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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (21 page)

BOOK: El hijo del desierto
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—Pero ¿cómo? No puede ser, hijo mío. ¿Qué voy a hacer yo con un asno?

—Lo dejarás en el patio trasero, madre. Ya nunca tendrás que cargar con nada, e incluso te llevará adondequiera que tengas que ir. Es un buen animal y te será de mucha utilidad.

—No hay duda de que el ejército te ha nublado las entendederas. No te habrás dado a la bebida, ¿verdad?

—No, madre. No discutas más y guárdalo bien. Sólo es un regalo.

Aquella noche ambos cenaron junto al hogar que tantas veces había recordado Sejemjet durante el último año. Para él era sinónimo de quietud y refugio para almas errantes, y no existía villa ni palacio que pudiera comparársele. Allí se encontraba feliz, pues era todo cuanto necesitaba.

—Mmm. Esta miel es lo mejor que he probado en mi vida —decía Heka mientras la saboreaba—. ¿Sabías que no hay nada como la miel para curar las heridas?

—Nunca hubiera podido comprar la que necesitaba para aliviar las mías —indicó el joven sonriéndole de nuevo.

—Pues es una pena. Mira cómo tienes el cuerpo de cicatrices. Si te la hubieras aplicado, tu piel luciría de forma bien diferente.

—Mis cicatrices son como tus arrugas; ambas forman parte de nosotros mismos. Nadie podría imaginarse cómo sería tu rostro sin ellas, ni mi cuerpo libre de heridas.

—Je, je. Tienes razón. La vida nos acaba dejando marcas a todos. Aunque muchas de ellas no podamos verlas. Ésas son las peores.

—Hoy es día de alegrías; las penas no serán bienvenidas a esta casa.

Heka asintió en tanto se chupaba los dedos llenos de miel, como haría un chiquillo.

Cuando terminaron de cenar, se repantigaron frente al fuego. Sejemjet se sentía satisfecho, pues había comido como un visir; nada menos que ensalada de lentejas con cebolla y perejil mezclados con aceite de oliva y vinagre, y empanadillas de carne picada. Y de postre, su plato favorito, galletas
shayt,
galletas de chufas; no había nada que pudiera comparársele.

—¿Sigue visitándote tu vieja amiga? —preguntó de improviso el joven en tanto observaba distraídamente la lumbre.

—Cada noche. Ahora son dos, y no tardarán en llegar. ¿Sabes?, a veces me preguntan por ti.

Sejemjet desvió su mirada hacia ella un tanto maliciosamente.

—Veo que no has perdido tus ancestrales costumbres, vieja hechicera —le dijo con cariño.

—Durante años han sido mi única compañía nocturna. Al final hemos terminado por acostumbrarnos, igual que ocurre con la mayoría de los matrimonios. —Sejemjet movió la cabeza divertido y la anciana río—. Tú eres muy joven todavía, aunque algún día entenderás lo que te digo.

Hubo un momento de silencio y Heka aprovechó para escrutarlo.

—Ellas me cuentan todo lo que ocurre —señaló sin dejar de mirarlo—. Así fue como supe de tus hazañas.

—Vamos, madre. Por un momento pensé que habías olvidado tus viejos hábitos, pero veo que sigues siendo aficionada al misterio y a las buenas historias. Todavía recuerdo las que me contabas cuando era niño.

—Je, je —volvió a reír la anciana—. Aunque no te lo creas, las que llevan la muerte me hablan de cuanto nos rodea, y también de en qué se ha convertido el país de la Tierra Negra. No olvides que protegen al faraón desde su misma corona, fulminando a quienes consideran una amenaza. Egipto camina hacia la gloria, hijo mío, como nunca han conocido los tiempos antes de ahora. El dios que gobierna esta tierra será recordado por generaciones sin fin. No habrá ningún otro tan poderoso como él.

Sejemjet asintió en silencio. Desde pequeño estaba acostumbrado a escuchar enigmáticas narraciones de labios de la vieja, a veces indescifrables, y durante el tiempo que había pasado lejos de allí, había llegado a echarlas de menos.

—Sin embargo, esa grandeza traerá la semilla de la perdición —continuó Heka—. De ella florecerá la ruina de Kemet, pues el poder es algo ante lo que el hombre no puede resistirse cuando se encuentra a su alcance. Lucharán por él al precio que sea. —Un ruido apagado vino a sacarles de su conversación—. Aquí vienen —dijo la anciana, satisfecha—. Puntuales, como siempre.

Las dos serpientes zigzaguearon suavemente por el suelo hasta sus pies y observaron un instante a Sejemjet antes de trepar por las piernas de la hechicera.

—Como bien sabes, los extraños las intimidan, aunque contigo es diferente. Ellas ya saben de ti.

Sejemjet observó la escena como si fuera lo más natural del mundo. La anciana les susurraba extrañas palabras, aunque supiera que las serpientes no podían oírla.

—Wadjet te saluda —proclamó Heka con cierta solemnidad—. La diosa cobra sabe que eres grande dentro de los ejércitos del dios a quien ellas protegen.

—Yo soy su amigo —contestó Sejemjet muy serio, pues bien conocía lo peligrosos que podían llegar a ser estos reptiles.

—Te dan la enhorabuena por tus victorias, y también te previenen de la fama.

—¿De la fama? —inquirió él arqueando una ceja.

—Sí, de la fama. Tú tienes fama, y la fama es fuente inagotable de envidias.

El joven no pudo evitar lanzar una carcajada.

—¿No crees que exageras, madre? Como yo hay muchos otros en el ejército del dios.

—Te equivocas. Ellos son sólo soldados; valientes, sí, pero sólo eso.

El joven volvió a reír divertido. La pobre anciana desvariaba.

—No existe ningún misterio en cortar manos, madre —señaló poniéndose serio—. En cualquier caso, es una fama que no me interesa.

Heka río de nuevo, esta vez con expresión beatífica.

—Tu gloria no está en tus muertes, deberías saberlo, sino en ti mismo. —Sejemjet hizo un gesto de perplejidad—. Ya te lo dije una vez, hace mucho tiempo. ¿Acaso no lo recuerdas? Tú posees poder, y es ese poder el que atemoriza a los demás. Aunque no lo sepas, a tu paso se doblegan ante él, pues perciben tu fuerza. Eso es lo que te hace sobresalir, hijo mío.

—Pero... no sé a qué te refieres. No tengo capacidad para decidir sobre nadie y...

—Es algo mucho más profundo que todo eso —le cortó Heka—. Forma parte de tu
ka,
como te adelanté una vez, y los hombres lo perciben. Eso te traerá enemigos, aunque tú nada podrás hacer por evitarlo.

Sejemjet bajó la cabeza algo apesadumbrado. Siempre había tenido la sensación de encontrarse fuera de lugar, desubicado ante la vida, como si su existencia fuese una simple anécdota a la que no encontraba explicación.

—No debes mortificarte con ello —señaló Heka risueña, pues parecía leerle el pensamiento—. De una u otra forma todos estamos en el camino y nos vemos obligados a recorrerlo a diario.

—Muchas veces pienso en cuál es, en realidad, el que me corresponde. Quisiera buscarlo, pero...

—Como te advertí, nada puedes hacer... más que salir con bien de las pruebas que te reserve. Escucha, Sejemjet, tu senda ya está trazada y deberás tener fe para salir airoso.

El joven se estremeció.

—¿Piensas que el lunar tiene algo que ver con el poder que tú me atribuyes? Muchos son los que me miran con superstición al verlo, aunque no sepan su significado.

—Tu efélide está más marcada que nunca. No tengo ninguna duda de que en ella está la respuesta a tu propia esencia, pero sigo sin conocer su alcance. Algún día lo averiguarás, y ella será la llave con la que abrirás las puertas que liberarán tu pesar.

—A menudo imagino lo feliz que sería si hubiera permanecido en Tebas, quizá trabajando en los campos. Ahora estaría casado y seguramente tendría hijos.

—Los sueños forman parte de la irrealidad. Nunca sabrás si habrías sido feliz quedándote aquí, y ahora tampoco importa. En cuanto a las mujeres —prosiguió la anciana adoptando una expresión más grave—, éstas se cruzarán en tu camino, para bien o para mal, y serán parte determinante del devenir de tus días. Mas recuerda algo: no debes esperar aquello que los dioses nunca podrán concederte.

Sejemjet miró de nuevo el fuego, dejando que las palabras de la anciana se diluyeran en su corazón con un regusto amargo. Ella siempre había sido así; decía pero no aseguraba, prevenía pero nada podía hacer. Sin embargo, para el joven la vieja hechicera estaba cargada de sabiduría.

—Como te decía, hoy es un día feliz —señaló Heka sonriéndole de nuevo—. Alegremos nuestros corazones y dejemos de jugar a las adivinanzas. Yo ya soy muy vieja, pero tú eres joven, estás lleno de fuerza y el futuro te pertenece. No lo temas, pues envejecerás feliz, ya lo verás. Además, recuerda que ellas siempre te protegerán —apuntó señalando a las cobras—, y yo también, donde sea que me encuentre.

* * *

Sejemjet recorrió los campos que tanto amaba y se empapó de la vida que éstos le regalaban, pues rebosaban de todo lo que era bueno para el hombre y el resto de las especies que con él convivían en el fértil valle. Pasó las horas nadando en el río y tumbándose en sus orillas para secarse al sol, igual que hacían los cocodrilos. Él los observaba retozando en la arena de las pequeñas islas que solían formarse, y éstos le miraban con curiosidad aunque no demostraran ninguna intención de molestarlo. Incluso llegaron a aparearse sin ningún pudor en su presencia, como si fuera uno de ellos.

A Sejemjet aquella vida le parecía la mayor bendición que se podía recibir de los dioses. Si Kemet era la tierra elegida por ellos, el río y sus márgenes significaban todo lo que un hombre podía desear. En aquel lugar todo florecía como impulsado por un hálito creador que en sí era un misterio, como también lo fuera la misma crecida. Ningún sitio como aquél para dar sentido a la vida de un hombre, se dijo.

Una mañana acudió a visitar al viejo Ibi, cuyo ganado guardara de niño antes de que Montu lo reclamara para combatir por el señor de Egipto, pero el anciano ya no se encontraba en el reino de los vivos. Al parecer, Osiris lo había reclamado hacía más de un año, llevándoselo sin avisar.

Sejemjet sintió pena al enterarse del fallecimiento del viejo, ya que guardaba un nostálgico recuerdo de él. Mas así era la vida en el Valle. Los hombres y las mujeres pasaban por aquella tierra con más rapidez de la deseable, para diluirse en sus milenios de Historia como si fueran cenizas arrojadas al viento del sudoeste. Sin embargo, experimentó una gran emoción al reconocer parte del ganado que arreó de chiquillo. El díscolo pollino que él mismo solía montar se acordaba de él, y fue a saludarlo como si se tratara de un amigo de toda la vida. El joven lo acarició, y también le dedicó algunas palabras cariñosas que el animal pareció entender.

Poco tenían que ver, sin duda, las duras marchas sobre los polvorientos caminos de Canaán con aquel vergel en el que se diría que cada cosa ocupaba su sitio. Quizás el Toro Poderoso tuviera razón, y fuera necesario civilizar a los demás pueblos para que algún día pudieran disfrutar de algo semejante.

Una mañana se presentó un emisario de palacio. Traía una misiva por la cual el príncipe Amenemhat le invitaba a visitarlo esa misma tarde, si sus ocupaciones se lo permitían.

—Mi señor me ha comunicado que se sentiría honrado si accedieras a visitarlo, noble Sejemjet —le había dicho el emisario.

—Dile que asistiré gustoso —había respondido el joven.

A Sejemjet no le extrañó que el príncipe demandara su presencia, pues ya se lo había advertido, aunque sí el que lo hiciera con tanta celeridad.

Aquella tarde Sejemjet se presentó ante el príncipe, y éste lo recibió con una franca sonrisa.

—Mi corazón se alegra ante tan noble invitado —señaló Amenemhat calurosamente.

—Yo sirvo al dios y a su casa —dijo el joven inclinándose.

—En verdad que me satisface tu presencia —exclamó el príncipe sin ocultar la simpatía que sentía por él—. Hoy me visitan algunos amigos, y deseaba que nos acompañaras. Pero antes quisiera mostrarte algo.

Amenemhat le hizo un gesto para que le siguiera, y juntos se dirigieron hasta los establos reales. Por el camino, le explicó algunos pormenores de la organización de los escuadrones de carros, y detalles de sus tácticas de combate.

—Vivimos una época fascinante —decía el príncipe sin ocultar su pasión—. Kemet se abre a un mundo nuevo que le hará poderoso, algo impensable tan sólo un siglo atrás. La tierra a nuestro alrededor se expande para mostrarnos nuevos caminos. Ya nada será como antes.

Sejemjet lo miró, pero no dijo nada. Él no estaba seguro de que fuera necesario cambiar lo que tan bien había funcionado durante milenios.

—Cada día surgen nuevas ideas, y el armamento se perfecciona con cada batalla. Todo está en permanente evolución. Seguro que te das cuenta de eso.

Sejemjet comprendía perfectamente lo que le decía, aunque él tuviera su propia visión sobre la modernidad.

—¡Qué hermosos caballos! —exclamó casi sin poder reprimirse, pues sentía gran amor por estos animales.

—Son los mejores de Egipto, sin duda —aseguró Amenemhat orgulloso—. Descienden de los mejores sementales del dios.

—Son nobles y poderosos —apuntó Sejemjet aproximándose a ellos. Acto seguido comenzó a acariciarlos mientras les susurraba. A ellos pareció gustarles.

—¡Reshep me asista si no es cierto lo que veo! —exclamó el príncipe gozoso—. Te han aceptado nada más verte, y te advierto que son muy recelosos de los extraños. No les gustan los desconocidos, y en cambio a ti te brindan su amistad.

Sejemjet no hizo caso de las palabras del príncipe, pues acariciaba a los animales mientras continuaba con lo que parecía ser una conversación de lo más interesante, ya que los caballos aparentaban prestarle mucha atención, e incluso restregaban sus cabezas suavemente contra él.

—No había visto nunca nada parecido —se maravillaba Amenemhat—. ¿Has servido alguna vez en la división de carros?

—No —contestó el joven impasible, en tanto acariciaba a un hermoso bayo—. Y espero no hacerlo nunca.

Aquella respuesta sorprendió al príncipe.

—¿Por qué dices eso?

—Me gustan los caballos, no quisiera verme obligado a conducirlos a la muerte —explicó sin inmutarse.

Amenemhat parpadeó repetidamente sin comprender el alcance de aquellas palabras.

—Si guío una biga en la batalla es para salir victorioso —aclaró el joven—, y eso significa que la muerte saldrá a recibirme. Mi padre Set y mi brazo me protegen de la Devoradora, pero ¿quién se ocupa de ellos? Cuando acaba la lucha siento un gran pesar al ver a estos animales tendidos en el campo de batalla.

El príncipe lo miraba asombrado, pues nunca hubiera sido capaz de plantearse algo así.

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