de mujer le eran tan naturales como el aire que respiraba. ¿Podía uno sorprenderse de que un hombre con los nervios destrozados, como lo era Ibrahim, encontrara consuelo en el enorme regazo de Dudu?

Sólo en una ocasión le oyó Jaja hablar a Dudu de su ardiente amor por el Sultán, mientras que otras Kadinas hablaban día tras día de su «eterno amor» por el Sultán y lo proclamaban a los cuatro vientos. Cuando Dudu lo hizo, se ruborizó como una jovencita y su voz le temblaba de emoción. Al verla así, se le ocurrió pensar a Jaja que en un lugar como el harén, donde la hipocresía, el egoísmo y el engaño eran la regla más que la excepción, una mujer como Sivekar Dudu era como una ráfaga de brisa.

Jaja había llegado también a considerar a Sivekar Dudu como una mujer seria y profunda. Aunque no había recibido una educación formal de ninguna clase, Jaja se daba cuenta de que poseía una inteligencia excepcional y un gran deseo de aprender. Nunca la oyó murmurar. Incluso cuando manifestaba su desaprobación de una rival, esa desaprobación no se basaba nunca en la belleza física de esta última, como lo hacían la mayoría de las mujeres del harén. Expresiones exageradas como «tiene una boca como la de una ballena», «tiene una cintura como la de un elefante» o «anda tan torcida como un camello» no salían nunca de sus labios. Lo peor que le oyó jamás decir a Sivekar Dudu fue «la pobrecilla no tiene razón» o «está equivocada».

Después de cada visita a Sivekar Dudu, Jaja le presentaba a Kösem lo que él consideraba un informe concienzudo. Tenía cuidado de no decir cosas halagadoras de Sivekar Dudu, excepto cuando estaban ampliamente justificadas. Aun así, sabía que se estaba metiendo cada vez más en una situación difícil con Kösem. Las reacciones de ésta a sus informes eran invariablemente negativas, aunque nunca lo decía abiertamente. Pero a Jaja le bastaba ver cómo se endurecía la expresión de su rostro o cómo sus labios adoptaban un feo mohín, para adivinar su desaprobación.

Un día encontró a Sivekar Dudu de un humor excepcionalmente bueno.

—¿Sabes lo que me ha dicho el Padisha? —le preguntó a Jaja, apenas capaz de contener su alegría—. La Sultana Validé se ha quejado al Padisha en persona de que nunca he ido a visitarla. Y ¿sabes qué otra cosa le dijo? Que va a ofrecer una fiesta en mi honor y que por hacer tan feliz a su hijo me va a regalar ese famoso par de pendientes que le regaló su difunto esposo Ahmed I.

—¿Eso fue lo que dijo, Hanimefendi?

—Sí, he recibido ya su invitación esta mañana. Tendrá lugar de hoy en ocho días.

—¡Te felicito, Hanimefendi! —dijo Jaja en un tono de voz que se esforzó en hacer sonar normal.

Se le había hecho un nudo en la garganta. La noticia de la invitación de Kösem le había hecho concebir, en el acto, todo tipo de malos presagios. Que él supiera, Kösem no había tenido nunca tanto interés en las concubinas de su hijo como para dar fiestas en su honor y hacerles valiosos regalos. La imagen del rostro siniestro del cocinero mayor se le vino a Jaja a la mente y con ella la certeza de que Kösem tenía el plan de envenenar a Sivekar Dudu.

Al día siguiente Kösem le ordenó a Jaja que asistiera a una gran fiesta en honor de Sivekar Dudu.

La fiesta fue un acontecimiento rebosante de pompa y esplendor… Músicos
Ud
, exquisitas bailarinas, espléndidos cantantes, actores del teatro de sombras y payasos enanos. El salón de la Sultana Validé estaba lleno hasta rebosar y todas las mujeres de alto rango del harén estaban allí. Las carcajadas y los aplausos resonaban por todo el palacio.

Estaban sentados en filas semicirculares, frente a un pequeño escenario en el cual tenían lugar las representaciones. Jaja se quedó de pie apoyado en la pared. Desde donde estaba podía observar fácilmente a Kösem. Ella le podía ver también a él y hacerle un gesto si quería algo. Junto a ella estaba sentada Sivekar Dudu, resplandeciente de felicidad.

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