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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (9 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Este contingente, al mando del general Djehuty, hizo toda una demostración de su capacidad operativa al imprimir un ritmo de marcha verdaderamente asombroso. Djehuty y su división recorrieron los ciento noventa kilómetros que separaba Tjaru de la ciudad costera de Gaza en apenas diez días, durante los cuales no cesó el hostigamiento de los grupos afines a la alianza del príncipe de Kadesh.

Fue en el transcurso de una de aquellas escaramuzas cuando Sejemjet mató a un hombre por primera vez. Su compañía se había separado del grueso del ejército en busca de agua, cuando fueron atacados por una banda de shasu, una tribu originaria del norte de Palestina que había extendido su influencia al aprovecharse del clima beligerante que imperaba en la región. El grupo se había apostado junto a uno de los pozos, a la espera de que los egipcios se dispusieran a sacar agua para atacarlos. Sin embargo, el plan no les resultó favorable, pues fueron rechazados, sufriendo un gran número de bajas. Cuando Sejemjet cortó el cuello a su primer oponente, sus compañeros prorrumpieron en gritos de entusiasmo que se transformaron en vítores al ver como el enemigo huía tras un corto combate.

—¡El
w’w neferw
ya es un verdadero
meshawl
—exclamó gozoso el grande de los cincuenta que era su oficial al mando—. Con esta acción has dejado de ser un recluta para convertirte en un auténtico soldado de infantería. Eres digno de Montu. Ofrezcámosle pues su primera pieza —dijo mientras cortaba una de las manos de la víctima—. Toma —señaló sonriéndole—, éste es tu trofeo. Muéstraselo al
sesh mes
para que lo registre.

Cuando, ya en el campamento, el escriba del ejército vio aparecer al joven con el macabro despojo, lo miró sin ocultar su desdén.

—Supongo que a partir de hoy te creerás Montu redivivo, ¿verdad? —dijo en tanto apuntaba el hecho en un papiro. Sejemjet lo miró sin contestarle—. Te advierto que estas hazañas de nada te valdrán si pierdes cualquier parte de la impedimenta que se te entregó —continuó el escriba observándole sin parpadear siquiera.

Aquel tipo de admoniciones eran algo habitual. Con ellas los escribas prevenían a los soldados sobre lo que les ocurriría si cometían alguna falta, a la vez que les hacían ver que por muy valientes que fueran en el campo de batalla, finalmente debían acatar las normas que ellos hacían cumplir. Sin ir más lejos, a cada soldado le eran entregadas una serie de armas que eran registradas por el escriba. Éstas se hallaban numeradas y procedían de los talleres ubicados en los cuarteles generales de Menfis y Tebas, a cuyo cargo se encontraba el jefe de los Arsenales del señor de las Dos Tierras, un título de gran importancia. Por consiguiente, el Estado era el propietario de dicho armamento, y desde el instante en que se lo entregaba a cada soldado, éste era responsable de él, de tal forma que si lo extraviaba debía hacer frente a las consecuencias.

En realidad los escribas resultaban una pieza fundamental dentro del ejército, ya que era tarea suya llevar el estado de cuentas de los víveres y de todas las raciones necesarias para alimentar a las tropas, así como el cálculo de los suministros. Además, eran los encargados de contabilizar los botines y las listas de bajas y prisioneros que hacía cada soldado para la obtención de futuras recompensas. Otra de sus misiones consistía en informar sobre las obligaciones militares a los soldados, y llevar las listas de desertores y los delitos cometidos.

Cada división de cinco mil hombres constaba de veinte escribas, uno por cada compañía de doscientos cincuenta soldados y, aunque estaban adscritos a un comandante, su poder era enorme, pues ellos confeccionaban los informes en los que se elegían a los soldados que resultaban idóneos para formar parte de las tropas de élite, y administraban los castigos, siéndoles asignada además la dirección de las cárceles militares. Escriba de la prisión del ejército era uno de los títulos que más los enorgullecía, y por el que hacían constantes méritos con una particular política de severidad y duros castigos.

Ni siquiera los comandantes se hallaban libres de su puntillosa forma de proceder, ya que el reglamento contemplaba que podían ser castigados si cometían abusos.

Como es obvio, los soldados eran conscientes del poder que ostentaban los escribas y andaban con mucho cuidado con ellos. A pesar de su corta edad, Sejemjet ya había sufrido algún que otro atropello de sus manos, aunque no los temía.

Como a cada soldado de su sección, habían pertrechado a Sejemjet con una fina cota de lino que cruzaba sobre su pecho, una daga, un escudo de madera forrado con piel de vaca y un hacha que podía ser empleada como una maza. También le habían dado un faldellín de cuero en forma de corazón, que le llegaba hasta las rodillas y con el que cubría sus partes, un casco de bronce y una cuerda en la que debía atar las manos de sus víctimas para posteriormente presentarlas al escriba.

Ahora que se encontraba frente al
sesh mes
para mostrarle su primer trofeo, el joven se dio cuenta al instante de que la aguda mirada del escriba le había inspeccionado de arriba abajo en busca de cualquier detalle por el que le pudiera amonestar.

—Bien, Sejemjet —oyó que le decía con cierta sorna—, veo que eres de pocas palabras, lo cual puede que te ahorre problemas, aunque a mí no me engañas. Muchos como tú han pasado ya por mis manos, gente de la peor estofa a la que sé cómo tratar. Supongo que ya habrás oído hablar de mí. Mi nombre es Merka y soy muy popular entre la tropa, je, je... Espero que no me obligues a tener que castigarte nunca. Ahora puedes marcharte.

Así fue como Sejemjet y Merka cruzaron sus caminos por vez primera, preludio de lo que Shai, el que determina el misterioso sino de cada cual, había dispuesto.

Por la noche, acurrucado junto al brasero con el que solían calentarse los soldados, Sejemjet escuchaba las historias que una y otra vez contaban los veteranos. Relatos de muerte, robos y atropellos, a los que no prestaba atención. Abstraído, ya atenazaban su corazón sombríos pensamientos cuando una voz conocida le devolvió a la realidad.

—¡Mini! —murmuró sorprendido—. Cuánto me alegro de verte.

Aunque los dos amigos formaban parte de la misma división, se hallaban en unidades diferentes, pues Mini estaba en el cuerpo de arqueros, uno de los destinos mejor considerados.

—Pero ¿qué haces aquí?

—He querido venir a felicitarte por tu primera acción —dijo Mini, sentándose junto a él—. Aquí las noticias corren como el viento.

Sejemjet se encogió de hombros.

—En realidad te envidio —prosiguió Mini—. No veo la hora de entrar en combate, aunque será difícil poder distinguirme.

—¿Por qué dices eso?

—Los nubios son unos arqueros extraordinarios, dudo mucho que pueda llegar a ser mejor que ellos. Tú en cambio eres dueño de tu suerte. En primera línea forjarás tu leyenda. Ya eres famoso, recuerda que te lo vaticiné.

—¿Famoso, dices? —se sorprendió Sejemjet.

—Muchos dicen que Montu te ha señalado. ¿Cómo si no pudiste vencer a un hombre que casi te doblaba la edad? ¡Sólo tienes dieciséis años! En el campamento están admirados. Casi todos los
mesbaw
de nuestra edad mueren enseguida.

—Quizá mañana llegue mi turno —dijo Sejemjet, lacónico.

—¡Por los dioses, espero que no! —exclamó Mini dándole una palmadita en la espalda—. Mi padre, el viejo Ahmose, quiere vernos regresar triunfantes. Me lo hizo prometer antes de partir.

Ambos amigos rieron.

—Entonces brindará por nosotros.

—¡Y mi madre nos preparará una cena deliciosa! —exclamó Mini sin poder contenerse.

Cuando ambos amigos se despidieron, Sejemjet permaneció pensativo durante un largo rato. De nuevo se sintió embargado por extrañas emociones que no era capaz de descifrar. Preguntas que no tenían respuesta, y la sorpresa de haber descubierto una parte de sí mismo que le era desconocida. Se trataba de una sensación que le abrumaba, y que le resultaba tan pesada como una de aquellas piedras de granito con las que se construían los templos. Mas de nada valía engañarse. Dormido en el interior de su naturaleza moraba una suerte de genio infernal. Alguien que, agazapado, había esperado durante todos aquellos años para hacerse corpóreo. Su amigo se equivocaba al pensar que Montu, el dios guerrero tebano, era su valedor en la batalla. Ahora lo sabía bien. Siempre había sentido que era a Set, el terrible dios de la ira, al que debía rendir pleitesía, y aquel día se había mostrado en su interior con toda su colérica majestad.

Lo peor no había sido el haber cortado el cuello a aquel hombre que desde el suelo le imploraba su perdón; lo peor era que había disfrutado al hacerlo.

El ejército de Djehuty recorrió el interior de Canaán como si fuera el
kbamsin,
el temido viento del desierto, asolando todo cuanto se le opuso. El viejo general estaba harto de las continuas rebeliones entre los príncipes locales que mantenían una constante beligerancia contra Kemet. Durante las anteriores campañas, Egipto había tratado de consolidar sus posiciones en Palestina, apoderándose de las principales plazas de la costa siria, así como de los puntos estratégicos del interior. Mas en cuanto el grueso del ejército del faraón regresaba al país de las Dos Tierras, las tribus volvían a sublevarse contra las guarniciones, incitados por el príncipe de Kadesh y, sobre todo, por el reino de Mitanni que, desde el norte, mantenía aquel clima de permanente inestabilidad.

Ni las represalias ni los terribles saqueos perpetrados por las tropas egipcias durante la cuarta campaña habían tenido los resultados apetecidos, pues una y otra vez volvían a registrarse pequeños enfrentamientos y escaramuzas en los territorios conquistados.

A Djehuty, gobernador de Siria, hacía tiempo que la paciencia se le había acabado, por lo que dio orden a sus hombres para que sofocaran cualquier tipo de resistencia como mejor les pareciera. Semejantes palabras eran más de lo que cualquier soldado pudiera desear, pues conllevaban el permiso para saquear lo que creyeran conveniente, así como la posibilidad de conseguir un buen botín. Si el general deseaba dar un escarmiento a esas gentes, ellos estarían encantados de satisfacerle.

El plan era dirigirse hacia el norte, atravesando Canaán, hasta la ciudad de Kumidi, en el valle de La Bekaa, para posteriormente reunirse con el grueso del ejército del faraón y dirigirse hacia Kadesh, donde asestarían el golpe definitivo.

La expedición se desarrolló tal y como Djehuty había planeado. Un veterano como él sabía muy bien cómo tratar a los soldados, y también el modo de alimentar sus almas, ávidas de fortuna, pues conocía la ambición del que nada posee.

Desde Gaza hasta Kumidi, las tropas de Djehuty sometieron a sangre y fuego a todos aquellos que se interpusieron en su camino. Sejemjet fue testigo directo de la barbarie humana y, a la postre, un alumno aventajado de todo aquello que los
menefyt,
los veteranos, tuvieron a bien enseñarle. Éstos se sorprendieron de la capacidad que demostraba aquel muchacho a la hora de llevar la desgracia a los corazones de los cananeos, y también de la facilidad con que los despachaba en cuanto le hacían frente. En poco tiempo empezaron a circular las primeras historias que exageraban sus gestas, y antes de llegar a Kumidi su nombre ya era conocido en toda la división.

Cada tarde, Sejemjet regresaba al campamento con su hatillo repleto de manos, y numerosas armas incautadas al enemigo. Nada menos que treinta manos llegó a entregar al
sesh mes
en apenas unos días, más que ningún otro soldado de la división. Al principio, Merka no daba crédito a lo que veía, pero enseguida intuyó que aquel joven podría serle de utilidad, por lo que decidió mostrarse amable con él.

—¡Magnífico! —exclamaba al ver cómo cada día el muchacho le hacía entrega de su botín—. Todo quedará reflejado a fin de que seas debidamente recompensado —aseguraba el escriba mientras garabateaba con su cálamo en el papiro.

A Sejemjet las palabras del escriba le sonaban huecas, mas no le importaba. Los botines le tenían sin cuidado, y sólo anhelaba salir del campamento cada mañana en busca de un enemigo a quien combatir. Una fuerza a la que no cabía oponerse se había manifestado en su interior. Era un impulso contra el que su razón nada podía, y que le conducía indefectiblemente a un juego en el que siempre estaba presente la muerte. La lucha era como un manantial del que necesitaba beber para sentirse vivo, mas cuando regresaba al campamento su corazón distaba de sentirse satisfecho. Entonces tomaba conciencia de que aquella agua nunca le saciaría, y sólo serviría para que su
ba
venciera la balanza el día en que pesaran sus pecados ante el Tribunal de Osiris.

Cuando las huestes de Tutmosis III se unieron a las de Djehuty, toda la división Set sabía de lo que era capaz aquel joven que aún no había cumplido los diecisiete años. Decían que no se recordaba en el ejército un caso semejante, y no eran pocos los que aseguraban que el dios de la tempestad se había reencarnado en él para dotarle de una fuerza sobrehumana. ¿Cómo si no era capaz de abatir a soldados curtidos en mil batallas? ¿Cómo era posible que demostrara semejante destreza en el uso de las armas? La única respuesta posible era que Set había decidido otorgar su poder a aquel joven,
y
esto a todos llenó de temor.

* * *

Las tres divisiones del faraón se presentaron ante las murallas de Kadesh dispuestas a conquistar la ciudad al precio que fuera. Era la segunda vez que Menjeperre se plantaba ante su príncipe, pues ya en su primera campaña, desarrollada ocho años atrás, el señor de las Dos Tierras asedió la plaza de Meggido durante siete meses, en una operación militar que resultaría memorable. Sin embargo, en aquella ocasión, el príncipe, que se escondía en dicha ciudad, logró escapar hacia su capital del norte, y durante todos aquellos años no había cejado en su empeño de levantar a los países vecinos contra el faraón.

Cuando el ejército de Tutmosis III acampó frente a la ciudad, todos los pueblos de las inmediaciones ya habían sido saqueados, y la mayor parte de sus campos quemados. Además, el dios ordenó que se talaran los árboles de los bosques cercanos, y que se edificaran fortificaciones alrededor de Kadesh para asediar la ciudad convenientemente. Asimismo, estableció su campamento tomando todas las precauciones a fin de poder repeler cualquier ataque enemigo. Para ello hizo excavar un gran foso alrededor del real, y levantar empalizadas con enormes picas en las que dejó apostados centinelas para que las vigilaran. En el centro del campamento montó su tienda, y en torno a ella se levantaron las de sus oficiales. Un acuartelamiento enorme, que bullía repleto de hombres en busca de su ración de gloria.

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