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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (27 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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Jaja se alegraba de que un hombre bueno y honrado como el viejo Vardar pudiera mantenerse firme frente a un gobierno venal y corrupto y le escribió a Kösem para decírselo.

Unos días después el mensajero de ésta llegó a palacio para informarle de que el viejo Vardar, a la cabeza de un grupo de gobernadores de Anatolia, estaba reclutando un ejército para caer sobre Estambul. Lo que se pretendía con la rebelión era forzar al Sultán a acceder a que ningún gobernador o Agá militar fuera destituido de su puesto dentro del plazo de tres años desde su nombramiento.

Aunque algunos de estos gobernadores se estaban esforzando en poner fin a la corrupción del gobierno, otros se habían unido a ellos porque habían perdido sus cargos antes de que pudieran recuperar los sobornos que habían pagado, en primer lugar, para conseguirlos.

Pero otros se habían unido meramente por echar mano a los botines de la guerra.

Mientras que el mensajero estaba aún hablando, Jaja estaba ya formulando en su mente la pregunta clave a la que tenía que dar. una respuesta. Era inconcebible que la noticia de la rebelión no hubiera llegado a oídos del Gran Visir Ahmed Bajá. Pero si Ahmed Bajá no había puesto en el acto manos a la obra, tendría sus razones. Lo que Jaja necesitaba descubrir desesperadamente era la actitud de Kösem hacia los rebeldes. Creía firmemente que ninguno podía triunfar sin la aprobación tácita de Kösem. No obstante era siempre muy difícil saber en qué lado estaba Kösem. No revelaba nunca el juego. Solamente después de haberse resuelto todo, se enteraba uno de que el resultado era lo que Kösem había deseado desde el principio.

Por lo tanto no le sorprendió mucho a Jaja el que el mensajero no pudiera arrojar ninguna luz sobre la actitud de Kösem hacia la rebelión del viejo Vardar.

Mientras que los días de Jaja estaban plenamente ocupados en reunir información y pasársela a Kösem con sus comentarios, sus noches eran una agonía de soledad. Su habitación estaba más vacía que nunca, un vacío que a él le parecía que se había asentado en el centro de su cerebro. A veces le hacía tambalearse.

Ahora sabía que era verdad todo lo que le habían contado sobre Humasha e Ibrahim. Ibrahim se había enamorado locamente de ella y la iba a hacer su esposa oficial. Sólo dos veces en la larga historia del imperio Otomano había tenido lugar un matrimonio entre un Sultán y una muchacha como ésa. La primera vez fue cuando Solimán el Magnífico se había desposado con su famosa Roxilana, y la segunda cuando Osmán II se había casado con la hija del Mufti. Esos dos matrimonios habían creado suficiente precedente y ahora nadie podía impedir a Ibrahim que contrajera matrimonio con Humasha.

A pesar de todo, Ibrahim seguía obsesionado con la idea de que si por lo menos pudiera encontrarse con Humasha a solas, la persuadiría de que volviera a él. En sus momentos más lúcidos, se daba cuenta de lo absurdo de la idea, pero en otras ocasiones se sentía dominado por la convicción inquebrantable de que Humasha, sin duda alguna, se dejaría persuadir por él. Lo más penoso de todo era permanecer sereno mientras escuchaba los informes de las camareras y sirvientes de Ibrahim. En ocasiones así le parecía que experimentaban un placer deliberado en torturarle con sus historias. Comunicaban detalles que no tenían ninguna importancia para nadie que no fuera él: cuántas veces en una noche determinada Ibrahim penetraba a Humasha, la postura que adoptaba en cada ocasión, la reacción de Humasha a su manera de hacer el amor y el regalo que él le había entregado después del coito.

Al oír estas historias, luchaba para dar la impresión de que las escuchaba de manera indiferente, en parte para hacerles ver que eran innecesarios los minuciosos detalles que a él le laceraban el alma, en parte para disimular su verdadero e intenso interés en esas historias. Más tarde, por la noche, en la oscuridad de su alcoba, él meditaba sobre todos los detalles como si formaran parte de una fascinante pesadilla de la cual no podía liberarse. Sabía que se estaba torturando innecesariamente, pero no podía hacer nada para evitarlo. Su agonía era a veces tan aguda que necesitaba saltar de la cama y recorrer a grandes zancadas la habitación, para apaciguar sus nervios. Pero en cuanto volvía a su lecho, su imaginación le llevaba de nuevo a esa habitación en palacio, acerca de la cual se decía que el murmullo de la fuente que manaba incesantemente estaba destinado a amortiguar sonidos más íntimos.

Hasta bien entrada la madrugada solía preguntarse qué tipo de noche estarían pasando Ibrahim y Humasha. ¿La habrían pasado haciendo el amor o se habrían quedado tumbados, abrazados en su desnudez, mientras escuchaban las interminables historias del narrador, un vieja compinche que Djindji Khodja había metido en palacio?

Sin embargo, a pesar de todo esto, Jaja no podía odiar a Ibrahim o, mejor dicho, sus sentimientos eran muy complejos. Parte de Jaja miraba todavía a Ibrahim con los ojos del joven muchacho procedente de África que se había quedado deslumhrado por el esplendor del palacio y la inmensa autoridad del Sultán. Aparte de los accesos de crueldad de Ibrahim (que siempre horrorizaron a Jaja), sus despilfarros y sus caprichos, aunque provocaban invariablemente el desdén de Jaja, también le hacían sonreír a veces. En la mente de Jaja, el Padisha era una figura demasiado grande para poder convertirse en objeto de odio. Estaba más dispuesto a echarle la culpa a Humasha que al loco Sultán por la agonía que ahora él estaba sufriendo. Porque indudablemente el Sultán debía de estar loco. Últimamente sus extrañas adicciones al ámbar gris y a la marta cibelina parecían haberse apoderado por completo de su mente. No solamente se empababa él mismo de ámbar gris, sino también las cortinas y los muebles. Se adornaba la barba con perlas, una abominación para los otomanos, y llevaba marta cibelina en todas sus vestiduras. Era tal su amor por esta piel, que no sólo las paredes de sus habitaciones favoritas estaban cubiertas de ella, sino que con ella iban vestidos sus gatos y sus bufones. Necesitaba marta cibelina y más marta cibelina. Le había prometido a Humasha regalarle un palacio que fuera exclusivamente suyo y en el cual las habitaciones estarían alfombradas con piel de marta y las paredes cubiertas con la misma piel. Para satisfacer los caprichos de Ibrahim, el Gran Visir Ahmed Bajá introdujo dos nuevos impuestos: el de la marta cibelina y el del ámbar gris. Estos los tenía que pagar todo el mundo, incluidos los ulemas y los jenízaros. Como los rusos eran los más importantes proveedores de piel de marta, pusieron sus precios por las nubes. La consecuencia fue que los ingresos del Tesoro apenas podían pagar las extravagancias de Ibrahim. Sobornos y extorsiones se convirtieron en la orden del día.

Ni siquiera dentro del palacio iban mejor las cosas. Las hermanas de Ibrahim, Ayse, Fatma y Cíhangir, despreciaban a Humasha y mostraban su resentimiento en su presencia. Humasha les pagaba con la misma moneda y el amor que Ibrahim sentía por ella, la ayudó a imponerse sobre sus rivales. Como se quejaba incesantemente a Ibrahim, esto le forzó a expulsar a sus tres hermanas a Andrinópolis.

No se podía negar que se había apoderado de la corte el sentimiento de que el imperio se estaba hundiendo, como no se podía negar tampoco la casi tangible sensación de que no era posible ni evitar ni demorar un cataclismo. El odio y frustración de Jaja estaban ahora canalizados hacia el Gran Visir Ahmed Bajá. Desde un principio el Gran Visir había demostrado ser excepcionalmente venal. No había nada nuevo en esto. Muchos de sus predecesores eran igualmente venales, aunque ninguno había ido tan lejos como para sobornar al propio Padisha para conseguir su puesto. Dejando esto aparte, el reinado de terror que había desencadenado en el momento que asumió el poder no tenía precedentes y superaba al de Murat IV en los últimos años de su vida. Gobernadores, almirantes, agás, y hasta ministros de Estado eran ejecutados en virtud de acusaciones falsas y por no otra razón que la de permitir que el Gran Visir confiscara su riqueza.

Persiguió con extrema malevolencia a la familia de Saleh Bajá, su predecesor en el cargo de Gran Visir, a quien Ibrahim ejecutó en las mismas calles de Estambul. Empezó con Murtaza Bajá, que era tan listo, trabajador y respetado como su hermano ya ejecutado. Para deshacerse de él con el mínimo de alboroto, Ahmed Bajá necesitaba primero apartarlo de su base de poder. Así que lo nombró gobernador de Ozen, pero antes de que Murtaza se pudiera poner en camino hacia su nuevo puesto, dio contraorden al nombramiento diciéndole que se dirigiera a Bagdad para sustituir al gobernador de allí. Una vez que Murtaza había salido para Bagdad, Ahmed Bajá ordenó a Haseki Murat, un lugarteniente de la guardia de palacio, que le interceptara el paso y lo degollara. Murat adelantó a su víctima en Diyarbakir, cerca de la frontera septentrional de Irak y volvió con la cabeza de su víctima a Estambul, donde fue expuesta a la entrada de palacio.

El segundo hermano de Saleh Bajá fue acusado de aceptar sobornos, ejecutado poco tiempo después y su riqueza confiscada.

Quedaba ahora Mahomet Bajá, hijo de Saleh Bajá, que era gobernador de Erzurum en el extremo nordeste del imperio. Era simplemente un gobernador y bien amado por el pueblo de Erzurum. Evidentemente se le debía incitar a que saliera de allí. ¿No había demostrado el rebelde Abaza más de una vez que, situado en las montañas, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, un gobernador decidido podía desafiar y derrotar a cualquier cuerpo expedicionario enviado contra él?

De acuerdo con esto, el Gran Visir Ahmed Bajá nombró a Mahomet Bajá gobernador de Kars (al norte de Erzurum, hacia Georgia), con órdenes de destruir la fuerte guarnición que había permanecido en estado de rebelión durante mucho tiempo. Era una misión casi suicida y la posibilidad de que Mahomet Bajá sobreviviera era ciertamente remota.

Jaja se enteró de las órdenes del Gran Visir y reconoció su verdadera intención cuando el escriba de Ibrahim se las trajo. Jaja conocía y apreciaba a Mahomet Bajá, que además era amigo suyo. De hecho Jaja fue uno de los invitados cuando Mahomet Bajá dio una gran fiesta en su Konak, a orillas del Bosforo, antes de marcharse a Erzurum. Conoció también a su padre, Salih Bajá, en los días en que este último era Kubbe Vizieri (ministro de Estado) y Jaja estaba escondido detrás de la ventana enrejada escuchado las deliberaciones que tenían lugar en el Diván.

Con una temeridad que le sorprendió hasta a él mismo, Jaja escribió una larga carta a Mahomet Bajá para revelarle las verdaderas intenciones del Gran Visir y advertirle de las consecuencias de salir de Erzurum. Como la carta tenía que llegar a Erzurum al mismo tiempo que las órdenes del Gran Visir, Jaja no utilizó un mensajero especial sino que se la confió al mensajero oficial del imperio. Naturalmente tuvo que pagarle un soborno, pero Kösem le había suministrado suficientes recursos para fines semejantes.

Aquella tarde, reflexionando sobre la carta que había escrito, se preguntó si su precipitada acción podría costarle la vida. Pero aun así, estaba contento de haberle podido asestar un golpe al venal Gran Visir Ahmed Bajá. Se sentía eufórico y relajado. Por primera vez en las últimas semanas no se había pasado la tarde rumiando sobre Humasha e Ibrahim. Pero, en la mitad de la noche, se despertó con un ataque de ansiedad nerviosa. ¿Qué ocurriría si la carta caía en otras manos? ¿Y si Mahomet Bajá no hacía caso de su consejo? ¿O llegaba a algún acuerdo con el Gran Visir? Se quedó tumbado y despierto, atormentándose con estas preguntas y otras semejantes, hasta que rayó el alba y decidió que no se podía quedar más tiempo en la cama.

Un mes después llegaron noticias de Erzurum. Aunque Mahomet Bajá quiso cerrar con barricadas la ciudad, se lo impidieron los jenízaros a quienes había sobornado ya el Gran Visir. La persona que lo sustituyó como gobernador de Erzurum, Gurddschi Bajá, temiendo que Mahomet Bajá lo ejecutara o cogiera prisionero si entraba en la ciudad como la persona nombrada por el Gran Visir, se disfrazó de comerciante en nabos y entró en la ciudad bajo un nombre ficticio. Al día siguiente, cuando el Diván estaba en sesión plenaria, entró súbitamente en la sala y leyó su carta de nombramiento delante de sus miembros, que incluían los agás de los jenízaros. El hijo de Saleh no tuvo otra alternativa que salir de Erzurum con sus hombres.

No fue a Kars como tenía que ir. En su lugar se dirigió hacia el Occidente, a Erzincan, en dirección a Sivas, donde un emisario de Vardar Ali Bajá estaba esperándole con una carta personal. Después de contarle el requirimiento del Sultán de hacer suya a Perihan, la esposa de Ipshir Bajá, la carta del alcalde de Sivas invitaba a Mahomet Bajá a unir sus fuerzas con las de él. Juntos caerían sobre Estambul y pasarían a cuchillo al corrupto Gran Visir. Si Mahomet Bajá estaba de acuerdo, él y sus hombres se deberían reunir en Tokat, al noroeste de Sivas. Cuando Mahomet le leyó la carta a sus hombres, todos ellos estuvieron de acuerdo en unirse a las fuerzas de Vardar. Así que, después de recitar la Fatiha, la primera Sura en el Corán, seguida por una oración, se pusieron en marcha hacia Tokat a través de Sebin-karahisar, la antigua ciudad famosa por sus minas de alumbre.

A Jaja le alegraron las noticias, pero lo que lo excitó más fueron los rumores de que los rebeldes tenían el apoyo de Kösem. Después de hacer más indagaciones, se enteró de que Kösem había escrito a Vardar Ali Bajá incitándole a que se trasladara a Skutari, en la costa asiática del Bosforo, y exigiera las cabezas de ocho miembros del gobierno, empezando con el Gran Visir, el Mufti, Djindji Khodja y Mulakab, el primer juez.

«Al fin Kösem está enseñando su cartas», pensó Jaja.

Y satisfecho de la postura que había adoptado Kösem, no solamente se sintió alentado, sino que todos los vestigios de culpabilidad o traición desaparecieron de su mente.

Mientras tanto los preparativos para la boda del Sultán con Humasha iban viento en popa. La ceremonia tendría lugar en Daoud Bajá, seguida por tres semanas de festividades. El Gran Visir y el Kizlar Agá iban a firmar el contrato matrimonial en favor de Ibrahim y Humasha. A Humasha se le iba a dar un nuevo nombre.

XXIV

«Todo esto es tuyo… Cien monedas de oro, si…», le había estado diciendo Jaja antes de que Hafsa lo interrumpiera.

—Pero yo no comprendo…, ¿exactamente, qué es lo que quieres de mí? —protestó ella, fingiendo asombro, aunque sin quitar los ojos de las monedas de oro que relucían sobre la mesa.

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