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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (36 page)

BOOK: El hereje
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El arco de las piernas de Cipriano se iba adaptando a la cruz más reducida de
Pispas
, un caballo que se dejaba gobernar más por la presión de las rodillas del jinete que por las riendas. Era un pura sangre también, ligero como el viento, pero menos corpulento y prudente que
Relámpago
. Un día subiría al monte de Hiera para visitar la tumba de éste, un homenaje obligado.

Rebasado Puente Duero,
Pispas
tomó un camino arenoso a la derecha, entre pinares, y, al final, cuando oyó el retumbo del agua, el violento choque entre los dos ríos, se detuvo. El camino concluía allí y, a mano izquierda entre la fronda, se alzaba la gran casa de dos plantas rodeada por un jardín con las veredas cubiertas de hojas secas y los arriatas descuidados, con flores de otoño: caléndulas muy vivas aún y rosales oxidados, decadentes. Una criada de pocos años, con toca a la cabeza, le condujo ante Ana Enríquez, ataviada con una galera verde, de costura en el talle. Con naturalidad, sencillamente, sin que él apenas se percatase, se vio paseando a su lado por el jardín, observando cómo sus botines de tafilete arrastraban las hojas caídas, como en un juego. El Doctor no debía preocuparse por la demora de Cristóbal Padilla, dijo; era perezoso para tomar la pluma o tal vez estuviese enfermo. En cualquier caso, ella le enviaría una esquela conminándole a obedecer sus instrucciones. En la secta existía una jerarquía y había que evitar comprometerla con cenáculos insensatos.

Su verbosidad, cálida y suntuosa, bajo los nobles árboles centenarios, cautivaba a Cipriano. Ella, por su parte, iba cogiéndole gusto a la conversación y le habló sin reservas, de un modo tal vez imprudente, de don Carlos de Seso, a quien calificó de
gran embaucador
, de Beatriz Cazalla,
su pervertidora
, y de fray Domingo de Rojas, gran amigo de la familia, que la sosegó después de la conmoción inicial.

Antes de almorzar, Salcedo partió para Pedrosa y Toro bajo un cielo plomizo, ligeramente lluvioso. Beatriz Cazalla y su hermano Pedro habían incorporado al grupo a las tres vecinas que atendían la parroquia, en tanto don Carlos de Seso, en Toro, le dio una buena noticia para el Doctor: el famoso
Catecismo
de Bartolomé Carranza estaba entrando en España desde Flandes en cuadernillos sueltos, sin coser, y había empezado a difundirse por el norte. La marquesa de Alcañices había sido la primera en recibirlo y tanto ella como cuantos lo habían leído estaban acordes en su espíritu erasmista.

Durmió en Toro y regresó a Valladolid por Medina del Campo. Hacía casi un mes que no visitaba a su esposa y cada día le pesaba más el sentimiento de culpa. No había entendido a Teo pero tampoco se esforzó nunca por hacerlo. Le facilitó un bienestar y unas atenciones mínimas pero no compartió, ni comprendió siquiera, sus desazones, sus anhelos de maternidad. Pero este deseo se había desarrollado, había llegado a hacerse obsesivo y había acabado por devorarla. La encontró peor que cuatro semanas atrás, igualmente ausente pero más espiritada. Cuando la conoció le había sorprendido la superficie de su rostro, excesiva para el tamaño de sus facciones, pero, a medida que su cara adelgazaba, aquéllas se pronunciaban, crecían, y su nariz afilada, por ejemplo, se desplomaba sobre una barbilla pugnaz que nunca la distinguió. Asimismo, aquellos ojos vacíos, estáticos, que habían llenado la parte alta de su rostro, se hundían ahora en éste, circuidos por dos lívidas ojeras. La encontró paseando por el corredor, más bien arrastrada por los dos fuertes guardianes que la acompañaban. Con el cabello alborotado, la espalda vencida y sus pasitos laboriosos parecía una viejecita de mil años, un fantasma surgido del fondo oscuro del pasillo. Cipriano se detuvo ante ella y la observó con detenimiento. En sus ojos planos no advertía ni chispa de consciencia, parecían mirar hacia dentro, lejos. Sin embargo, cuando quiso tomarla del brazo y Teo hizo un brusco ademán como para desasirse, él creyó adivinar, en el fondo de su mirada, un atisbo de lucidez.

Al entrar en la habitación, Cipriano insistió en ayudarla, volvió a tomar su brazo descarnado y esta vez Teo no opuso resistencia. Se dejó acostar pasivamente y se quedó mirando el castillo que se divisaba por la ventana enrejada. Los loqueros y la comadre, tal vez esperando una compensación, se mostraron acordes en que había mejorado. Ingería sólidos, paseaba todos los días un ratito y en sus ojos delgados dejaba ver un algo que no había habido antes. Cipriano se sentó a su lado y le tomó una mano. La llamaba por su nombre, tiernamente, pero ella miraba indiferente, por encima de su hombro, las almenas del castillo. Hubo un momento, empero, en que recogió la mirada y la posó sobre él, tan fija e insistentemente que Cipriano no pudo resistirla y desvió la suya. Al centrarla de nuevo se encontró con que las pupilas de Teo seguían posadas en él, imperturbables, como si le escrutara el fondo del alma, pero la veía tan ajena, tan desamparada, que sus ojos se llenaron de lágrimas. Volvió a llamarla por su nombre, oprimiendo su mano entre las suyas y, de pronto, aconteció el portento: sus pupilas se avivaron, adquirieron el viejo y añorado color miel, su gruesa boca esbozó una sonrisa, sus dedos se animaron un instante y entonces musitó dos palabras perfectamente audibles: 
La Manga
, dijo. Cipriano rompió en llanto, durante unos segundos sus miradas se cruzaron, se comprendieron, pero él, aunque intentó sujetar ese momento, no fue capaz de prolongarlo. Teo volvió a ausentarse, apartó sus ojos de los suyos y liberó su mano de sus manos. Había vuelto a convertirse en el ser pasivo y remoto que venía siendo desde ocho meses atrás.

Al anochecer, Cipriano pasó por Serrada y La Seca a galope tendido. Su encuentro con Teo le había dejado una huella dolorosa y se iba diciendo que su comportamiento con ella, el hecho de haberla arrancado de su medio para luego abandonarla, exigía una reparación. El sentimiento de culpa acrecía cuanto más pretendía alejarlo y pensaba que una larga vida de sacrificio no sería suficiente para excusar una responsabilidad de años. No encontraba consuelo y, tan pronto llegó a Valladolid, dejó a
Pispas
en manos de su criado y se dirigió a la iglesia de San Benito. El tamaño del templo, desierto, aumentaba la sensación de soledad, acrecentaba su silencio interior, aunque la llamita del sagrario, tan tenue y vacilante, comunicaba una pálida impresión de compañía. Salcedo buscó el rincón más oscuro de la iglesia, un escañil apartado, detrás de uno de los gruesos pilares y, una vez allí, sentado, recogido sobre sí mismo, las manos juntas, volvió a llorar implorando la presencia de Nuestro Señor para reconciliarse, para descargarse, una vez más, de sus pecados. Estaba tan ensimismado, sumido en tan alto grado de misticismo, tan concentrado y etéreo, que sintió muy viva la presencia de Cristo a su lado, sentado en el escañil. En la penumbra, desdibujado, entre las lágrimas, vislumbraba su rostro, su túnica blanca, resplandeciente, pero cada vez que pretendía mirarle franca, directamente, a los ojos, la figura de Cristo se desvanecía. Lo intentó varias veces sin éxito y, entonces, decidió conformarse con sentirle a su lado, el hombro contra su hombro, y entrever, al soslayo, su mirada aplaciente, la difusa mancha blanca del rostro enmarcada por los cabellos y su barba rabínica. Le abrumaba la conciencia de su pecado, la destrucción sistemática de su esposa, su feroz egoísmo. Se lo confesaba a Cristo, sumiso, tratándole de tú, con humildad confiada. Y, ante la imposibilidad de rehacer lo mal hecho, apeló a su viejo anhelo de reparación. Tenía la absoluta seguridad de que Nuestro Señor le escuchaba, le observaba con un remoto aire de complicidad. Entonces Cipriano Salcedo, humillado, en pleno éxtasis, le formuló las dos ofrendas que había venido madurando durante el camino: su sexualidad y su dinero. íntimos compromisos de castidad y pobreza. Renuncia definitiva a todo contacto carnal y reparto de sus bienes con quienes le habían ayudado a crearlos. Nunca había sentido especial apego al dinero pero el firme propósito de desprenderse de él le produjo una adventicia sensación de poder.

Esa noche durmió mal, vestido, tendido sobre la cama, sin cubrirse y, muy de mañana, Crisanta, la doncella, le pasó un correo urgente de Medina del Campo. Era del director del hospital y le notificaba que su esposa, doña Teodomira Centeno, había fallecido a medianoche, horas después de su visita. Habían encontrado el cadáver en la cama, sonriente, como si a última hora la hubiese visitado Nuestro Señor. Esperaban sus instrucciones para el entierro.

XIV

Abatido, hundido el ánimo, Cipriano Salcedo partió para Pedrosa por el único camino que su padre, el viejo don Bernardo, poco dado a la aventura, había conocido treinta años atrás: Arroyo, Simancas, Tordesillas, flanqueando el Pisuerga y el Duero. Tres días antes habían dado tierra a su esposa en el atrio de la iglesia de Peñaflor de Hornija, junto a su padre, don Segundo Centeno,
el Perulero
, donde once años atrás habían contraído matrimonio. La decisión había sido tomada después de discutir con su tío Ignacio sobre el posible significado de las enigmáticas palabras de Teo en su última visita, en el único momento en que sus ojos se animaron:
La Manga
, había dicho. ¿En qué pensaba Teo al mencionar el lugar donde había pasado su juventud esquilando borregos? ¿Era tal vez por ser el único que recordaba con añoranza? ¿O quizá porque su breve noviazgo en el monte lo anteponía a cualquier otro momento de su vida? ¿O quería decir lisa y llanamente que su deseo era descansar allí, bajo la tierra fuerte y roja del Páramo, junto a su padre,
el Perulero
? Antes de determinarse, y de trasladar el cuerpo de su esposa a Valladolid, Cipriano había pasado unas horas en el Hospital de Medina, dialogando con aquellas personas que la asistieron en los últimos momentos. La comadre negó que la escena de la tarde, durante su visita, se hubiera repetido después, es más, la señora Teo quedó muy postrada después de sus palabras, decía, y, a la hora de darle el filonio romano para que durmiera, habían tenido que apalancarle las mandíbulas con los mangos de dos cucharas de plata para que abriera la boca, con tal violencia que le rompieron dos dientes. Cipriano se había horrorizado y preguntó si aquel procedimiento tan traumático era frecuente, y la comadre contestó que siempre que un enfermo se resistía a tomar algo que el doctor consideraba indispensable. También los dos loqueros le habían hablado con la misma crudeza y candidez. Doña Teodomira había muerto dormida, sin que las
visiones
de la tarde se repitieran y, sin embargo, lo había hecho sonriendo, cosa que no le habían visto hacer durante los meses que estuvieron atendiéndola. En cuanto a lo de las cucharas era el método habitual de alimentar a aquellos enfermos que se negaban a comer. Con doña Teodomira, que apretaba los dientes y únicamente abría la boca para beber agua, no hubo otro remedio que apelar a esta solución. Incluso hubo días, cuando aún estaba fuerte, en que su resistencia fue de tal monta que tuvieron que encadenarle las manos a la cabecera del lecho para poder dominarla. Para Cipriano aquello constituía una novedad dolorosa y habló sobre ella con el médico y el director. Ellos se sorprendieron de su sorpresa. De no haber utilizado las cucharas, la enferma no hubiera vivido ocho meses, claro, se hubiera muerto enseguida. Podía habérselo figurado. Las tomas de filonio romano, zumos de fruta o jugos de carnes, únicamente eran posibles forzando su resistencia. Ella se percataba enseguida de que no solamente era agua lo que le ofrecían y entonces cerraba la boca con tanta firmeza que únicamente apalancando podían abrírsela. Desde el primer día la enferma se había negado a tomar otra cosa que agua y, ante actitud tan negativa, a ellos no les quedaba otro recurso que la violencia. En el Hospital de Santa María del Castillo no sólo estaba prohibido el suicidio, sino cualquier ayuda al presunto suicida. El director afirmaba que la conducta de sus subordinados había sido correcta y, cuando Salcedo intentó hacerle ver que para someter a un enfermo a estos tratos vejatorios había que contar previamente con la familia, se echó a reír, que estaba en un error, que las cosas no eran así, que ellos tenían una moral hipocrática y la aplicaban a rajatabla gustase o no a los familiares del internado.

Temblando de ira, Cipriano bajó al sótano a ver el cadáver que, en efecto, estaba sereno y sonriente. Aquella sonrisa, de que tanto le habían hablado, era una sonrisa manifiesta, no sólo de paz sino incluso de bienestar. Fue el único consuelo de Cipriano Salcedo, una satisfacción que acabó imponiéndose al dolor que le atenazaba. Algo, en el último momento, le había inducido a Teo a sonreír. Unas horas antes había nombrado La Manga en un momento de lucidez, se decía, era lógico imaginar que ella soñaba o pensaba en La Manga cuando dibujó aquella sonrisa de despedida. El tío Ignacio era del mismo parecer y, después de prolongadas conversaciones, convinieron que, al mentar La Manga, Teodomira había mencionado el lugar donde aspiraba a descansar para siempre.
La Reina del Páramo
deseaba volver al Páramo y no había nada que objetar a su deseo.

Cipriano Salcedo se emocionó cuando los cuatro carruajes que acompañaban a la carreta fúnebre se detuvieron en la explanada de la iglesia de Peñaflor. Le acompañaban sus viejos amigos Gerardo Manrique, Fermín Gutiérrez, Estacio del Valle, hijo, y los nuevos, el Doctor Cazalla, su hermano Francisco y el joyero Juan García, aparte de su tío Ignacio. El cielo estaba anubarrado pero no llovía y, sin embargo, el grupo de braceros y pastores que esperaban el cadáver se guarecía en el porche de la iglesia, como uniformados, aquéllos con sus capotillos de dos haldas, de tela burda y sus calzones hasta media pierna mostrando sus pantorrillas peludas, y los pastores y los zagales con sus zamarros de piel de conejo y sus calzas abotonadas. Todos salieron de su refugio y rodearon el ataúd cuando don Honorino Verdejo, el párroco, rezó un responso a la puerta de la iglesia. Para los rudos castellanos, aquella mujer que ahora iban a enterrar constituía un símbolo, puesto que no sólo trabajó con las manos como ellos sino que lo hizo con más espíritu y más provecho que los hombres por lo que con justo motivo recibió el sobrenombre de
Reina del Páramo
. Era una esquiladora como nosotros, dijo un pastor viejo, con la voz trémula, para quien el trabajo manual borraba el pecado de su condición adinerada. Al margen de Manrique y Estacio del Valle, hijo, que en mayor o menor medida tenían alguna relación con los campesinos, el resto del acompañamiento los miraba con una mezcla de estupor y curiosidad, como si fueran seres de otra raza o habitantes de otro planeta. Pero la sorpresa se hizo general cuando al ahondar la huesa que había de albergar a
la Reina del Páramo
, el cadáver de su padre,
el Perulero
, apareció intacto en el fondo de la hoya con su pelo cano y el cuerpo desnudo, sin descomponer, el pene erecto y los ojos abiertos, inyectados y llenos de tierra. Hubo un bracero que afirmó que aquello era un prodigio, pero don Honorino, hombre probo y avisado, acalló el brote quimérico, dando de lado la incomprensible autonomía del miembro y aludiendo a las propiedades de algunas tierras para demorar la corrupción de los cuerpos. Concretamente en Gallosa, el pueblo donde nací, dijo, ningún cadáver se había descompuesto antes de los cuatro años de ser enterrado.

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