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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (66 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Sejemjet necesitó poco tiempo para comprender que algo grave había sucedido. Durante varias noches esperó pacientemente a su amada entre los palmerales que daban al jardín de su casa sin obtener ningún resultado. Su espera había sido baldía, y sobre la villa parecía gravitar un ambiente de luto, pues no se escuchaba ni un solo ruido. «Algo terrible debe haber ocurrido», pensó el soldado, presa de los peores presentimientos.

Sin poder remediar su ansiedad se apostó cerca de la puerta principal para ver si podía averiguar algo, pero nadie salió ni entró en la casa, como si ésta se hallara abandonada. Su desesperación lo llevó a no moverse de allí durante horas, confiado en que antes o después alguien aparecería. Por fin vio entrar a un hombre en el palacete con un zurrón a cuestas, y al cabo de un rato, éste volvió a salir. Enseguida se percató de que era un
sunu,
y sin pensarlo dos veces lo abordó cuando llegó a la esquina.

El médico se sobresaltó al ver a aquel gigante que se le acercaba en plena calle, pero Sejemjet se plantó ante él con el propósito de no dejarle pasar hasta saber qué era lo que sucedía.

—¿Es grave lo que ocurre dentro de la casa? —le preguntó ahorrándose cualquier preámbulo.

—Soy un
sunu
adscrito al Templo de Amón. Deberías saber que no es posible que emita mis juicios públicamente,
tay srit.

—¿Es grave? —volvió a preguntar Sejemjet como si no hubiera oído nada de lo que el médico le había dicho.

Éste se puso de inmediato a la defensiva, pero al ver la catadura del individuo que tenía enfrente se lo pensó mejor. A él le daba lo mismo que alguien supiera que a la esposa del escriba inspector le habían dado una soberana paliza, aunque de inmediato sospechó de aquel hombre. Si semejante energúmeno tenía algo que ver con aquello, no era asunto suyo, así que decidió que no valía la pena volver a hacer referencia al secreto profesional.

—Por esta vez la señora ha salido con bien —dijo lacónico—. Aunque tiene algunos moratones y una herida en el pómulo, pero cicatrizará bien. Le he prescrito aplicaciones de grasa de buey mezclada con pulpa de vaina de algarrobo. Son asombrosas las propiedades que tiene el algarrobo —subrayó ufanándose de sus conocimientos.

Sejemjet lo observó un instante muy serio, y luego se dirigió hacia la casa con paso decidido.

Cuando el mayordomo abrió la puerta y lo vio se quedó boquiabierto. Jamás se hubiera podido imaginar semejante audacia después de todo lo que había ocurrido. Pero allí estaba, y con cara de buscar pelea. El lacayo apenas acertó a balbucear algunas protestas mientras Sejemjet lo empujaba para entrar en el interior. Acto seguido lo asió por el collar que pendía de su cuello animándole a que lo condujera hasta las dependencias de su señora. El mayordomo volvió a protestar, pero Sejemjet lo miró con tal furia contenida que al punto el sirviente entró en razones, y le pidió que lo acompañara.

—Yo no tengo nada que ver en esto, noble guerrero. Debes comprender mi situación —se disculpaba en tanto no dejaba de hacer reverencias.

Al entrar en el dormitorio y descubrir a su amada en aquel estado, el corazón de Sejemjet se deshizo por la pena. Ella estaba despierta, y al verle plantado junto a la puerta extendió sus brazos hacia él y empezó a llorar. El guerrero se precipitó hacia Isis para abrazarla con ternura. Entonces sintió las lágrimas resbalar por sus hombros, y tuvo la sensación de que éstas lo quemaban. Él trató de calmarla y con un ademán que no admitía discusión alguna hizo salir a los criados que la atendían.

—Escucha —le dijo entre susurros—. No puedes permanecer aquí por más tiempo. Debes irte. —Isis sacudió la cabeza angustiada—. Tú y tu madre tenéis que marcharos a Menfis. Tu hermano se hará cargo de vosotras. Si te quedas aquí, estarás en peligro. —Ella se abrazó de nuevo a él y lo besó en el cuello—. Mini debería haber tomado cartas en esto hace tiempo —musitó él sin poder evitarlo.

—Todo ha sido culpa mía —señaló Isis—. Pensé que si se enteraba de lo que ocurría, su carrera se vería en peligro. Merymaat es muy poderoso. Podría acabar con él cuando se le antojase. Mini cree que soy feliz.

—Ahora ya no hay solución, pero deberás hacer lo que te digo. Ve a ver a Hor. Él es un hombre influyente y bueno. Háblale de mí, él te facilitará tu viaje a Menfis. Prométeme que lo harás.

Ella no supo qué decir, y lo miró asustada.

—¿Y tu? ¿Qué piensas hacer?

—Nada de eso está en tu mano —le respondió con sequedad.

—¡Isis nos proteja! —exclamó ella abrazándole de nuevo.

—No debes preocuparte por mí, amor mío, sobreviviré. Pero tú mantente viva. Júramelo por la diosa que una noche nos dio su bendición.

—¡Pero yo no podré vivir sin ti! —se quejó Isis entre sollozos.

—Tendrás que aprender a hacerlo. Shai ya ha decidido el camino que debemos seguir. —Isis no podía contener las lágrimas—. No te lamentes de aquello que nos condujo hasta la felicidad. Piensa que regresaré por ti.

—¡No! No puede ser —protestó desesperada.

Él hizo un gesto para tranquilizarla.

—Dentro de poco la furia de Egipto caerá sobre mi memoria. Su justicia me perseguirá allá donde me encuentre, y no me darán respiro. Oigas lo que oigas, no creas nada de lo que cuenten de mí, ¿comprendes? Algún día volveré.

Ella dio rienda suelta a su aflicción y Sejemjet la separó con suavidad.

—Ahora debo marcharme, amor mío —le dijo en un tono que no admitía discusión—. Tengo algunos asuntos que tratar.

* * *

Tal y como le había sugerido Nehesy, Merymaat fue al palacio del visir. Aquella tarde Rajmire se encontraba ausente, pues se hallaba de visita en Coptos, circunstancia que aprovechó el escriba para llevar adelante lo que tenía planeado. En su lugar estaba su secretario, un
imira sesh
que ya apuntaba ambiciones soterradas y que Merymaat conocía bien. Al saber aquél que el primo del visir pedía licencia para verlo, lo hizo pasar a su despacho al momento.

—Me agrada verte cumplir con las funciones propias del
tiaty
en su ausencia —le dijo Merymaat a modo de saludo.

—Eres muy amable, gran Merymaat. Llevo tratando asuntos todo el día y éstos parecen no terminar de resolverse nunca.

—Lo comprendo, estimado colega. Me hago cargo de tu situación y de la deferencia que tienes al concederme parte de tu valioso tiempo. Mi querido primo no podía haber dejado en mejores manos las cuestiones de la Administración durante su ausencia.

El secretario hizo un ademán con el que le quitaba importancia a la cosa.

—Creo no exagerar un ápice en lo que te digo —continuó Merymaat—. Las funciones de mi cargo me permiten reconocer la valía de un hombre allá donde se encuentre. Al gran padre Amón tampoco le pasan desapercibidas. Sus ojos lo ven todo, y su omnisciencia es capaz de leer en los corazones de los hombres. Además, es generoso con aquellos que le sirven bien, y su poder tan grande que su favor puede encumbrar a sus elegidos, y a sus enemigos sumirlos en el ostracismo.

El escriba director le dirigió una mirada cargada de astucia. Él ya se había dado cuenta de que Merymaat no le visitaba por casualidad. Este sabía de sobra que el visir no estaba en Tebas, y era a él a quien quería ver, seguramente porque lo que deseaba proponerle no podía confiárselo a Rajmire, que era muy puntilloso a la hora de conservar las formas. El secretario, no obstante, mantenía buenas relaciones con los poderes que formaban parte del engranaje de la Administración, y también con el clero. Se dedicaba a la política desde hacía años, y su posición le permitía alimentar sus ambiciones para el futuro.

El escriba director mostró su expresión más amistosa, y sonrió a Merymaat.

—Qué deseas que haga por ti.

* * *

Sejemjet llevaba varias horas apostado en el cruce de caminos. Sabía que Merymaat había ido al palacio del visir y que tarde o temprano pasaría por allí de regreso a su casa. Era un lugar algo apartado, pues conducía a una vereda que discurría próxima a la orilla del río por la que se llegaba a la villa del escriba en poco tiempo. A aquella hora de la tarde, en la que ya se anunciaba el crepúsculo, el lugar se hallaba casi desierto, y los últimos trabajadores que labraban los campos hacía tiempo que habían regresado a sus hogares para celebrar la cena familiar, la comida más importante del día.

El guerrero se encontraba sentado bajo un sicómoro viendo la tarde pasar, sumido en torvos pensamientos. Muchos en su lugar quizás hubieran desechado aquellas ideas para tomar un camino bien diferente, que todavía podía elegir. Pero para él resultaba imposible, y ni siquiera el sagrado árbol contra el que estaba reclinado lo ayudaba a contemplar tal posibilidad. Era una utopía pensar que su corazón podría pararse a considerar semejantes cuestiones. Nadie le había enseñado nunca a dejar estar las cosas, y él ya no podía aprenderlo. Los demonios que tan bien conocía habían vuelto a presentarse y era imposible ignorar su llamada. Hacía mucho que sospechaba que su propia naturaleza tenía una suerte de pacto con ellos del que no podía escapar. Sólo así podría entenderse su determinación por emprender, una y otra vez, la senda que conducía hacia el caos con una obcecación que sorprendería hasta al mismísimo Set. No había sentimientos en él, ni sombras en su conciencia que le pudieran hacer recapacitar. Quizá por ese motivo la espera se le hiciese más tediosa, o simplemente ansiaba regresar de nuevo al mundo que le esperaba más allá de los cercanos cerros. Él era una criatura solitaria y contra eso no podía luchar.

Por fin vio luces de antorchas que se aproximaban a lo lejos. Hasta sus oídos llegaba el murmullo de las pisadas de una comitiva que se antojaba grande. Merymaat debía de haber tomado sus precauciones, cosa que al soldado no le extrañaba, aunque le diera lo mismo. El escriba estaba condenado, a pesar de que él se resistiese a creerlo.

Anochecía cuando el séquito llegó al cruce. En él iba Merymaat, dormitando en la silla de manos en la que lo llevaban, junto con hombres armados que lo escoltaban en silencio. El paraje estaba solitario, y al ver la figura que les cerraba el paso aquel grupo pensó que se trataba de algún paisano que se apresuraba por regresar a su casa. Mas enseguida se dieron cuenta de que, fuera quien fuese aquel individuo, parecía estar esperándolos. Su silueta se recortaba contra la poca luz que todavía les llegaba desde los cerros del oeste, y en ese momento, a lo lejos, se oyó el aullido de un chacal. Era un hombre enorme, y en una de sus manos sujetaba una
jepesh.
Al aproximarse más a él se percataron de que llevaba los distintivos propios de un portaestandarte; entonces los que iban en vanguardia se miraron un instante sin comprender lo que pasaba, pues aquel tipo no aparentaba tener intención de quitarse de en medio.

El que iba a la cabeza del grupo se adelantó con andar decidido y conminó al extraño a que dejara el paso franco. Mas como éste no se inmutara, desenvainó su espada y lo amenazó mientras lo insultaba. Entonces todo se precipitó.

Como ocurría cuando se desataban las terribles tormentas del desierto, el aire se saturó de desolación y un soplo devastador envolvió aquel lugar por completo. Sejemjet cortó la cabeza de aquel que le increpaba sin que éste se diera cuenta de lo que ocurría. Antes de que los miembros de la comitiva pudieran reaccionar, el portaestandarte ya había despachado a la mitad de los guardias sin ninguna dificultad. Los porteadores, al reconocerlo y ver lo que se les venía encima, soltaron el palanquín y salieron corriendo como si fueran perseguidos por la misma Apofis. Merymaat se despertó sobresaltado justo para ver cómo un genio que parecía surgido del Inframundo le cortaba un brazo de un tajo a uno de sus guardias. Hubo de pellizcarse repetidamente para comprender que no se trataba de ningún sueño; aquello era tan real como parecía. Entonces se acordó de Sejemjet, y de la advertencia que le hiciera, y el terror se apoderó de él.

En cuanto se dieron cuenta del tipo de hombre contra el que combatían, el séquito en pleno salió huyendo por donde había venido, dando gritos de pavor. El propio escriba saltó de la silla de manos sin dilación y corrió tan rápido como se lo permitieron sus rechonchas piernecillas, para ocultarse en uno de los cercanos palmerales. De vez en cuando miraba hacia atrás para ver si lo perseguía aquel energúmeno procedente del Amenti. Corrió y corrió, sabedor de que le iba la vida en ello, y cuando llegó al bosque pensó que tenía posibilidades de salvarse, pues era muy frondoso, y le resultaría fácil esconderse en él.

Enseguida se agazapó entre unos arbustos y se quedó quieto como una liebre, con todos sus sentidos alerta. No se oía nada más que el latido de su corazón, que pugnaba por salírsele del pecho. Merymaat trató de calmarse, y durante un buen rato permaneció atento a cualquier ruido que se produjera. Mas todo continuó en calma; allí no había ni rastro del animal que los había atacado. Fue entonces cuando empezó a concebir las primeras represalias. Al día siguiente aquella bestia quedaría empalada en la vía pública para que todo Tebas supiera lo que le esperaba a aquel que ofendiera su dignidad. Sintió una repentina repulsa al pensar que semejante vándalo fuera amante de su esposa, y decidió que ella debía ir a visitar a Osiris de inmediato. Así se acabarían las burlas para siempre, y todos los que lo criticaban se andarían con cuidado cuando se refirieran a él.

La luna salió aquella noche a primera hora y difuminó su pálida luz por entre el bosque en el que se encontraba el escriba. Ahora escuchaba croar a las ranas, aunque el palmeral pareciera solitario. Con cautela, Merymaat salió de su escondrijo como si fuera un reptil, y se volvió a detener al poco, vigilante. Allí no había nadie, así que decidió atravesar el bosque para llegar al río, que no estaba lejos. Luego le sería fácil localizar alguna patrulla de
medjays
que lo escoltara hasta su casa.

El escriba dio con una estrecha senda que discurría entre los arbustos. El resplandor de la luna la iluminaba claramente, y él se sintió más confiado. El Nilo se encontraba cerca, y Merymaat decidió apretar el paso, pensando que la salvación se hallaba próxima. Entonces oyó un crujido, como el que producen los matorrales al quebrarse. Se detuvo un momento y una oleada de pánico se apoderó de él por completo. Aguzó los sentidos sin atreverse a mover ni un solo dedo, pero no escuchó nada. Quizá se tratara de algún pequeño animal de los que acostumbraban a habitar aquellos parajes, se dijo para darse ánimos.

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