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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (30 page)

BOOK: El hereje
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—Es muy duro, Cipriano, lo comprendo, pero debemos ser coherentes con nuestra fe. Observando los mandamientos ninguna cosa hay que no nos sea perdonada por la Pasión de Cristo.

Salcedo parecía a punto de llorar, tal era su desolación:

—Tiene razón vuesa paternidad —dijo al fin—, pero con esta revelación me deja desamparado.

Pedro Cazalla le puso una mano en el hombro:

—El día que don Carlos de Seso me lo dijo sufrí tanto como vos. Las tinieblas me envolvían y sentí miedo. Estaba tan atribulado que pensé en denunciar a don Carlos al Santo Oficio.

—Y ¿cómo superó esa angustia?

—Sufrí mucho —repitió—. Me sentía empecatado. En los días siguientes no pude decir misa. Así es que, una mañana, aparejé la muía y me fui a Valladolid. Tenía necesidad de ver al virtuoso teólogo, don Bartolomé Carranza. ¿Le conoce vuesa merced?

—Tiene fama de santo y sabio.

Pedro Cazalla retiró la mano de su hombro y prosiguió:

—Me confié a él, le abrí mi alma. Don Bartolomé me dirigió una mirada adivinadora y me preguntó: ¿quién le ha dicho lo del purgatorio? No se lo quise decir y, entonces, él añadió: y si lo acierto, ¿vos me lo confirmaréis? Y  como yo le respondiese que sí, él pronunció el nombre de don Carlos de Seso y yo bajé la cabeza asintiendo.

Pedro Cazalla hizo una pausa, como esperando una reacción inmediata de Salcedo, pero éste tenía la boca seca y le costaba articular palabra:

—Y ¿qué le dijo su paternidad? —inquirió al fin.

—Fui yo quien le advertí que me creía en el deber de dar parte al Santo Oficio, de denunciar a don Carlos, pero él me aquietó, que me sosegara, que no delatara a nadie, que regresase a mi curazgo y rezase la misa como todos los días. Y  así lo hice y él, en tanto, mandó un correo a Logroño rogando a don Carlos que viajara a Valladolid, que le iba mucho en ello. Y don Carlos vino por la posta y se fue directamente al Colegio de San Gregorio a hablar con don Bartolomé Carranza, pero en el patio nos encontramos y él entonces me dio la paz en el rostro, me besó en la mejilla, cosa que nunca había hecho conmigo, y esto me conmovió. Y juntos subimos a la celda del teólogo pero éste me dijo que yo quedara fuera, que no era menester mi presencia. Y, al decir de don Carlos, al verse solos, le preguntó si era cierto que me había dicho que no había purgatorio y que en qué lo fundaba. Y Seso le respondió que en la superabundante paga que había dado Nuestro Señor por nuestros pecados con su pasión y muerte. Y su paternidad le advirtió entonces que ninguna buena razón era suficiente para apartarse de la Iglesia ya que no todos los hombres se iban de este mundo tan llenos de fe como la que él demostraba. Luego le advirtió que estaba en vísperas de irse a Inglaterra con el Rey nuestro señor pero que, tan pronto regresara, procuraría escucharle y satisfacerle más particularmente. Y, antes de despedirse, alabó de nuevo su fe y siguió sin condenar sus palabras. Únicamente le encareció que guardase el secreto de la entrevista. Exactamente le dijo: «Mirad que esto que ha pasado aquí, aquí quede enterrado y por ninguna circunstancia lo digáis».

El interés con que escuchaba la historia apartó de momento a Salcedo del motivo de su aflicción. Y aprovechó la pausa de Cazalla para preguntarle:

—Y ¿volvieron a hablar en alguna ocasión de este negocio?

Cazalla encogió los hombros. Dijo con cierta amargura:

—Su paternidad aún no ha terminado con sus quehaceres.

A
Antón
se le quebró en el cuello el último coreché. El pájaro se mostraba aburrido y desanimado; el campo parecía desierto. Cazalla se incorporó en el tollo, las manos en los ríñones. Dijo, cambiando de tono:

—A la caza no hay que buscarle las cosquillas. Si dice que no, es mejor dejarlo.

Por la noche, en la posada, Cipriano padeció angustias de muerte, no consiguió dormir. Sentía su espíritu turbado, afligido. Ya en el tollo había experimentado un tirón violento, como una amputación. Ahora advertía que su mundo se había visto alterado de raíz con las palabras de Cazalla. Y, entre el cúmulo de ideas que se mezclaban en su cabeza, solamente una veía clara: la necesidad de modificar su pensamiento, poner todo patas arriba para luego ordenar serenamente las bases de su creencia. Se levantó antes de amanecer y las primeras luces del alba le sorprendieron en Villavieja. Ya en Valladolid, rebuscó afanosamente entre los libros. Allí estaba lo que buscaba. La frase de Melchor Cano le apaciguó momentáneamente: la intención de Carranza ha sido siempre ortodoxa, decía. Pero don Bartolomé se identificaba con Seso y de ahí que no lo hubiera denunciado. Bartolomé Carranza seguramente creía que no existía el purgatorio, pero era consciente del riesgo de proclamarlo así sin tener en cuenta la formación del interlocutor. El gran teólogo era, sin duda, un hombre escrupuloso y prudente.

Antes de cumplir una semana, la inquietud de Cipriano le llevó de nuevo a Pedrosa. Le sorprendió que Cazalla, probablemente en un acceso de humildad, le llamase hermano. El párroco no abrigaba dudas sobre la relación entre Seso y Carranza. Entre ellos existía una evidente analogía de pensamiento. Melchor Cano tenía razón en ese punto. Caminaban por el carril de Toro, en una tarde apacible, cuando vieron venir en sentido contrario un esbelto corcel, envuelto en una nube de polvo. Pedro Cazalla no se alteró cuando dijo:

—Si no me equivoco aquí tenemos a don Carlos de Seso en persona.

El caballo, boquifresco, estrellado, de remos finos, fue lo primero que atrajo la atención de Salcedo. Enseguida se advertía que no era un caballo del montón sino escrupulosamente elegido: un animal albazano, impaciente, que piafó elegantemente al alcanzar la altura de los dos hombres. El caballero les saludó antes de apearse. Se trataba de un hombre esbelto, delgado, de mirada clara, unos años mayor que Cipriano. Rubio, de breve barba y pelo corto, tocado con una gorra italiana, su atuendo, con mangas lisas a la turca, vistas las puntas de la camisa y calzas enteras picadas, parecía el más adecuado para cabalgar. Daba la impresión de hombre de mundo, petimetre y altivo sin pretenderlo. Procedía de Toro. Iba a ser nombrado corregidor y había visitado la villa para saludar a los viejos amigos. Era hombre facundo, de verbo matizado, cuya desenvoltura atraía. Conducía a
Veronés
, su caballo, de la brida y caminaba entre Cipriano y Cazalla con naturalidad. Sin preámbulo alguno se dirigió a Salcedo: había conocido a un tío suyo muchos años atrás, en Olmedo, durante la peste, hombre culto, justamente afamado, abierto. A Pedro le había oído hablar de él, de Cipriano, como terrateniente fuerte y hombre espiritualmente inquieto. Más tarde charlarían. Pensaba dormir en la posada de Baruque y partir muy de mañana para Logroño.

Beatriz Cazalla, la hermana de Pedro, les recibió con mucho afecto y desenfado y los invitó a cenar; no tenía cena para tantos pero lo arreglaría con un pernil. Don Carlos trataba a Beatriz con una mezcla de familiaridad y respeto. La embromaba y ella reía sin parar. Cazalla aseguraba que era como su madre, mujeres sin telarañas en la cabeza, que habían nacido para reír. Durante la cena y la sobremesa se abordaron temas triviales: la afición a la caza de Pedro, el viñedo, el revoque de la iglesia, pero tan pronto se vieron solos Seso y Salcedo en la sala de la fonda ante una jarra de vino, Salcedo afrontó sin vacilaciones el tema del purgatorio. Le había parecido tan oportuna la irrupción de don Carlos que no dudó que Cazalla le había enviado un correo encareciéndole su presencia. Sobre el arcón había un gran crucifijo y, al advertirlo, Seso lo señaló teatralmente con un dedo y dijo:

—Ahí tiene vuesa merced mi purgatorio. Ése es mi purgatorio.

Hacía el efecto de un iluminado. En chancletas, con sus ojos grises muy fijos, la bata de viaje, se diría que su personalidad había mudado. Salcedo le miraba implorante, haciendo ostensible el sufrimiento de los últimos días.

—Los españoles dan mucha importancia a este negocio del purgatorio — comentó don Carlos sonriendo—. En mi país se acepta su inexistencia como consecuencia lógica de la nueva doctrina. Don Bartolomé Carranza se resistió a escucharme cuando le quise dar las razones; las dio por sabidas.

La hija de Baruque se había retirado después de cebar el candil y echar unos leños al fuego. Mientras don Carlos se servía un nuevo vaso de vino, Cipriano sacó fuerzas de flaqueza para decir:

—Y... y a mí ¿podría decirme vuesa merced en qué basa su convencimiento? Carezco de las luces y la santidad de su reverencia.

La metamorfosis de don Carlos se había ido completando. La aparente despreocupación del camino había desaparecido de él y, pese a lo agraciado de su rostro, a su breve melena rubia, más parecía un hombre de iglesia, presto a iniciar un sermón, que un caballero. Sus ojos claros miraban ahora con empeño las pequeñas manos peludas de Cipriano:

—No quiero cansarle —dijo con aire protector—. Para mí hay tres razones de peso que demuestran la inexistencia del purgatorio...

Dejó su razonamiento en suspenso y Cipriano aproximó el rostro a sus labios, temeroso de que no llegara a formularlas:

—Le escucho —dijo impaciente, apremiándole.

Don Carlos clavó sus ojos grises en su rostro y reanudó la exposición:

—En primer lugar, al aceptar que no hay purgatorio, reconocemos haber recibido de Cristo la mayor misericordia. A esto, añada vuesa merced que ni los Evangelistas ni San Pablo aluden a él en sus escritos. Por último, y esto para mí también es esencial, tenemos la posición de don Bartolomé de Carranza, hombre santísimo y de gran sabiduría. ¿Necesita vuesa merced más y mayores evidencias?

Parpadeó reiteradamente Cipriano Salcedo como deslumhrado. Operaba sobre él una especie de fuerza sobrenatural que parecía provenir de aquel hombre. Le convencían sus razones, las tres, especialmente la segunda: ¿por qué los Evangelistas no habían aludido al purgatorio y sí lo habían hecho al cielo y al infierno? Pero don Carlos no le daba tiempo a reflexionar. Hablaba y hablaba sin mesura. Remachaba el clavo. Para afrontar su nueva fe, don Carlos le recomendaba visitar a Cazalla, el Doctor, hablar con él. Frecuentar los conventículos, cambiar impresiones

con los hermanos. No lo deje. Nuestra fuerza no es grande pero tampoco despreciable.

No se quede sentado en una silla.

Muévase. Abra su espíritu, no se resista a la gracia. Dispone de cenáculos en Valladolid, Toro, Zamora, en muchos sitios. Cipriano se apresuraba a tomar nota mental de sus consejos, de los nombres de personas y lugares que le recomendaba. Y, de pronto, don Carlos alteró la dirección de su discurso, le habló de Trento, había estado allí y el Concilio no había suscitado en él grandes esperanzas. Le habló también de Juan Valdés, fallecido unos años atrás, como su verdadero maestro y así fue encadenando temas hasta que la fatiga y el sueño llegaron a dominar a ambos interlocutores.

A la mañana siguiente, muy temprano, cabalgaron juntos hasta Valladolid. Don Carlos iba a Logroño, a Villamediana, donde vivía. Por primera vez admiraba Salcedo en otro caballo cualidades que no advertía en el suyo:
Veronés
arrancaba a galope desde el trote corto, sin transición y era capaz de detenerse en dos cuerpos, cosa que
Relámpago
y él nunca habían conseguido. Se trataba de un corcel brioso y bien educado. Don Carlos le informó que lo había adquirido en Granada y tenía más de la mitad de sangre árabe.

Cipriano encontró a su mujer al borde de una nueva crisis. Desde que dejó de representar para él un refugio y un incentivo carnal, Salcedo sólo aspiraba a una cosa: que le dejase en paz. No creía en las palabras del doctor Galache ni en los plazos que Teo observaba con rigurosa exactitud aunque fingiera hacerlo para mantener la paz conyugal. De ahí que en cada una de sus salidas, una bolsita con escorias de plata y acero, que su esposa le preparaba, formara parte de su equipaje. Indefectiblemente la bolsita volvía intacta pero ella no lo advertía. Creía que Cipriano vivía las instrucciones del doctor con el mismo convencimiento con que ella lo hacía. De esta manera el matrimonio iba sobreviviendo, mas, esta vez, el regreso fue desolador. Teodomira no salió a recibirle al vestíbulo. La encontró en su cuarto, en pleno ensimismamiento, mirando por la ventana sin ver. Maquinalmente le devolvió el beso que le dio en la mejilla, pero de una manera tan fría que Cipriano se preguntó qué novedad le esperaría esta mañana. Unas veces había sido
Obstinado
, otras sus menosprecios, otras, en fin, su infecundidad, pero era evidente que su enajenación quería decir algo. Le acompañó a la habitación para desvestirse. Cipriano aún no se había acostumbrado a los nuevos tapices, los cortinones, el dosel... Le abrumaban. Pero, inopinadamente, Teo se pronunció con acento dominante:

—Digo Cipriano que esta costumbre de dormir juntos, en una misma cama, es una porquería.

—¿Una porquería? Es lo que suelen hacer los matrimonios, ¿no?

Ella se iba enardeciendo poco a poco.

—¿De veras te parece normal que pasemos nueve de las veinticuatro horas del día intercambiando nuestros efluvios, nuestros alientos, oliéndonos de continuo el uno al otro como dos perros?

—Bueno —convino su marido sobre la marcha—: quizá tengas razón. Tal vez debamos poner otra cama aquí.

La gran figura de Teo se desplazaba con ligereza de un lugar a otro de la estancia. Agarró una de las columnas del lecho y la sacudió con fuerza. Tembló el dosel arriba:

—¿Dos camas aquí? —preguntó irritada—. ¿Es eso todo lo que se te ocurre después de devanarme los sesos para adecentar el dormitorio? Destrozarlo con una cama auxiliar. ¡Eso! ¡He ahí la sugerencia del gran hombre!

Teo, en la pendiente, era como un alud, cada vez adquiría mayor fuerza y extensión. Alcanzado este extremo, Cipriano vaciló: ¿debía acatar su sugerencia o disentir? Él no ignoraba que de aceptar su juicio sin lucha, el tema inicial de la confrontación, generalmente nimio, podría derivar hacia otro más personal y explosivo. Y, en el caso de optar por el enfrentamiento, cabía que la exasperación de su esposa, en un increscendo previsible, terminara pasando de las palabras a los hechos. Cipriano no olvidaba que, en la crisis que precedió a la visita al doctor Galache, Teo le había amenazado una noche en la cama, incluso llegó a atenazarle la garganta con sus blancas manos poderosas. Desde ese momento había adoptado ante ella una postura ambigua no exenta de prevención. Es lo que había hecho esta mañana al advertir su alejamiento: ni aceptar a ojos cerrados, ni discrepar tajantemente, sino esperar que las cosas madurasen por sí solas. Trató de amansarla con palabras amables, pero ella siguió con sus destemplanzas. Tan sólo se apaciguó el enfrentamiento cuando Teo le condujo a un viejo trastero contiguo que acababa de habilitar para dormitorio:

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