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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (46 page)

BOOK: El hereje
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—Y... y ¿qué será de doña Ana Enríquez? —preguntó con un hilo de voz.

—Quedará libre tras una pena leve, unos días de ayuno, no recuerdo cuántos. Es una criatura demasiado bella para quemarla.

Cipriano pensó que retener más tiempo a su tío suponía prolongar su suplicio. Se puso en pie tambaleándose. Su tío tenía razón: Ana Enríquez era demasiado hermosa para quemarla. Además había sido engañada, era excesivamente joven cuando Beatriz Cazalla y fray Domingo la pervirtieron. Sonaba el martilleo de los carpinteros en la plaza, un golpeteo ininterrumpido, enloquecedor. Su tío también se había incorporado y le tomó de las manos con aprensión, como a un ciego.

—No quiero hacerle perder más tiempo, tío —dijo Cipriano—. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí.

Don Ignacio Salcedo le atrajo hacia sí, le besó en las mejillas y le retuvo un momento entre sus brazos:

—Algún día —musitó a su oídoe— estas cosas serán consideradas como un atropello contra la libertad que Cristo nos trajo. Pide por mí, hijo mío.

Cipriano no pudo comer. Mamerto se llevó intacta su bandeja. Por la tarde comenzaron las confesiones. Fray Luis de la Cruz, dominico como fray Domingo, recorrió las celdas y llegó a la de Cipriano cuando el sol declinaba, aunque el martilleo unísono de la plaza continuaba sonando con toda intensidad. Fray Domingo rechazó los auxilios de fray Luis de la Cruz cuando éste se acercó servicialmente a su lecho.

—Padre —dijo fray Luis de la Cruz al advertir su gesto—: solamente pido a Dios que muráis en la misma fe en que murió nuestro glorioso Santo Tomás. Estaré en pie toda la noche. Vuestra reverencia puede llamarme a cualquier hora.

Cipriano, tumbado en el camastro, acogió con afecto al confesor. Le agradeció su presencia y le dijo que en su vida había tres pecados de los que nunca se arrepentiría bastante, y, aunque ya los tenía confesados, se los confiaba al padre en prueba de humildad: el odio hacia su padre, la seducción de su nodriza aprovechándose de su cariño maternal y el desafecto hacia su esposa, su abandono, que la llevó a morir trastornada en un hospital. Fray Luis de la Cruz asentía sonriente, le dijo que su confesión general le dignificaba, pero que en este momento, en víspera del auto de fe, esperaba unas palabras de arrepentimiento por su adscripción a la doctrina de Lutero. Cipriano que, en las medias tinieblas, apenas distinguía las facciones del fraile, le respondió que abrazó la teoría del beneficio de Cristo de corazón, con buena fe, es decir, obró en conciencia y ésta, ahora, no se lo reprochaba. Como sin darle importancia, fray Luis de la Cruz le preguntó entonces quién le había pervertido y Cipriano contestó que no podía decírselo, que así lo había jurado, pero le constaba que tampoco su inductor obró con intención perversa. El fraile, que venía cansado, empezó a dar muestras de acrimonia, le impacientaba la obcecación de Cipriano, le dijo que no podía absolverle pero que aún estaba a tiempo. Desde media noche el padre Tablares, jesuíta, seguiría a disposición de los reos. Humildemente ahora le recomendó que reflexionara y, antes de separarse de él, le tuvo cogido por las dos manos un largo rato y le llamó
hermano mío
.

Apenas había abandonado la celda, cuando se produjo en la de enfrente, en la del Doctor, un gran alboroto. Sobre las voces más serenas para acallarlo, entre las que estaban la de fray Luis de la Cruz, sonaban los gritos implorantes del Doctor pidiendo a Dios misericordia, suplicándole que le iluminase con su gracia y le ayudara a alcanzar su salvación. Eran gritos agudos, descompuestos, y, en los breves silencios, se oía la voz pausada de fray Luis de la Cruz, la del carcelero y la del alcaide que habían acudido al oír la algarabía. Pero el Doctor, en trance, no cesaba de proclamar que aceptaba la sentencia como justa y razonable, que moriría de buena gana puesto que no merecía la vida aunque se la dieran, pues estaba convicto que según había desaprovechado la pasada, la que le quedaba no sería distinta.

Había cesado el martilleo de la plaza y las palabras del Doctor, pronunciadas a voz en cuello, con la puerta de la cija abierta, llegaban nítidamente a las celdas próximas y, con ellas, los intentos apaciguadores de los responsables: el alcaide, los carceleros, el médico. Un clima tenso se palpaba en el primer corredor, cuando el Doctor reanudó su discurso sobre el sambenito que acababan de entregarle, la ropa que vestiría con mayor gusto, decía, porque era la apropiada para confusión de su soberbia y purga de sus pecados. Luego volvió a la idea del arrepentimiento, que renegaba de cualquier perversa y errónea doctrina que hubiera creído, bien fuera contra el dogma o contra la Iglesia, y que persuadiría a todos los reos para que hiciesen lo mismo. El médico de la Inquisición debía de haber tomado alguna medida, porque del tono chillón con que el Doctor inició su peroración, pasó, en pocos segundos, a otro más coloquial y, posteriormente, a un tenue murmullo, para cesar al poco rato.

Cipriano Salcedo no durmió en su última noche carcelaria. Le agobiaba la idea del auto de fe, no su ejecución sino el procedimiento: la luz, la multitud, el griterío, el calor. Padecía un amortecimiento creciente y un ardor de orina que le obligaba a visitar la cubeta de las heces cada pocos minutos. A la una empezaron a doblar las campanas. Toques lentos, de agonía. Fray Domingo ya le había hablado de ello. Todos los templos y conventos de la villa, que esa noche no dormía, convocaban a las misas de alma por los condenados. Las campanas habían venido a sustituir a los martillos, voces cambiantes pero igualmente ominosas y terribles. Al cesar su tañido, empezó a oírse el rumor del gentío, los cascos de las caballerías en el empedrado, el rechinar de las ruedas de los carruajes. Todo parecía estar a punto. El
gran día
, aún sin luz, ya había comenzado.

A las cuatro de la madrugada entraron a despertarlos. Mamerto les sirvió un desayuno extraordinario: sopas de ajo, huevos con torreznos y vino de Cigales. Cipriano no probó bocado. Le ardían los ojos, sentía los bultos en las cuencas, y su amortecimiento iba en aumento. En la cárcel reinaba un desorden desacostumbrado. Gentes que entraban y salían, los guardianes repartiendo por las celdas corozas y sambenitos, en tanto los familiares de la Inquisición, con sus altos bombines marrones, esperaban en el patio, charlando en corrillos, a que se organizara la procesión. En el momento de mayor confusión, se presentó Dato en la celda, entregó un papel doblado a Cipriano Salcedo y emitió un silbido al recibir dos ducados por el servicio. El mensaje, como Cipriano presumía, era de Ana Enríquez y no podía ser más lacónico:

Valor, decía solamente y, debajo, traía su firma: Ana.

XVII

El cautiverio de los más de sesenta reclusos de la cárcel secreta de Pedro Barrueco, acusados de pertenecer al foco luterano de Valladolid, concluyó definitivamente en la madrugada del 21 de mayo de 1559, más o menos un año después de haber comenzado. Una mínima parte de los reos sería puesta en libertad tras el auto de fe, en tanto otros muchos pagarían con la muerte en garrote o en la hoguera su desviación religiosa o su pertinacia. Y como suele ocurrir en estas agrupaciones circunstanciales, sometidas a rígidas normas, el primer síntoma de que el final se acercaba fue la quiebra de la disciplina. Familiares de la Inquisición charlaban en pequeños grupos en el patio de la cárcel, cubiertos con capas y bombines de copa alta, en espera de los penitentes, en tanto los carceleros, los ayudantes de carcelero y el propio alcaide, iban y venían, prestaban a aquellos las últimas atenciones y les daban instrucciones para el buen orden de la procesión que partiría de la cárcel una hora antes del alba. Pero, fuera de los indultados, que sacaban fuerzas de flaqueza y confraternizaban festivamente con sus carceleros, el resto de los reos, aplastados por el rigor de la sentencia, tras larga y severa cautividad, se encontraban tan decaídos y exánimes que aguardaban la orden de partida derrumbados en sus camastros, rezando o meditando.

Dato, el tontiloco ayudante de carcelero, se contaba entre los vallisoletanos incapaces de reprimir su júbilo ante el gran festejo que se avecinaba. Reconocido a la generosidad de Cipriano, sentado a los pies de su catre, pasaba con él los últimos minutos de su estancia en prisión, le hablaba de los preliminares del auto con tal entusiasmo como si Salcedo, en lugar de una de las víctimas, fuese un forastero más de visita en la villa. Tanto Dato, como el resto de los carceleros, se había puesto ropa nueva y había sustituido los sucios calzones de paño por unos vistosos zaragüelles.

Para el ayudante de carcelero todo eran novedades dignas de ser conocidas, desde los pregoneros a caballo, apostados en las esquinas, anunciando el auto y encareciendo la asistencia de los mayores de catorce años con la promesa de cuarenta días de indulgencia, hasta la prohibición de andar a caballo y portar armas, blancas o de fuego, durante el tiempo que durase la ceremonia.

Los azules ojos desvaídos de Dato rutilaban y sus lacias guedejas albinas se estremecían bajo el gorro rojo de lana, al dar cuenta de la enorme afluencia de forasteros llegados a la ciudad. Toda Castilla se ha volcado en Valladolid, decía, aunque había también representantes de otras comarcas y nutridos grupos de extranjeros que hablaban lenguas extrañas. Más de doscientas mil almas, se lo juro a vuesa merced, por la bendita memoria de mi madre, decía santiguándose. Tantos eran que ni en pensiones, ventas, posadas y mesones habían encontrado alojamiento, y millares de forasteros habían tenido que pernoctar en aldeas y granjas próximas o, aprovechando la benignidad del clima, al sereno, en las huertas y viñas de los alrededores o en las calles menos concurridas y apartadas de la villa. El Rey nuestro señor se había personado, acompañado de los Príncipes y la Corte, para presidir el acto.

Dato se hacía lenguas sobre la transformación de la Plaza Mayor en un enorme circo de madera, con más de dos mil asientos en las gradas, cuyos precios oscilaban entre diez y veinte reales, y, en torno al cual, se había montado una guardia de alabarderos, reforzada en las horas nocturnas, después de dos intentos de prenderle fuego por parte de elementos subversivos.

Cipriano, con los ojos cerrados, un intenso latido en el párpado superior, encomendaba su alma y pedía luz a Nuestro Señor para distinguir el error de la verdad, mientras escuchaba distraído de labios de Dato las últimas nuevas: se anunciaba un día sofocante, más propio de agosto que de mayo, y muchos vecinos, que no habían encontrado localidad en las gradas, preparaban su emplazamiento en los tejados bajo toldos de anjeo, preservados por barandillas de madera. En espera de la llegada del Rey nuestro señor y de los Príncipes, más de dos mil personas velaban en la plaza al resplandor de hachones y luminarias. «No vea vuesa merced, parece el juicio final» —sentenció Dato en el colmo de la admiración.

En pleno monólogo del carcelero, empezaron a oírse carreras por los corredores, golpes apremiantes en las puertas de las celdas y voces habituadas al mando, gritando: ¡a formar!, ¡a formar! Fray Domingo, serio y circunspecto, con el nuevo sayo, se puso en pie por sí mismo; Cipriano, auxiliado por Dato. Le habían liberado de los grilletes y notaba sueltas las piernas pero no las fuerzas precisas para sostenerse en pie. En el zaguán Dato le encomendó a dos familiares de la Inquisición que vestían sayo de paño bajo la capa, pese al día caluroso que se avecinaba. Allí se concentraban los condenados varones que eran ayudados a vestirse y calzarse por los propios acompañantes. Aquella reunión ocasional era como el envés de los conventículos, los mismos hombres, pero sin el sentimiento de fraternidad que antaño los unía, más bien dominados por el recelo y la desconfianza, cuando no por la hostilidad o el odio. Cipriano levantaba la cabeza, tratando de encontrar el eje de visión. A su derecha, fruncido, transparente, huidizo, encogido sobre sí mismo, descubrió al Doctor y, tras él, a don Carlos de Seso, a quien los malos tratos y un año de prisión habían convertido en un viejo mendigo claudicante. La cabeza indócil, escurrido de carnes, vencido de hombros, se asía al brazo de un familiar como un náufrago a una tabla. Las piernas no soportaban su peso y la antigua gallardía, su aticismo y nobleza se habían venido abajo. Del otro lado, dos familiares embutían al bachiller Herrezuelo en el nuevo sayo y le protegían los pies hinchados con calzado de cuerda. Se hallaba amordazado y maniatado y sus ojos grises, bajo las espesas cejas, miraban enloquecidos a todas partes sin detenerse en ninguna. Cipriano se acercó a Juan García, el joyero, y le preguntó por la razón de la mordaza del bachiller y aquél, que en la penumbra del zaguán apenas advertía quien le hablaba, respondió que se había vuelto loco, que desde que salió de la celda no había hecho otra cosa que blasfemar contra Dios. Las conversaciones se mantenían a medio tono de forma que en el zaguán reinaba un murmullo uniforme, un ronroneo monótono, sin altibajos. Juan Sánchez, desde un rincón, miraba a Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, tanteando desorientado, como un invidente. Se acercó a él solícito y le dijo si la oscuridad de la celda le había cegado. Cipriano restó importancia a su mal, eran los párpados —dijo—, se habían inflamado y tenía que mirar a través de un resquicio, en línea recta, ya que sólo veía en esa dirección. Se sonreían mutuamente y Cipriano advertía que el criado no había cambiado en el último año: su cabeza grande, su tez de papel viejo, amarilla, arrugada, seguía siendo la misma. Juan Sánchez entró en prisión con cien años y salía con un siglo. Era la ventaja de los hombres magros, momificados, sin belleza.

Apenas tenían de qué hablar, ninguno de los dos deseaba envenenar el ambiente ni sembrar la discordia. Entonces Juan Sánchez, en una de sus salidas intempestivas, señaló el sambenito de Cipriano con un dedo, luego el suyo, y subrayó irónicamente que habían sido facturados al mismo infierno. Su risa, reprimida e inoportuna, aumentó la tensión. Buena parte de los allí reunidos se habían delatado entre sí, habían perjurado, habían procurado salvarse a costa del prójimo, y rehuían el contacto, las miradas, las explicaciones. Pedro Cazalla también le esquivó. Al ver a Cipriano buscó una zona oscura del zaguán donde poder pasar inadvertido. La declaración de Pedro, como la de su hermana Beatriz, había sido despiadada. Una decena de reos habían sido denunciados por ellos. No obstante, Pedro Cazalla vestía también el sambenito de llamas y diablos, distintivo de los condenados a muerte. En el oscuro rincón, flanqueado por sus guardadores, estaba solo, cabizbajo, incómodo. Seguramente él y su hermano Agustín, cabezas de la secta, eran, en aquel infierno de prevenciones y sospechas, los más aborrecidos.

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