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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (3 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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En ese momento ocurrió algo que distrajo la atención que había concentrado en sí mismo y en las muchachas. Parecía haberse producido una especie de revuelo. Había empezado en el extremo del mercado y avanzaba progresivamente hacia el lugar donde estaba Jaja. «¡El Kizlar Agá!» Alguien susurró las palabras en un tono de mal disimulada admiración. Hasta las bellezas blancas empezaron a excitarse, a juzgar por la forma en que se ajustaron apresuradamente sus túnicas. Cuando apareció una compañía de
baltajilers
(alabarderos) todo el mundo enmudeció y se apartó rápidamente de su paso. Y al fin apareció el corpulento cuerpo del Kizlar Agá. Era una de sus raras visitas de compra al mercado de esclavos y daba la impresión de tener un ocioso interés en sus alrededores.

Jaja no podía dar crédito a lo que estaba viendo. El Kizlar Agá era tan negro como él, con una nariz más achatada que la suya y un cuerpo obeso en forma de pera. Iba vestido con su ropa de ceremonia: un turbante blanco cónico, incrustado de rubíes, una túnica de seda estampada de flores rojas y sujeta con un brillante cinturón dorado, un caftán de color verde claro con largas mangas que llegaban hasta el suelo y botas de color tostado. En el instante en que llegó cerca de donde estaba Jaja, todo el mundo, amos y esclavos, cayó de bruces. Sólo Jaja permaneció de pie, consumido por una infantil curiosidad, deseoso de observar ese espectáculo, el más extraño que había presenciado jamás.

Sus miradas se encontraron. El asombro que manifestó el rostro del Kizlar Agá se fue convirtiendo en una amplia sonrisa al ver cómo Jaja continuaba mirándole fijamente, con una franca sencillez. Iba ahora a ser Jaja el que se quedara atónito. El Kizlar Agá se había dirigido a él en su propia lengua.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Jaja.

—¿Es ése tu verdadero nombre o un apodo?

—No lo sé, mi madre siempre me llamaba Jaja.

—¿Cuándo llegaste a Estambul?

—Hace tres días, a bordo de la goleta
Fátima
.

—¡Ah…!

El Kizlar Agá reflexionó un momento y a continuación volvió a recorrer a Jaja con la mirada antes de hablar de nuevo:

—¿Eres capaz de hacer trabajos duros, muchacho?

—Sí.

—Está bien, de ahora en adelante, trabajarás para nosotros y te llamaremos Nergis.

Volviéndose al jefe de los alabarderos, le dijo:

—Creo que este muchacho es inteligente. Llevadle a la escuela del palacio.

El Kizlar Agá concentró entonces su atención en las bellezas blancas que esperaban con impaciencia que se dirigiera a ellas.

II

Un Mulla le instruyó en la religión del islam, haciéndole recitar el breve credo: «Doy testimonio de que no hay más Dios que Alá y de que Mahoma es su profeta». Le enseñó entonces cómo postrarse a orar cinco veces al día: la primera al rayar el alba, la última al comenzar la noche. Solamente después de haber terminado su oración de la manera prescrita, se le permitió dirigir invocaciones personales a Dios. Pero tales invocaciones siempre debían empezar expresando el deseo de que Dios otorgara al actual Sultán un largo reinado y un heredero al trono.

Vivía con otros nueve muchachos parecidos a él, en una habitación en el tercer piso del dormitorio de los eunucos negros, en el segundo patio de Topkapi. La habitación era muy pequeña, unos diez pies cuadrados, pero tenía el espacio suficiente para que cupieran en ella todos los muchachos, ya que, aparte de la alfombra persa que cubría el suelo, no había ningún mueble. Se le daba a cada muchacho una manta y un colchón delgado para la noche, que cada uno tenía que enrollar cuidadosamente y guardar por la mañana en su armario particular, empotrado en la pared. Al ser un nuevo recluta, los eunucos de categoría intermedia que ocupaban el segundo piso, lo observaban y disciplinaban. Los eunucos de más alto rango, que se alojaban en el piso bajo, disfrutaban de las amenidades exclusivas de una estancia común, un lugar donde tomar café, y baños separados. El Kizlar Agá tenía una
suite
exclusivamente para él, que estaba situada en una posición central entre la escuela de los príncipes y la corte de la reina madre, la Sultana Validé, no lejos de los esclavos del harén. Cerca se encontraban también las
suites
de los otros dos importantes eunucos, el chambelán del harén y su tesorero.

Jaja asistía a una escuela preparatoria donde se le enseñaban tres lenguas: turco, el idioma del imperio; árabe, para entender los ritos y ceremonias de las leyes del islam; y persa, la lengua de la poesía y de la literatura. Detrás de esta fachada del aprendizaje tradicional en el harén, se escondía el tácito principio de preparar a una clase esclava para gobernar el Imperio Otomano. Era un sistema que impedía la constitución de una aristocracia oficial de turcos nativos para rivalizar con la dinastía reinante. Al adoptar un sistema así, se ponía a todas las antiguas familias aristocráticas al mismo nivel que las masas de los turcos. No había bajá, gobernador o persona con un cargo de categoría, que fuera turco de nacimiento. O bien se le había raptado joven, o hecho cautivo, o naturalizado turco. Después de su muerte, la mayor parte de lo que poseía volvía a ser propiedad del Sultán, si es que no se le había expropiado antes. El sistema le garantizaba al Sultán el tener a su alrededor a un grupo de hombres sin raíces o lealtades, a no ser a su propia persona. Debían su ascenso no al nacimiento, rango o categoría, sino a la exclusiva voluntad del Sultán.

Pero si las familias originales de los guerreros de la marisma que habían seguido a Osmán I, el fundador del Imperio Otomano, habían tenido mala suerte en la lucha por el poder para gobernar los inmensos territorios que se habían conquistado, la dinastía que había establecido tuvo aun peor suerte. Porque el deseo de poder no tiene límites. Fue el séptimo sultán, Mahomet II, conquistador de Constantinopla, quien promulgó la Ley del Fratricidio. Decretó: «Cualquiera de mis hijos a quien se haya concedido el sultanato, está autorizado a hacer que se ejecute a sus hermanos, a fin de conservar el orden del mundo. La mayoría de los ulemas permiten esto. Permitámosles, pues, a ellos que actúen conforme a esta regla».

Y los ulemas, como todas las autoridades religiosas a lo largo de los siglos, dijeron «Amén» a las palabras de Mahomet II, su gobernante secular, pero no lo hicieron hasta que consultaron el Corán y encontraron un relevante Sura —capítulo o sección— en que se decía que la discordia era peor que el asesinato.

Así que el entramado tejido de los pensamientos y cotilleos de los eunucos eran estos extraños anales de la dinastía otomana y las flaquezas del sultán reinante. Al no tener familia propia y al no permitírseles, al menos oficialmente, que hablaran con gente de fuera, ni siquiera con los guardias que custodiaban las puertas, ¿qué otra cosa se podía esperar? Hasta Jaja, a pesar de su recuerdo relativamente reciente de una familia, llegó a interesarse en estos anales como si fueran las historias de sus propios antepasados. En la escuela, aprendía cosas acerca de Osmán I, el padre de todos ellos, que había pasado gran parte de su vida sobre su montura, como jefe de las tribus conquistadoras de los turcomanos, y se enteró de cómo su hijo Orhan había extendido estas conquistas iniciales. Se le habló también de la ferocidad de Bayaceto I, apodado el Rayo, de la eterna gloria de Mahomet II que conquistó Constantinopla y del más grande de todos ellos, Solimán el Magnífico.

Por las tardes, sobre todo en el invierno, una vez hechos sus recados, Jaja se unía al grupo de eunucos más viejos, que se calentaban en torno a la chimenea de mosaicos azules, en un extremo del estrecho patio empedrado de los eunucos. Allí, saboreando el café solo azucarado y comiendo castañas asadas, los eunucos se contaban unos a otros relajadamente los cotilleos del día, o escuchaban a alguno de los mayores relatando sus recuerdos de los días transcurridos al servicio de éste u otro sultán.

Un viejo eunuco llamado Lale, que había servido a más de un sultán, le reveló a Jaja el aspecto más siniestro de los gobernantes otomanos. Lale era un glotón, como suelen serlo la mayoría de los eunucos, y ahora en su vejez, se había convertido en una masa humana montañosa que apenas podía abrir los ojos cubiertos como estaban por sus abultados párpados, o levantarse cuando estaba sentado sin que le ayudaran. Sin embargo, tenía el don de embelesar a su auditorio con sus historias de los años de servicio que había prestado a la dinastía otomana. Su natural locuacidad y su ardiente deseo de desempeñar el papel del viejo estadista «que lo ha visto todo antes», daba a sus historias tal animación que parecía que los sucesos habían ocurrido ayer, cuando Lale era aún un esbelto y joven eunuco, lleno de esperanzas y deseoso de servir.

Lale tenía dos pesares, que mencionaba a menudo pero sin aparente rencor, aunque Jaja sabía que eran las pesadillas de la vida de Lale. El primero era el no haber logrado la categoría de ser el Kizlar Agá, el segundo el que no se le hubiera concedido la libertad y permitido retirarse a Egipto, el país donde los eunucos de más categoría pasaban los años de su jubilación. Allí, a orillas del Nilo, Lale habría pasado lo que le quedaba de vida en la blandura a que se había acostumbrado, pero sin las irritaciones e intrigas del harén. Echaba la culpa de la primera de estas desilusiones al actual Kizlar Agá, Sunbull (que quiere decir jacinto), que había competido con él y lo había eclipsado en todas las ocasiones. La culpa de la segunda la tenía el sultán Mahomet III, el abuelo del actual sultán.

Lale entró en el harén en el reinado de Murat III, el décimo tercer sultán. Lale no tenía entonces más de seis años, mientras que Murat se acercaba al ocaso de su vida. Murat era libidinoso y mezquino. Fue el primer sultán de la larga dinastía que logró aumentar su inmensa riqueza mediante la venta de cargos, a larga escala, al mejor postor. Guardaba su oro y sus joyas debajo de la cama, pensando que éste era el lugar más seguro de que disponía, y cuando no quedó más sitio debajo de la cama, hizo cavar allí un pozo para guardarlos.

—¡En el nombre de Alá! Era demasiado miserable para darle a cualquier eunuco el acostumbrado
mahmal
o donativo al retirarse a Egipto. ¿No se daba cuenta de que todo volvería al Sultán cuando Alá, en su misericordia, se dignara llamar a su lado al pobre eunuco?

Sus quejas apenas permitían vislumbrar sus reprimidos motivos de queja contra Murat III, que no había querido concederle la libertad y permitirle retirarse a Egipto. Cuando quiera que Lale mencionaba el nombre de Mahomet, lo llamaba el Kuloglu, o hijo de una esclava, porque la madre de Mahomet era una esclava cristiana. De hecho todos los sultanes otomanos eran hijos de esclavas. No obstante el peor de los insultos era el llamarle a uno de ellos Kuloglu.

Cuando Jaja llevaba unos quince meses en el harén, oyó por primera vez de boca de Lale la espeluznante historia de Mahomet III y sus diecinueve hermanos. Su padre, Murat III, el libidinoso, tuvo ciento dos hijos. Pero solamente veintisiete hijas y veinte hijos le sobrevivieron, de los cuales Mahomet era el mayor. Su primera mujer, la madre de Mahomet, era, naturalmente, una esclava. Se la conocía con el nombre de Baffo, la veneciana.

Cuando BafFo se dio cuenta de que su marido estaba a punto de morir, mandó a buscar a su hijo.

«El Kuloglu», contaba Lale con mal disimulado odio mientras apretaba contra la chimenea su masa de carne fofa, «llegó a la Puerta del Agua en una goleta de almirante. Era la mañana de un día de mediados de enero, frío y lluvioso como el de hoy. Baffo me había mandado con el Gran Visir, el Mufti, los jenízaros agás y una compañía de bustanches para recibir a Mahomet en la Puerta del Agua. La única razón para incluirme a mí en el grupo que lo iba a recibir era, por supuesto, para que yo la informara después. Nadie había visto a Mahomet en los últimos doce años… porque su padre lo había desterrado de la corte debido a su carácter violento. Así que al principio no lo reconocí. Se había puesto gordo, parecía estar hinchado, tenía un bigote que daba miedo y una barba corta y negra. Pero lo que me inspiró más terror fue el malévolo destello que irradiaban sus ojos. Cuando me incliné para besar el borde de su vestidura azul, noté el olor que procedía de los pliegues y repliegues de su cuerpo hediondo. ¡Válgame Alá, pero podía jurar que no se había bañado hacía meses y apestaba como un perro! No obstante Alá y el Profeta debieron de haber suavizado su negro corazón en aquel mismo momento, porque otorgó la libertad a todos los esclavos de la goleta. Esto a mí me agradó mucho y le habría besado mil veces el borde de sus vestiduras por ese acto de generosidad, pero el Kuloglu estaba ya dando órdenes de que el bajá Capudan trajera de Alepo medio millón de bulbos de jacintos a fin de plantar un jardín donde habían reposado sus pies mugrientos.

»Tan pronto como terminó el entierro de su padre, el Kuloglu empezó con los preparativos del momento en que se ceñiría la espada del Profeta en Eyup y mandaría al viejo palacio a las concubinas de su padre. Pero durante todo este lapso de tiempo hizo lo imposible para no encontrarse con su madre, que pedía a voces el verlo. Mahomet sabía muy bien que no estaba a la altura de su madre. Después de dos semanas de esta situación, ella le ordenó que se presentara a verla.

»Su madre, la execrable esclava Safiye de la execrable familia veneciana de Baffo, que se había convertido ahora en la Sultana Validé, se había vestido de negro para esta ocasión. Yo estaba con ella, junto con varias jóvenes del harén, cuando recibió a su hijo en la sala de banquetes. Permaneció sentada en su almohadón, con la actitud de una desconsolada viuda, y Mahomet tuvo que inclinarse para depositar un beso en su cabeza. Ella le invitó a que se sentara a su lado y nos despidió a los demás.

»Las jóvenes se retiraron directamente a sus aposentos. Pero yo regresé y me quedé merodeando por el vestíbulo, esperando oír una palabra o dos de su conversación. ¿Por qué me encontraba tan inquieto, como si una gran calamidad estuviera a punto de descender sobre la casa de Osmán?

»Era veneciana y espía para su pueblo, un secreto del que todo el mundo en palacio estaba enterado, excepto el bobalicón de su marido. Le había sorbido el seso con lo que poseía entre las piernas y había conseguido un poder absoluto sobre él. Y ahora estaba conspirando con su hijo. Habría dado media vida por enterarme de su conversación, pero lo único que llegaba a mis oídos era el sonido de su aguda voz que, aunque subía a veces de tono, era aun así incomprensible. Era evidente que le estaba pidiendo a su hijo que hiciera algo que él no quería hacer. Pero nadie era capaz de enfrentarse con Safiye cuando ésta había tomado una decisión. Me escabullí a toda prisa por una puerta lateral cuando juzgué que su entrevista había concluido. Allí, oculto, me pregunté qué debía hacer. Decidí finalmente dirigirme a los aposentos del Kizlar Agá. Porque pensé que si algo surgía de esta conversación entre la madre y el hijo, era allí donde me enteraría de ello.

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