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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (37 page)

BOOK: El hereje
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Más tarde, al abandonar Peñaflor, Cipriano le dijo a su tío, en el interior del coche, que guardaba hacia
el Perulero
un sentimiento de afecto y, el hecho de que su cuerpo permaneciese incorrupto y el sexo vivo, como si hubiese muerto con apetito, le había afectado mucho. Poco más adelante, al atravesar el monte de La Manga, cuando Cipriano divisó la atalaya grande y el camino rojo medio borrado por los bógales, las matas recortadas por los carboneros, y, al fondo, el tejado de pizarra de la casa, se inclinó hacia adelante y le rogó a su criado que moderara la marcha. Apoyó la frente en el cristal y durante unos minutos guardó silencio, los párpados entornados, evocando sus paseos con la difunta por los claros y recovecos de aquel sardón tan familiar.

Ahora, a la vista de Pedrosa, espoleó a
Pispas
en el último recodo del camino. Los rastrojos macilentos, la tierra negra recién arada, las rodadas del carril, le recordaron sus charlas itinerantes con Cazalla. Un apretado bando de perdices arrancó ruidosamente de la cuneta y espantó al caballo que piafó y caracoleó varias veces antes de serenarse de nuevo. Martín Martín, que le esperaba, le dijo al verle que la cosecha de uva había sido magnífica, y mezquina, en cambio, la de cereal. Sostenía el mismo criterio que su padre: el dinero estaba en la viña. Caballero en yegua trabada, el rentero le seguía a corta distancia por las diversas parcelas de la propiedad: los renuevos, los escatimosos majuelos tras las colinas, el pago de Villavendimio con la pinada floreciente. De vuelta a casa, Cipriano Salcedo notificó a Martín Martín que la señora Teodomira había fallecido. Entonces se repitió la escena que treinta y siete años antes había tenido lugar en aquel mismo escenario entre los padres de ambos. Martín Martín, al oír la mala nueva, se sacó el sombrero de la cabeza y se santiguó: Dios le dé salud a vuesa merced para encomendar su alma, dijo. Al cabo, comieron solos, atendidos por la anciana Lucrecia y su nuera, y Salcedo comunicó a su rentero que, con ocasión del fallecimiento de su esposa, había reflexionado y estaba dispuesto a compartir la propiedad con él; Martín la trabajaría y él correría con los gastos de explotación. Era una oferta tan inusitada y generosa que al rentero se le cayó la cuchara en el plato. No sé si acabo de entender..., balbuceó, pero Cipriano le interrumpió: lo que has entendido es lo que he dicho, la propiedad de las tierras la partiremos entre tú y yo, tú aportarás tu sudor y yo mi dinero. Los beneficios a partes iguales. Remató su breve discurso con una frase mendaz:

—Era voluntad de la difunta —dijo.

Martín Martín quería dar las gracias, pero no acertaba, mientras Cipriano le anticipaba que su tío, el oidor, formalizaría el nuevo contrato, pero que también era su deseo mejorar los salarios de la gañanía y que a cómo se pagaba la jornada en las viñas de Pedrosa. El rentero puso cara de circunstancias: bajos, los salarios eran bajos, un obrero podía cobrar cincuenta maravedíes pero un vendimiador no llegaba a la mitad. Había que subirlos, era apremiante mejorar las condiciones de vida en Pedrosa y él, Cipriano, como mayor terrateniente, tenía que dar ejemplo. Habló de doblar los salarios de los jornaleros, de los braceros ocasionales, pero el rentero se llevó las manos a la cabeza:

—Pero ¿ha pensado vuesa merced en lo que propone? El pequeño labrantín no podrá soportar tamaña competencia. Nadie querrá trabajar en Pedrosa por menos de lo que nosotros demos. El campo se hundiría.

Cipriano empezaba a intuir que la donación también constituía un problema, pero, al propio tiempo, no quería renunciar a su largueza. Había que estudiar las cosas despacio, con personas y abogados competentes. Se daba cuenta de que su decisión, de la manera simple en que la había concebido, se haría popular entre los asalariados pero impopular entre los terratenientes. Era preciso reflexionar y actuar sin apremios, con la cabeza fría.

Esa misma tarde, salió de paseo con Pedro Cazalla, quien elogió su decisión de hacer un nuevo contrato con Martín Martín. El campo estaba en situación crítica y los que vivían de él abocados a la miseria. Ganaban poco y el fisco y la Iglesia, con tributos y diezmos, acababan de arruinarlos. Todo lo que se hiciera en favor de los medios rurales sería insuficiente. El inconveniente que apuntaba Martín Martín era irrefutable, pero los oidores de la Cnancillería, los altos letrados de la Corte, disponían de recursos sobrados para dar con la solución pertinente. Por su parte, él lo hablaría con don Carlos de Seso, que ahora, en su condición de corregidor, estaría al tanto de esas cosas. Ya en casa de Cazalla, Cipriano le hizo entrega de trescientos ducados para las necesidades más urgentes del pueblo, incluso apuntó, de pasada, a la pavimentación, pero Pedro Cazalla adujo que en eso no podía ni pensarse, ya que las caballerías resbalaban en los adoquines y se quebraban. Se hacía inevitable pensar en otra aplicación menos arriesgada.

Cipriano Salcedo entró en una fase de actividad enfebrecida. Le daba miedo la soledad. Le aterraba pensarse. No sabía estar solo ni ocioso y, aparte su quehacer habitual en el almacén y la sastrería, el resto del día necesitaba estar ocupado, solventando otros asuntos. El tío Ignacio, que aprobaba su buena disposición de ceder la mitad de su fortuna, le aseguró que se ocuparía del contrato con Martín Martín. Tal como estaba organizado el mundo, tratar de doblar el salario a braceros y temporeros constituía de entrada una provocación. Pero tenía que haber una solución y la encontraría. En la Cnancillería había gente conspicua dispuesta a echarle una mano. En cambio, el tema de los negocios industriales llenó de gozo a su tío. Don Ignacio Salcedo, desde que se licenció, se había especializado en temas jurídicos y económicos. Leía mucho, con auténtica avidez, no sólo sentencias y actas de jurisprudencia, sino publicaciones y libros franceses y alemanes que le facilitaban sus amigos del centro de Europa. Así se informó de que la organización de la producción por gremios iba convirtiéndose poco a poco en una antigualla pasada de moda. En Francia y Alemania apuntaban formas de asociación que en España todavía se desconocían, en las que no sólo se asociaban los hombres sino también los capitales para incrementar su poder. Incorporar Valladolid a la modernidad era una de sus aspiraciones íntimas. Los gremios decaían y, cuando su sobrino le solicitó nuevas fórmulas para el comercio de la lana con Burgos y la fabricación de zamarros y ropillas aforradas, don Ignacio pensó que quizá unas comanditas pudieran servir para resolver ambas cuestiones.

Tanto Dionisio Manrique como Fermín Gutiérrez dejarían de ser empleados para pasar a ser socios, valorando su trabajo como capital. Es decir, ellos pondrían su cabeza donde él ponía su dinero. Crearían dos compañías mixtas en las que capital y trabajo obtendrían retribuciones análogas. Mas, también aquí, como en el campo, se presentaba una cuestión espinosa: ¿qué hacer con los pellejeros, tramperos, curtidores, acemileros y todos aquellos que ni en el taller ni en la fábrica desempeñaban un trabajo cualificado? Don Ignacio vio enseguida la solución: incorporar al personal no cualificado a los beneficios. La novedad constituía para él una auténtica revolución económica, especialmente, en Valladolid, de ahí que le pareciese aún más ecuánime y sugestiva. Manrique y Gutiérrez irían con él a partes iguales, pero a los asalariados, en lugar de subirles los jornales, cosa que pondría en pie de guerra a la competencia, se les darían, al cabo del ejercicio, unos ingresos extras provenientes del beneficio social. Estos dineros a repartir entre pellejeros, tramperos, cortadoras, arrieros y curtidores, podían proceder del porcentaje total de beneficios, o del correspondiente a Cipriano Salcedo, todo dependía del grado de desprendimiento de éste. En todo caso, ni el transporte de lanas a los Países Bajos, ni el negocio de los zamarros, planteaban cuestiones irresolubles.

Tío y sobrino pasaban tardes enteras conversando, de tal manera que, desde que Teo falleció, la cabeza de Cipriano no volvió a encontrar un momento de reposo. Resultaba curioso pero en los últimos años, en que la comunicación con Teo no había existido, a Cipriano le bastaba saberla allí, en casa, oír cómo se movía de una habitación a otra, para sentirse acompañado. Como le dijo en una ocasión a doña Leonor, Teo había llegado a ser para él una costumbre.

Conforme Cipriano delegaba en su tío la transformación de sus negocios, iba intensificándose su relación con la familia Cazalla. Doña Leonor lamentó su viudez con hermosas palabras de solidaridad y dijo que comprendía perfectamente a su esposa. Ella había parido diez hijos pero cada alumbramiento lo había celebrado como si fuera el primero. No obstante, comprendía también a Cipriano, ya que el círculo vital del hombre rebasaba con mucho el círculo familiar y su egoísmo era mayor que el de la mujer. Por su parte el Doctor le reafirmó una vez más su confianza. Se sentía débil y medroso y la colaboración de Cipriano le resultaba indispensable. Había concluido su fichero, pero la reducida comunidad castellana necesitaba constante atención. Los pequeños problemas asomaban por todas partes. Ana Enríquez había asegurado que Cristóbal de Padilla quedaría sujeto a su autoridad, que no volvería a desmandarse, pero la realidad decía otra cosa. Antonia de Mella, esposa de Pedro Sotelo, comunicó al Doctor que Cristóbal la había visitado para leerle una carta, a su decir del maestro Ávila, muy peligrosa, y se prestó a dejársela para estudiarla. Pasados unos días, Padilla volvió con otra carta, al parecer también del maestro Ávila, y se la leyó esta vez a la mujer de Robledo. Trataba de la misericordia de Dios, y, al concluir de leerla, le dijo que advirtiera a su marido que abandonase sus penitencias porque Nuestro Señor ya la había hecho por todos. Otro día, convocó una junta de mujeres en casa de Sotelo y les ofreció un librito donde se estudiaban los artículos de la fe orientados hacia la doctrina de la justificación. Ante el escándalo de algunas, confesó que el librito estaba escrito por fray Domingo de Rojas, aunque a otros les dijo que él mismo era el autor de la obra. Cipriano tuvo que hacer dos viajes a Zamora para convencer a Pedro Sotelo de que no facilitase a Padilla lugares de reunión, ya que este hombre, como le había dicho el Doctor, cada día más amilanado, sembraba la discordia por donde quiera que iba. Momentáneamente, el Doctor quedó aplacado, pero cada día aportaba una novedad y una tarde informó a Cipriano de que el joyero Juan García tenía planteadas serias cuestiones familiares y debía ponerse cuanto antes en contacto con él. Cipriano pasó por el cubil donde Juan trabajaba y éste, sin levantar los ojos de la pulsera que reparaba, le anticipó que, al día siguiente, a las siete de la tarde, le visitaría en su casa pues en el taller no era aconsejable hablar. Una vez reunidos, Juan García rompió a lloriquear, que era de los más viejos adeptos de la secta, de los más convencidos, pero su mujer, Paula Rupérez, fanática católica, recelosa de sus escapadas nocturnas, le había seguido una noche de conventículo por las calles en tinieblas. Afortunadamente él se dio cuenta a tiempo y se ocultó en el hueco de un comercio por donde la vio pasar. Entonces se convirtió de perseguido en perseguidor y durante una hora estuvieron dando vueltas por las viejas rúas del barrio de San Pablo, él en guardia, ella desorientada. Al día siguiente Paula le preguntó dónde había andado a tan altas horas de la noche y él reconoció que había sufrido uno de sus frecuentes accesos de escotoma y había salido a airear la cabeza. Poco a poco Juan García se había ido serenando pero advirtió que su mujer había informado de sus sospechas al confesor y había razones fundadas para temer que éste, si llegaba a tener un solo indicio, les denunciaría sin demora a la Inquisición.

Cipriano trató de tranquilizar al joyero, le dijo que de momento no volviera por los conventículos y que, cada mes, al día siguiente de celebrarse éste, pasara por su casa donde él le facilitaría un resumen de lo tratado a fin de que no quedase descolgado. Para mayor seguridad, debía acompañar a su mujer a sus prácticas religiosas y hacer lo que viese que ella hacía. El joyero volvió a llorar; le repugnaba caer en el
nicodemismo
, fingir creer en lo que no creía, pero Cipriano Salcedo le dijo que todos, en mayor o menor medida, lo practicaban, que él mismo asistía a misa los días festivos, porque, en tiempos de persecución, la mejor defensa era el disimulo, cuando no la doblez.

Siete días antes de Navidad, súbitamente, falleció doña Leonor. Por la mañana había sentido un vago tremor de corazón y, después de comer, quedó muerta en la mecedora sin que nadie lo advirtiera. El Doctor la encontró todavía caliente y el balancín con un leve movimiento de vaivén. Su deceso fue la culminación de un
annus horribilis
, como lo calificó el Doctor Cazalla. Se hizo preciso preparar las honras fúnebres con la pompa que exigían la fama del Doctor y el hecho de que la difunta tuviera tres hijos religiosos. El entierro se verificó en la capilla de los Fuensaldaña, en el Monasterio de San Benito. Diez doncellas, casi niñas, acompañaron el ataúd portando cintas azules y el coro del Colegio de los Doctrinos, fundado pocos años antes en la ciudad, entonó las letanías habituales. Cipriano Salcedo creía ver en aquellos muchachos a los antiguos Expósitos, sus compañeros de infancia, y respondía a las apelaciones al santoral con devoción y respeto:
ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis
, decía para sí, y en el
Dies irae
de la epístola se prosternó sobre las losas del templo y repitió la letra en voz baja, profundamente conmovido:
Solvet saeclum in favilla: teste David cum Sibylla
.

La ciudad acudió en masa al sepelio de doña Leonor. La reputación del Doctor, el hecho de que tres de los hijos de la difunta participasen en la misa funeral, removieron el sentimiento religioso del pueblo. Y, a pesar de sus grandes dimensiones, el templo no pudo dar acogida a todos los asistentes, muchos de los cuales quedaron a la puerta, en la explanada de acceso, devotamente, en silencio. Las voces de los doctrinos resonaban en la placita de la Rinconada y los transeúntes se santiguaban devotamente al pasar frente a la iglesia. Terminada la ceremonia, el acompañamiento se reunió en el atrio para las condolencias pero, en el momento de mayor recogimiento y emoción, una voz varonil, bien timbrada y poderosa, estalló sobre el rumor del gentío:

—¡Doña Leonor de Vivero a la hoguera!

Se oyeron siseos imponiendo silencio y la afrenta no volvió a repetirse. La ceremonia continuó al mismo ritmo, la multitud desfilaba ante los hermanos Cazalla y algunos, más allegados o más decididos, se aproximaban a ellos y les daban la paz en el rostro.

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