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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (61 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Todo ello podría encuadrarse dentro de lo normal e incluso de la más apasionada historia de amor. Un hombre que cae rendido a primera vista ante la belleza de una mujer puede ser digno de loa, y en todo caso no tendría por qué resultar extraño. Algo natural por tanto, si no fuera porque el escriba era un individuo un tanto peculiar.

Merymaat era un hombre inmensamente rico y poderoso. Pertenecía a una familia de rancio abolengo, pues era nieto, hijo y primo de visires, y toda su parentela ocupaba puestos de la máxima importancia tanto dentro de la Administración como del clero. Él mismo tenía a su cargo el correcto gobierno de unas cien mil hectáreas de terreno cultivable, y otros muchos bienes pertenecientes al Templo. Se decía de su persona que sucedería al viejo Amenemhat como administrador único de todos los bienes de Amón, pues el Oculto le había dado una buena disposición para manejar los números, y era muy listo para los negocios.

Merymaat ya había pasado de los cuarenta y nunca se había casado. Había quien decía que el trabajo le había ocupado todo su tiempo, y que sólo le interesaban los buenos negocios, aunque otros tuvieran diferentes opiniones. El escriba era un hombre que siempre se había relacionado con lo más granado de la sociedad tebana. Muchas jóvenes de las mejores familias habían iniciado relaciones con él, aunque a la postre ninguna se concretara. Pronto comenzaron a surgir rumores acerca de determinados problemas que afectaban a su virilidad. Las malas lenguas aseguraban que el escriba no era capaz de tener una erección, y el rumor acabó por convertirse en motivo de chismorreo entre los asiduos a las fiestas de la aristocracia local. Como suele ser habitual, las murmuraciones se convirtieron en verdades absolutas, y se hicieron algunos chistes al respecto que acabaron por llegar a oídos del interfecto. Éste, que era un hombre soberbio donde los hubiere, se enfureció de tal forma que casi le dio una apoplejía, y optó por no acudir nunca más a ninguna de aquellas fiestas de las que abominaba, para dedicarse únicamente a sus negocios.

Hizo votos a Hathor, como diosa del amor y la fecundidad, e incluso a Min, el dios itifálico de la abundancia de la naturaleza al que acudían no pocas muchachas con la esperanza de quedar embarazadas; pero todo fue en vano. Entonces frecuentó a
hekas
y hechiceras que terminaron por sumirle en el desánimo y la desesperación. Su problema parecía no tener solución.

Un día, por casualidad, vio a una pareja hacer el amor junto al río, y sin pretenderlo se excitó. Su miembro se irguió súbitamente, sorprendiendo al escriba, que no podía dar crédito a lo que veía. ¿Sería posible que todas sus súplicas hubieran sido escuchadas? Daba lo mismo si era Hathor, Min o las malas artes de la hechicería las que habían terminado por dar resultado. Su miembro se había despertado de su letargo para desperezarse de improviso. No importaba que su dotación no fuera, ni de lejos, la habitual entre sus paisanos. Su pene se había erguido, al fin, y sintió tal emoción que corrió tras unos arbustos para aliviarse, no fuera que lo que parecía un sueño terminara por desvanecerse.

Aquella tarde se puso tan contento que todos en su casa se miraron sorprendidos ante su repentino buen humor, y respiraron aliviados por no tener que soportar sus malos modales, al menos durante aquel día. Mas la cosa no resultó ser obra de la casualidad. El ver copular a las parejas excitaba enormemente al escriba, y al punto optó por presenciar los actos amorosos de sus esclavos; incluso llegó a comprar parejas jóvenes para tales menesteres. Él se dedicaba a espiarlos en silencio, y cuando su virilidad se inflamaba observaba su miembro, como hipnotizado, sin terminar de creerse que hubiera recobrado la vida.

Durante varios años el problema pareció resuelto. Merymaat se dedicaba a sus quehaceres con más interés que nunca y luego se solazaba entre las sombras, en la soledad de su casa. En ocasiones quiso participar en la cópula ajena y tomar él mismo a la mujer, pero en cuanto la penetraba eyaculaba sin remisión, y esto terminó por no satisfacerlo. Era preferible mirar y autosatisfacerse. La afición llegó a convertirse en un vicio, y habilitó varias estancias de su casa para tales fines. Mientras, su fortuna aumentó y su poder creció conforme el gran Tutmosis celebraba sus conquistas. El oro y los esclavos entraban en Egipto como nunca antes se había visto y él, ferviente seguidor del clero de Amón, se benefició sobremanera.

Sin embargo, un mal día su hechizo se esfumó. Como si se hubiera tratado de un espejismo sus erecciones desaparecieron súbitamente, sin previo aviso. Una tarde su miembro no reaccionó ante su concupiscencia. Decrépito y fulminado se negó a responder a sus instintos, y no hubo forma de convencerlo. Presa de una suerte de histeria, Merymaat se abalanzó sobre la mujer que yacía con uno de sus fornidos porteadores y le ordenó que le manoseara el pene en busca del milagro de la resurrección, pero fue inútil. Allí no había nada que hacer, y ni las habilidades en las artes amatorias que poseía la joven fueron capaces de devolver la vida a aquel miembro que se negaba a respirar.

Entonces la cólera de Merymaat se hizo sentir en su residencia, y los que la habitaban corrieron a protegerse de ella, escondiéndose de las miradas de su señor. ¿Qué había hecho él para merecer semejante castigo? ¿Por qué le zaherían los dioses de aquella forma? La ira del escriba tomó entonces una nueva dimensión, y su crueldad se hizo patente a cada momento entre aquellos que no tenían más remedio que soportarlo. Todos procuraban rehuirle en su casa, y un cierto clima de terror se apoderó del palacete en el que vivían. Se habituó a los castigos más severos, y cualquier acción que le desagradara significaba un pretexto para ordenar un escarmiento.

A falta de satisfacer los apetitos carnales, Merymaat se aficionó a la buena mesa. Los más refinados platos y los mejores vinos se hicieron asiduos acompañantes en su vida diaria, y a no mucho tardar el escriba engordó hasta desarrollar un más que prominente vientre. Sus carnes se volvieron flácidas, y sus pechos terminaron por caerse, formando pliegues, como los de los vestidos de fino lino que solía llevar.

En no pocas ocasiones sus criados se habían visto obligados a acostarlo, llevándolo al lecho con cuidado para que no se despertara de su embriaguez; y así pasaron los años.

Cuando aquella mañana Merymaat vio a Isis en el templo, se sintió atraído por ella al momento. Era tan joven, y su belleza tan radiante, que se quedó embobado mientras la veía pasar en compañía de su madre. Entonces notó que se rebelaba contra su propio tormento, contra su temida impotencia. Un sentimiento desconocido para él lo impulsó a querer saber más sobre aquella muchacha, y ordenó que la siguieran.

Al enterarse del propósito de su visita, el escriba creyó ver un rayo de esperanza que iluminaba la oscura guarida en la que habitaba su alma. ¿Acaso semejante criatura no representaba el paradigma de las mujeres de Kemet? ¿Qué miembro podía resistirse ante una visión como aquélla?

Toda la tarde estuvo Merymaat dando vueltas al asunto presa de una excitación como no recordaba y por la noche, cuando se tendió en el lecho, sintió un febril deseo de poseer a la joven, de cubrirla de besos y caricias, de dejar en ella hasta la última gota de su simiente. Entonces volvió a producirse el milagro, y le sobrevino una erección como nunca había tenido en su vida. Al notar la dureza del pene en su mano, el escriba comenzó a masturbarse como enloquecido, presa de una lascivia que parecía imposible de satisfacer. Al eyacular imaginó que inundaba el vientre de aquella joven que había sido capaz, después de tanto tiempo, de hacerle sentir de nuevo lo que creía olvidado para siempre.

Al día siguiente no pudo concentrarse como debía en sus cometidos, ya que la visión de la pequeña diosa se había apoderado de su corazón confundiéndolo en todo lo que hacía. Esperaba con excitación la llegada de la noche para tenderse en su cama y pensar en la que ya era motivo claro de deseo. Se notaba nervioso, y también esperanzado de que el milagro volviera a producirse.

Aquella noche todo discurrió tal y como deseaba. Sus pensamientos volvieron a viajar hasta la joven diosa, y él la tomó con la misma desesperación que en la jornada anterior. Su figura se hizo corpórea en su corazón, e imaginó cómo serían sus formas, sus gráciles pechos, su pequeña hendidura suavemente almizclada. Todo tierno y delicado para saborearlo cada noche durante toda su vida. Aquello nada tenía que ver con sus viejas aficiones.

Ahora había un deseo que lo reconcomía, y durante las siguientes vigilias continuó experimentando el placer que él mismo se proporcionaba al pensar en ella.

Entonces tuvo una idea, y la siguiente velada la pasó con una de sus esclavas. En la oscuridad de su cuarto fornicó con ella mientras sus pensamientos le hacían creer que era a la joven a la que poseía, y fue tan grande su placer que a la mañana siguiente decidió que tomaría por esposa a aquella muchacha que parecía Hathor reencarnada, que había sido capaz con una fugaz visión de su belleza de devolverlo a la luz desde el pozo en el que se encontraba.

Él se convertiría en la envidia de toda Tebas, y ella señorearía en su casa.

Se podría decir que Isis fue al matrimonio como el ganado al matadero. Su madre la entregaba a un hombre mucho mayor que ella, al que no conocía, para que éste hiciera valer sus derechos hasta el final de sus días. El amor no podía interponerse en aquel asunto. Vendría con los años, si es que tenía que venir, y si no sería como si se hubiera marchado para siempre, pero dejando a la novia colmada de riquezas, pues ya se sabía que los dioses no eran muy proclives a otorgar la felicidad completa. Los hijos llenarían el vacío de su corazón, si éste se producía, y algún día Isis se lo agradecería.

La joven, por su parte, intentó oponerse a aquel contrato, pero su madre la abrumó descargando sobre sus hombros el destino de toda la familia, incluido su hermano, al que se le abrirían nuevas puertas con aquel enlace.

—Piensa si no en tus hijos. Hazlo al menos por ellos —le decía Say—. ¡Ten en cuenta que muchas mujeres no encuentran el verdadero amor jamás!

Semejantes palabras la apenaban, aunque desde bien pequeña estuviera acostumbrada a ver este tipo de matrimonios. Era corriente el que los padres de ambos cónyuges convinieran la unión de sus hijos, y también las bodas entre parientes de segundo grado. La diferencia de edad entre los esposos, por otra parte, no suponía ningún impedimento, al contrario, sobre todo si el marido era persona principal. Era imprescindible que el futuro esposo fuera capaz de mantener a su mujer, lo demás llegaría cuando los dioses así lo decidieran.

Indiscutiblemente había parejas que se casaban por amor, pero también abundaban los amoríos ocultos y los engaños por ambas partes.

Isis conocía todo eso y estaba lejos de escandalizarse; sin embargo, siempre había soñado con tomar por esposo a un hombre que le tocara el corazón, alguien especial que pudiera participar de su misticismo.

Ella había estado abierta a la sexualidad de una forma natural, tal y como era costumbre, y muchas noches había soñado con aquel hombre que ella idealizaba, y que la poseía para siempre. Hubo un tiempo en el que se sintió atraída por el amigo que su hermano había llevado a cenar a su casa. Sin querer se sorprendió a sí misma observándolo como sólo ella solía hacerlo, atisbando en su esencia y entre los pliegues del alma. Isis captaba en ésta sentimientos que le interesaban. Sejemjet ocultaba aspectos que eran desconocidos para él mismo. Había en él fuerza y debilidad, esperanza y sufrimiento, y una aureola misteriosa por la que se sintió subyugada. Además, el joven le pareció hermoso, y pensó en él hasta que el recuerdo sucumbió vencido por los años y el alejamiento. Al parecer, Shai tenía esbozados otros senderos para ella, y no había más remedio que ponerse en camino.

Tal y como deseaba Say, la boda fue un acontecimiento. En la pequeña población de Madu donde vivían, los vecinos los felicitaron efusivamente y todos se hicieron lenguas acerca del buen partido que había conseguido su hija.

—¡Ha pescado a un primo del visir! —exclamaban algunas mujeres—. ¡Ya se veía que la niña iba a salir espabilada! ¡Quién sabe hasta dónde podrá llegar!

La muy noble Say sonreía halagada ante tales muestras de cariño, y caminaba más envarada que nunca, pues la ocasión lo requería. El bueno de Ahmose apenas abría la boca. Él no podía entender bien lo que pasaba, y en su opinión una unión tan dispar como aquélla no auguraba nada bueno.

La ceremonia se celebró en Tebas, con una fiesta que se recordaría durante muchos años. Las más altas jerarquías del Alto Egipto acudieron al ágape que Merymaat había preparado en su palacete, donde los agasajó con los más excelsos manjares que cupieran imaginar. El vino corrió como el Nilo en la avenida, y se cantó y se bailó hasta que los invitados se sintieron extenuados. Las mujeres cuchicheaban sobre la novia, a la que nadie conocía.

—Una aldeana ha conquistado al solterón —afirmaban maledicientes algunas.

Más tarde, cuando las lenguas se soltaron a causa de la bebida, empezaron los chascarrillos y procacidades, y también las críticas por la diferencia de nivel social entre los recién casados.

—Hay que reconocer que es hermosa, pero verás en lo que se convertirá en cuanto pasen unos años. No ha sido educada como corresponde, y la pobre siempre estará fuera de lugar —decían ellas en los corrillos, en voz baja.

Los hombres pensaban de forma diferente. La novia era una belleza digna del harén real. Muchos dudaban de que el faraón tuviera en su gineceo hermosuras como aquélla, y el que más o el que menos se relamió al verla. Al final el viejo escriba iba a llevarse a su lecho un bocado con el que nunca hubiera podido soñar. Dada la fama que Merymaat arrastraba desde hacía muchos años, algunos se miraron maliciosos; claro que con la joven que había tomado por esposa puede que todo fuera diferente. Semejante beldad podía templar el miembro más compungido. Al final, aquel cabrón había tenido suerte.

No obstante, había quien opinaba que la cosa no estaba tan clara.

—Yo, por si acaso, pienso ser el último en abandonar esta fiesta. Quizás el viejo zorro no pueda con su encantadora esposa y necesite ayuda —señalaba un magistrado que se encontraba ya firmemente rendido a los efectos del vino del Delta.

Aquello levantó algunas carcajadas, ya que el individuo en cuestión era muy conocido por su procacidad.

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