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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (43 page)

BOOK: El hereje
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—Ése es el rincón más íntimo del alma —dijo—. Obra en conciencia y no te preocupes de lo demás. Con esa medida seremos juzgados.

De nuevo en su celda, la visita de su tío le dejó una sensación de irrealidad, como de algo ensoñado. No obstante, la llegada de ropa interior, un jubón, un sayo, unas calzas y el remedio para los ojos, le convenció de que su tío era algo real y tangible, como lo eran los visillos de la ventana, las cortinas, el pañito de encaje de la sala, o el cuadro de la Asunción.

Esa misma tarde, Dato le entregó disimuladamente otro papel plegado. Al desdoblarlo experimentó un almadiamiento y hubo de sentarse en la banqueta para afirmar las piernas. Era un extracto de la confesión de Ana Enríquez ante el Tribunal del Santo Oficio. Mientras leía, le era fácil adivinar su sufrimiento, el mar de dudas en que durante meses se habría debatido aquella niña:

«Vine a esta villa desde Toro para la Conversión de San Pablo —decía aquel informe— y conocí a Beatriz Cazalla que me habló de nuestra salvación, de que ésta se produciría por los solos méritos de Cristo, que toda mi vida pasada era cosa perdida porque las obras, por sí mismas, para nada servían. Y yo entonces le dije: "¿Qué es eso que dicen que hay herejes?". Y  ella contestó: "La Iglesia y los santos lo son". Y, entonces, yo dije: "¿Y el papa?". Y  ella me dijo: "El papa le tenemos cada uno en el Espíritu Santo". Y  luego me sugirió que lo que debía hacer era confesarme a Dios de toda mi vida pasada porque los hombres no tenían potestad para absolver. Y yo, asustada, le pregunté: "Y ¿entonces el purgatorio y la penitencia?". Y  ella me dijo: "No hay purgatorio; sólo nos vale la fe en Jesucristo". Pero yo me confesé con un fraile, como hacía antes, sólo por cumplimiento, pero nada le dije de estas conversaciones. Otro día Beatriz Cazalla me dijo que los curas sólo nos daban en la comunión la mitad de Cristo, el cuerpo pero no la sangre, que la Comunión verdadera constaba de pan y vino. Pasé semanas de angustia, hasta que con motivo de la Cuaresma llegó a casa fray Domingo de Rojas, buen amigo de mis padres, y así que le pregunté y me confirmó lo que Beatriz me había dicho, quedé tranquila y lo creí así realmente. En aquellos días, fray Domingo me dijo que Lutero era santísimo, que se había expuesto a todos los peligros del mundo solamente por decir la verdad. También me dijo otras cosas, como que sólo había dos sacramentos, el bautismo y la eucaristía, que adorar al crucifijo era idolatría y que, después de la Redención, habíamos quedado libres de toda servidumbre; y no teníamos que ayunar ni hacer voto de castidad sólo por obligación, ni otras muchas cosas como oír misa, porque en la misa se sacrificaba a Cristo por dinero y que, _ "si no fuera por el escándalo que provocaría, él mismo se quitaría los hábitos y dejaría de rezarla».

Cipriano cerró los ojos. Lo primero que pensó no fue en la delación sino en la amargura que aquellas palabras habrían producido en el espíritu de doña Ana. Luego pensó en las plumas del sombrero de fray Domingo al disfrazarse para la huida. Sintió hacia él, de pronto, una cierta aversión, tan engreído, tan pagado de sí mismo, tan sesgo. Su crueldad para con doña Ana no había sido precisamente un acto cristiano. El dominico se había comportado brutalmente con la niña, había destruido su armazón espiritual sin miramientos. Volvió los ojos hacia el ventano y lo vio emperezado, tumbado en el petate, leyendo un libro aprovechando la última luz de la tarde, y experimentó antipatía hacia él. Únicamente después, Cipriano deploró las denuncias de Ana Enríquez, la delación de Beatriz Cazalla y del dominico, su espontáneo perjurio. Notaba encogido el ánimo, acrecentada la sensación de soledad, la angustia agazapada en la boca del estómago, un vivo malestar.

Pero las horas rodaban deprisa aquellos días en la cárcel secreta. El carcelero le visitó poco después para anunciar su comparecencia ante el Tribunal a las diez de la mañana del día siguiente. Ya en las escaleras, sin grilletes en los pies, casi volaba, mas, a medida que se alejaba de los sótanos y aumentaba la luz, los ojos le escocían, se veía obligado a entornarlos para procurarse un alivio. Y, antes de entrar en la Sala de Audiencias, descubrió la pequeña puerta de la habitación donde se había entrevistado con su tío. Luego oyó una voz, cuya procedencia ignoraba, que dijo: «Adelante el reo», y alguien le empujó hacia la puerta de nogal labrado que tenía ante sí. Andaba con desconfianza. El sol posado en las vidrieras le cegaba y el artesonado del techo y los largos cortinones rojos se imponían. El carcelero, que le conducía del brazo, le sentó en una silla. Entonces divisó al Tribunal ante él, tras la mesa larga, sobre la tarima, allí donde terminaba la alfombra granate que cubría el pasillo desde la puerta. La escena se ajustaba, punto por punto, a lo que le había ido anunciando fray Domingo, el inquisidor en el centro, envuelto en sotana negra, la cabeza cubierta por un bonete de cuatro puntas, el rostro alargado y grave. A su derecha el secretario, religioso y ensotanado también, asimismo circunspecto y lóbrego y, a la izquierda, envuelto en una severa loba negra, el escribano, un hombre civil, de bastantes años menos que los dos clérigos. Apenas le dio tiempo de distinguir, antes de que sonara la campanilla, que las orejas del inquisidor eran traslúcidas y despegadas. Inmediatamente se inclinó hacia adelante y experimentó una rara sensación, como si su cuerpo se desdoblase, y una mitad de él escuchase las respuestas que daba la otra mitad a las preguntas del eclesiástico. Mas, a poco de empezar, se esfumaron las siluetas del estrado, el artesonado, la alfombra y los cortinones, y únicamente permaneció la voz opaca del inquisidor, una voz acusadora, intimidatoria, y las respuestas escuetas, precipitadas, de su otro yo en un peloteo verbal picado, sin interrupciones, como si la premura en la formulación de las preguntas garantizase la veracidad de las respuestas. Sin embargo aquella voz dura y bien timbrada no parecía afectar a la lucidez de las réplicas de su otro yo, de su yo desdoblado:

—¿Quién pervirtió a vuesa merced?

—D... disculpe su eminencia pero no puedo responder a esa pregunta; lo he jurado.

—¿Es cierto que vuesa merced posee una hacienda importante en Pedrosa?

—Es cierto, señoría.

—¿No conoció ahí a don Pedro Cazalla, párroco del pueblo?

—Le conocí y nos tratamos. Ambos somos aficionados al campo y paseábamos juntos y él me hacía curiosas observaciones sobre los pájaros.

—¿Le hablaba de pájaros su paternidad?

—No sólo de pájaros, señoría. Otras veces me hablaba de sapos. Ahora recuerdo una conversación que mantuvimos sobre sapos en las salinas del Cenagal. Es un naturalista perspicaz.

—Y ¿don Carlos de Seso? ¿Participaba el señor de Seso de esas divagaciones?

—A don Carlos apenas lo traté. En una ocasión le encontramos en el camino de Toro, pero no hablamos de pájaros ni de sapos. Iba a ser nombrado corregidor de la villa y había acudido allí a visitar a unos amigos.

—¿Había amistad entre don Carlos de Seso y Pedro Cazalla?

—Se conocían, conversaban. Ahora bien, si había amistad entre ellos no puedo decírselo, ni tampoco el grado de la misma.

—¿Nunca le habló don Pedro de religión en sus paseos?

—Hablábamos de los más diversos temas; con seguridad la religión sería uno de ellos.

—¿Considera vuesa merced la religión un tema importante?

—La religión pertenece al rincón más íntimo del alma —dijo Cipriano recordando la expresión de su tío.

—Creyéndolo así, ¿es posible que no recuerde ninguna conversación sobre religión con don Pedro Cazalla? ¿Cómo es posible que recuerde lo referente a los sapos y no lo que decía de Dios?

—El hombre es un animal muy complejo, eminencia.

—Y ¿con don Carlos de Seso?

—¿Con don Carlos de Seso, qué?

—¿Hablaron alguna vez de religión?

—Le conocí, como le he dicho, en el camino de Toro, él iba cabalgando y nosotros a pie. Montaba un pura sangre de mucho nervio; me interesó más la montura que el caballero, ésta es la verdad.

—¿Le gustan a vuesa merced los caballos?

—Los caballos de raza me producen verdadera fascinación.

—¿No hizo vuesa merced un viaje a Francia en 1557 con su caballo
Pispas
?

—Así fue, señoría.

—¿Quién le ayudó a pasar el Pirineo?

—El guía Pablo Echarren, un navarro. Era el mejor conocedor de la montaña y supongo que lo sigue siendo.

—¿Quién se lo recomendó?

—Entre la gente que visita Francia con frecuencia, Echarren es un personaje familiar. Le diría más: es una institución.

—¿Llegó vuesa merced hasta Alemania en ese viaje?

—Estuve en varias ciudades alemanas, señoría.

—¿Quién le indujo a visitar Alemania?

—Soy comerciante, eminencia, el creador del
zamarro de Cipriano
del que quizás haya oído hablar. Tengo amigos y corresponsales en el extranjero con los que estoy en relación permanente.

—¿No había motivos religiosos en ese viaje?

—Me parece que lo que vuestra paternidad desea saber es cuál es mi fe. ¿No es así? Si le digo que la doctrina del beneficio de Cristo me cautivó podemos ahorrarnos algunas palabras. Y si uno acepta esa doctrina forzosamente tiene que aceptar otras cosas que derivan de ella.

—¿Reconoce entonces vuesa merced que en los últimos años ha vivido en el error?

—Error no es la palabra apropiada, señoría. Creo en lo que creo de buena fe.

—¿Cree en lo que predica?

—Nunca fui proselitista, señoría. Simplemente he procurado ser fiel a mi creencia.

—¿Es cierto que mensualmente se reunían en conventículos en casa de doña Leonor de Vivero, madre de los Cazalla?

—Conocí a esta señora y al Doctor a través de mi amigo Pedro Cazalla, hijo y hermano, respectivamente, de los citados.

De pronto se abrió una pausa y el escribano levantó los ojos por primera vez. Estaba sometido a una prueba de resistencia. Cipriano escuchaba las respuestas de su doble, con los ojos cerrados, complacidamente. Era lo que respondería él si se le diera la oportunidad de reflexionar. Su doble no acusaba, no mentía, no delataba, pero no por ello desatendía las preguntas de su eminencia, aunque a éste no parecieran agradarle sus respuestas.

Su voz se hizo aún más opaca cuando le dijo:

—Vuesa merced trata de eludir mis preguntas aunque no ignore que dispongo de sistemas eficaces para desatar las lenguas. ¿Ha oído hablar del tormento?

—Desgraciadamente, señoría.

—Y ¿del purgatorio?

—También, señoría.

—¿Cree en él?

—Si tengo fe y admito que Cristo sufrió y murió por mí, huelga toda pena temporal. Otra cosa sería desconfiar de su sacrificio.

—Y en la Iglesia Romana, ¿cree?

—Creo firmemente en la Iglesia de los Apóstoles.

—¿No se arrepiente de haber abrazado la nueva doctrina?

—Yo no la acepté por soberbia, codicia o vanidad, señoría. Simplemente me encontré con ella. Pero no me resistiría a apostatar si vuestra reverencia me convenciera de mi error, aunque nunca lo haría por salvar la vida.

—¿No sintió escrúpulos al asumirla?

—Antes los tuve, eminencia, en mi juventud. En ese sentido, la nueva doctrina aquietó mi espíritu.

—¿Tan ciego es que no ve los excesos de Lutero?

—Vuestra eminencia y un servidor buscamos a un mismo Dios por distintos caminos pero en toda interpretación humana del hecho religioso supongo que se cometen errores.

—Por última vez, señor Salcedo, antes de apelar a procedimientos más persuasivos, ¿tendría la bondad de responderme a estas dos sencillas preguntas? Primera: ¿Quién le pervirtió? Segunda: ¿Quién le indujo a viajar a Alemania en abril de 1557?

—Tropecé con la nueva doctrina, señoría, como se tropieza con una mujer que mañana será nuestra esposa, casualmente. En lo que atañe a su segunda pregunta, le repito que un hombre de negocios tiene el deber de viajar al extranjero de vez en cuando. Los mercaderes de Anvers son unos de mis corresponsales a quienes visité en ese viaje. Si su eminencia lo duda puede dirigirse a ellos.

En el lecho, tendido y sosegado, los brazos estirados a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados, Cipriano volvió a encontrarse consigo mismo. Ahora notaba en la cabeza el esfuerzo de la concentración, el reconcomio pasado ante el Tribunal. Fray Domingo, arrastrando los hierros, se había aproximado a él al regresar a la celda y sonrió cuando Cipriano le dijo que todo había sido tal y como él se lo había anunciado. No pormenorizó el coloquio cuando el dominico inquirió detalles. Simplemente le dijo que los juzgadores eran tres, aunque únicamente preguntaba el inquisidor, los otros dos tomaban notas. La voz del presidente dominaba todo, pero mi reserva mental, dijo, no pareció irritarle.

Tres días después, muy de mañana, el alcaide y el carcelero le recogieron en su celda. No le prepararon, ni le explicaron, ni le dijeron más que una sola palabra: síganos. Y él los siguió por las húmedas losas del zaguán, por el corredor permeable y bajo de techo. Cipriano temía por sus ojos, pero esta vez el alcaide tomó el camino de los sótanos a través de una escalera de piedra de peldaños desiguales. Allí le esperaban ya el inquisidor, con su bonete de cuatro puntas y sus orejas traslúcidas, el secretario y el escribano sentado a una mesa ante un rimero de papeles blancos. Próximos a ellos, de pie, había otras dos personas y Cipriano dedujo, conforme a las explicaciones de fray Domingo, que el hombre de la loba oscura era el médico, y, el verdugo, el del pecho descubierto y los calzones cortos, de tela basta. Ante ellos, en una mazmorra amplia, tímidamente alumbrada por dos candiles, bailaban una serie de extraños artilugios, como los aparatos de un circo.

Antes de que el verdugo entrara en acción, el inquisidor volvió a preguntarle quién le pervirtió y quién le ordenó viajar a Alemania en abril de 1557. Cipriano Salcedo, que agradecía la penumbra del lugar, dijo suavemente que tres días antes, en el interrogatorio de la sala, había dicho sobre el particular lo que sabía. Entonces, el inquisidor ordenó al verdugo que dispusiera la garrucha que colgaba del techo. Cipriano temía más los preparativos del suplicio que el suplicio mismo. Ante la vida había temido siempre más al amago que a la realidad por muy cruel y exigente que ésta fuera. Pero cuando el verdugo le ató las muñecas a la polea, le izó y le dejó suspendido en el aire, tuvo el convencimiento de que, en su caso, la garrucha resultaría ineficaz. Le habían desnudado de la cintura para arriba y el inquisidor hizo un sorprendido comentario sobre la desproporcionada musculatura del reo. El objetivo de la garrucha era desarticular al torturado en virtud de su propio peso, pero el verdugo no contaba con que el cuerpo de Cipriano era liviano, y nervudas sus extremidades de modo que la suspensión, al ser capaz de flexionar fácilmente sus brazos, no produjo efecto alguno. El verdugo consultó al inquisidor con la mirada y éste señaló la gran pesa que había en el suelo y que el verdugo ató a sus pies sin demora. Tornó luego a suspenderlo en el vacío de manera que Cipriano flotó en el aire, los brazos flexionados, como un atleta en las poleas, penduleando, la pesa inútil amarrada a sus pies. El inquisidor sentía frío y torcía la boca; experimentaba una rara frustración:

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