Read El hijo del desierto Online

Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (29 page)

BOOK: El hijo del desierto
11.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Al oír aquellas palabras, el semblante de Amenemhat se iluminó como quien se siente un predestinado. El verbo de Tjanuny tenía la facultad de subyugarle, y quizá fuera ése el motivo por el que cultivara su amistad.

—Los dominios de Kemet se extenderán por doquier y será el faraón quien lo determine, no sus soldados —apuntó el escriba.

—Yo sirvo al dios —dijo Sejemjet, atravesando con su mirada al repelente escriba—, y tú haces lo mismo, o al menos eso deberías.

Tjanuny no pudo evitar esbozar un rictus de desprecio. Que semejante analfabeto se atreviera a contestarle de aquella forma era algo que no estaba dispuesto a tolerar, aunque Montu se hallara en la tienda del príncipe.

—Tu impertinencia corre pareja con tu cólera. Aseguran que, en ocasiones, no la puedes contener y ahora lo comprendo —dijo el escriba.

—Poco sabes de mi cólera, funcionario, y espero que nunca llegues a averiguarlo —replicó Sejemjet tranquilamente.

Tjanuny lo miró como quien se siente herido en lo más profundo de su desmesurado orgullo. Jamás hubiera pensado que un simple soldado como aquél tuviera la osadía de contestarle de tal manera. Sobre todo porque no había que olvidar que su graduación como escriba militar era elevada.

—Ya que eres tan considerado —indicó Tjanuny—, no olvides que debes dirigirte a mí como comandante.

—Dejemos las cuestiones que sólo a mi padre el dios incumben, y alegrémonos de la nueva victoria que en esta hora le ofrecemos —intervino el príncipe, dispuesto a zanjar aquella discusión—. Me desagrada oír hablar así a mis valientes.

Sejemjet se sonrojó sin poder remediarlo, y Tjanuny hizo un ademán con el que se disculpaba. El general, que había asistido a la escena como convidado de piedra, se sintió íntimamente satisfecho, pues en el fondo le disgustaba la creciente estrella del escriba que apenas era un joven imberbe; mas se cuidó de decir nada. Como bien sabía, cada uno debía velar por sus intereses.

En un tono de natural displicencia, el príncipe dio por concluida la reunión, y cuando sus invitados abandonaban la tienda pidió a Sejemjet que se quedara un momento.

—La Administración y el ejército mantienen rencillas milenarias, aunque te adelanto que mi padre no está dispuesto a que continúen —dijo—, y yo tampoco, si Horus decide algún día reencarnarse en mi persona.

Sejemjet lo miró sin decir nada, pues poco le importaban tales detalles.

—Ambos pilares deben trabajar juntos, ya que sobre ellos descansará el Estado. Sólo así seremos verdaderamente fuertes, por lo que debemos evitar las disputas. El gran Tutmosis ha decidido acercar su ejército a la propia Administración del Estado. Prueba de ello es la presencia de Tjanuny aquí. Él ha sido designado cronista oficial de todas las campañas que realice el dios, ¿comprendes?

—Lo entiendo, mi príncipe —se apresuró a contestar el joven, a quien la Administración le parecía un reducto de no pocas insidias. Tener que luchar al lado del escriba sería lo último que desearía.

Amenemhat lo miró de soslayo mientras escanciaba vino en dos copas. Luego se volvió sonriente hacia el joven para ofrecerle una.

—Es vino
nedjem
, de los viñedos que el dios posee en Abydos. Confío en que te guste.

Sejemjet tomó la copa y por cortesía bebió un sorbo.

—Mmm, está bueno —dijo tras paladearlo unos instantes.

—Es mi perdición —apuntó el príncipe—, aunque te aconsejo que no te aficiones demasiado a él.

Sejemjet dio otro sorbo, y dejó su copa sobre la mesa. Tal y como aseguraba Amenemhat, aquel néctar era un peligro en todos los sentidos.

—Te confieso que la toma de Ullaza me ha supuesto una enorme satisfacción. Como seguramente podrás imaginar, el faraón tiene grandes proyectos de futuro y este enclave, y sobre todo su puerto, eran fundamentales para poder llevarlos a cabo. La conquista de la ciudad, las imágenes del combate en las almenas... Fue un espectáculo que nunca olvidaré, aunque mis escuadrones de carros no participaran en la lucha. —El príncipe hizo una breve pausa para mirarle y luego continuó—: Cuentas con mi reconocimiento, Sejemjet, pues eres grande entre los soldados del rey. Deberías formar parte de sus
kenyt nesw
—afirmó, convencido de que al joven que ahora tenía ante sí le sobraban méritos para convertirse en uno de «los valientes del rey», el cuerpo de élite de los soldados del faraón.

—Como dije antes al noble escriba, yo sirvo al dios —contestó el otro, que no entendía de supuestos.

El príncipe pareció considerar un momento aquellas palabras, y acto seguido dio un nuevo sorbo de su copa.

—Sería de justicia —indicó al tiempo que chasqueaba la lengua con deleite—. Ni Mehu puede igualarse contigo. Aunque eso no puedo decírselo a mi padre. Le tiene en gran estima, ¿sabes? —Sejemjet asintió, dándose por enterado—. Cuídate de Mehu; nunca admitirá que exista un guerrero mejor que él en el país de la Tierra Negra.

Durante unos instantes se hizo un embarazoso silencio.

—Bah —dijo el príncipe al fin—. No hagamos conjeturas de lo que todavía no se ha planteado. En realidad quería verte para manifestarte mis simpatías, y también por alguna otra cuestión de la que te supongo enterado.

Sejemjet no pudo disimular la turbación que le produjeron aquellas palabras. Sin querer, sentía un extraño vacío en el estómago; éste parecía atenazado por unas invisibles garras que le producían una incontrolable ansiedad.

Amenemhat lo miró divertido, pues adivinaba cuanto le ocurría.

—¿Será cierto que el amor ha tocado el duro corazón del guerrero? —inquirió sonriente.

Sin poder remediarlo Sejemjet se frotó las manos con nerviosismo.

—Te advierto que no hay nada malo en ello —prosiguió Amenemhat—. Sólo Hathor, la diosa que rige tales sentimientos, es capaz de ablandar una piedra como ésa. Supongo que la afortunada se hallará cercana a los Campos del Ialú ante semejante perspectiva.

Sejemjet lo miró sin atreverse a decir nada.

—Vamos, hombre. Conmigo no tienes que disimular. En este asunto soy el único aliado que tienes —señaló el príncipe sin ocultar su alborozo, pues ver a tan terrible guerrero sometido por la timidez le causaba un gran regocijo—. ¿Cuánto tiempo hace que no os veis? —quiso saber de repente.

—Seis meses y veinte días —suspiró el joven.

—Vaya. Llevas muy exacta la cuenta. No hay duda de que la amas.

—No hay noche que no me acuerde de ella —se lamentó Sejemjet.

—¡En verdad que te envidio! —exclamó el príncipe con cierta teatralidad—. Debe de ser magnífico experimentar un sentimiento como ése todas las noches. Te hace sentir vivo, sin duda. Eres más afortunado de lo que crees.

—No estoy tan seguro de eso, mi príncipe. Me temo que Hathor, como tú decías, no tenga el camino libre en esto.

—Mmm, ya veo —dijo Amenemhat para quitarle importancia—. Temes que los obstáculos que se alzan ante la diosa resulten insalvables; más altos que las murallas que tú eres capaz de conquistar, ¿no es así?

—Mis manos se encuentran atadas. No sé qué puedo hacer.

—En eso no te falta razón, aunque no debes olvidar que el amor es cosa de dos, o al menos así debería ser. —Aquel comentario le hizo gracia, y el príncipe soltó una irreprimible carcajada—. Perdona, Sejemjet, no es mi intención burlarme —apuntó conciliador—, pero es que conociendo a mi familia, nunca pensé que una frase pudiera ser tan acertada.

Sejemjet fue incapaz de reprimirse más, y alzó su mirada suplicante hacia el príncipe.

—Dime cómo está ella. ¿Se encuentra bien?

Al príncipe le pareció que la voz del joven se quebraba por la ansiedad.

—Tan enredadora como de costumbre. Imagínate que no se le ha ocurrido nada mejor que hacerme partícipe de vuestra aventura. —Sejemjet se sonrojó al escuchar aquello y Amenemhat rompió a reír—. No te preocupes. Te advierto que no es la primera vez que me pide algo así aunque, por lo que parece, en esta ocasión Hathor ha llamado con fuerza a su puerta.

Sejemjet movió la cabeza confundido.

—Por lo que a mí respecta me gustaría que fueras capaz de sentar su caprichosa cabeza, aunque ya te prevengo de que no es tarea fácil, pues es terca, vanidosa, mimosa, y tiene un genio propio del Amenti —indicó el príncipe.

—Eso no me preocupa. Nadie mejor que tú para saber dónde radica el principal problema.

—Sobre eso poco puedo yo hacer más que mantener mi discreción. A mi madre no le gustaría saber que me presto a este tipo de juegos. No quiero imaginarme su furia en caso de que llegara a enterarse. Por ello, tal y como también aconsejé a mi hermana, os recomiendo que extreméis vuestra prudencia y seáis discretos. No debes contar esto a nadie, ¿comprendes? Ni siquiera a quien creas tu amigo. Si Hathor ha decidido que caminéis juntos tú y mi hermana por la misma senda, deberéis tener paciencia y obrar con astucia.

Sejemjet hizo una mueca de desesperación.

—El futuro del que tú hablas está en nuestra contra. Puede que pasen años hasta que regrese a Egipto. Para cuando vuelva, quizá todo haya terminado. La lejanía hace frágiles los sentimientos.

—Será el precio que deberéis pagar para saberlo.

—Dile a Nefertiry que...

El príncipe hizo un gesto con el dedo para que se callara.

—No pronuncies nunca su nombre. Es un consejo que te doy.

Sejemjet pareció desesperarse.

—Dile al menos todo lo que siento por ella, y también que los años nada significarán para mí, ya que su recuerdo está tan vivo como el primer día en que la vi.

—Le contaré en lo que te has convertido, y también lo que veo en ti. Llevas en tu sangre la tierra de Kemet, como cualquiera de nosotros. —Sejemjet lo miró con agradecimiento—. Ah, casi se me olvidaba. Ella me dio algo para ti.

El joven observó cómo el príncipe se dirigía hacia unos anaqueles cercanos de donde cogió un papiro enrollado.

—Ella misma lo escribió. Como verás —señaló malicioso—, el rollo está lacrado con su nombre. Insistió en que te dijera que lo leyeses en la primera noche de luna llena; que tú lo entenderías.

Sejemjet sonrió tal y como haría un niño al ser sorprendido con el mejor regalo.

—Dile que será como ella quiere.

—Bien, creo que de momento quedo liberado de mi labor de encubridor. Ahora tú deberás hacer algo por mí.

—Lo que desees, mi príncipe.

—¡Espléndido! Enséñame a luchar con los bastones.

* * *

La añoranza se había instalado en el corazón de Nefertiry sin remisión. Desde su palacio en Tebas, la princesa veía pasar las horas con la melancolía propia de quien se siente en poder de los anhelos y a la vez con la esperanza de que, un día, éstos se vieran satisfechos. Su amado llenaba toda su vida, pues se le presentaba de improviso en cada rincón del palacio, en cada pasillo o en las orillas del río, al que últimamente tanto se había aficionado a visitar.

El rostro de semidiós inalcanzable, su mirada dura y a la vez cargada de misticismo e incluso de vulnerabilidad cuando los más puros sentimientos asomaban a ella, su cuerpo poderoso surcado de cicatrices, su aspecto misterioso que le hacía parecer un sacerdote guerrero, como si en él tuviera lugar la más extraña de las simbiosis; todos estos aspectos se le presentaban de improviso para llenar de ansiedad su corazón, al tiempo que lo envolvían con el manto de la ilusión, del aliento, de la fe en un amor que ella sentía más fuerte que todos los ejércitos de su divino padre. No había fuerza en la Tierra capaz de doblegarlo, pensaba la princesa, convencida de que sus sentimientos eran lo único que importaba y que la vida sin Sejemjet no tenía sentido para ella.

Todas aquellas emociones convivían a diario con Nefertiry en una vorágine alimentada por su naturaleza apasionada. Era una prueba que, en no pocas ocasiones, le resultaba difícil de superar, ya que sentía irrefrenables deseos de huir en busca de su amado al lejano Retenu, o hasta el fin de la Tierra si fuera preciso. Semejantes pensamientos la enardecían, y le hacían ser presa de una mayor desesperación ante la imposibilidad de llevarlos a cabo.

Nefertiry sabía muy bien lo frágil que era su situación, y esa misma idea de vulnerabilidad le hacía conducirse con gran prudencia y tiento. Su natural astucia trabajaba en cada detalle que la rodeaba, a fin de evitar cualquier gesto que delatara el fuego que la devoraba. Como bien sabía ella, a su alrededor existían ojos capaces de ver lo que pocos podían, y la sombra de su madre estaba por todas partes, acostumbrada a controlar cuanto ocurría en derredor, pues no en vano en ello iba su propia supervivencia.

Por esa causa Nefertiry continuó con su vida normal, tal y como la había disfrutado siempre. Siguió acudiendo a las fiestas a las que solían invitarla sus habituales amigos, y ante ellos mostró el mismo comportamiento que ya conocían. Disimuló sin ningún esfuerzo el poco placer que le producía el asistir a ellas, y se esforzó en parecer tan caprichosa y frívola como de costumbre. Hasta se permitió la licencia de coquetear sin reparos y regalar su encantadora sonrisa a los galanes que la acompañaban. Todo le parecía poco para guardar las apariencias, para encubrir sus verdaderos sentimientos, su gran secreto.

Los días se convirtieron en meses, y éstos cayeron sobre sus esperanzas con la contundencia que sólo el tiempo es capaz de mostrar. Contra él nada podía hacer sino aguardar a que le fuera propicio, y a que pasara lo antes posible. La princesa se aficionó entonces a ir al río a bañarse. Su sola vista le traía recuerdos que aún le quemaban el alma, aunque era el contacto con las aguas lo que le hacía sentir con mayor fuerza la presencia de Sejemjet. Allí se dejaba rodear por la suave corriente, e imaginaba que eran los poderosos brazos de él los que la abrazaban y la atraían hacia sí.

Más tarde, en la intimidad de su habitación, Nefertiry se acariciaba e imaginaba el cuerpo desnudo de su amado junto a ella, enardecido por la pasión, listo para penetrarla. Aquel mero pensamiento le hacía gemir de deseo y, en ocasiones, la madrugada la descubría empapada, luchando por satisfacer lo que ella sola no podía.

Un día llegaron noticias de Retenu, y de la gran victoria que de nuevo los ejércitos de su padre habían conseguido contra la chusma asiática. Ella odiaba íntimamente a aquellas gentes, pues las hacía culpables de que su amor no se encontrara a su lado. Al parecer su hermano, el príncipe Amenemhat, había reconquistado una ciudad de estratégica importancia y, según decían, un gran guerrero había vuelto a demostrar el poder que le habían conferido los dioses de la guerra; Sejemjet. La sola mención de su nombre en labios extraños le había producido una íntima satisfacción, una sensación difícil de explicar pero que la llenaba de orgullo a la vez que alimentaba su esperanza.

BOOK: El hijo del desierto
11.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Chasing the Lost by Bob Mayer
A Nation of Moochers by Sykes, Charles J.
Being There by Jerzy Kosinski
The Witch's Tongue by James D. Doss
Wyoming Lawman by Victoria Bylin
I Am an Executioner by Rajesh Parameswaran
Eating by Jason Epstein