El hombre de la máscara de hierro

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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A los 23 años de matrimonio, Ana de Austria no había dado un heredero a la corona francesa. Luis XIII cada día mas distante de ella, hacía la posibilidad cada vez más remota. El cardenal Richelieu prepara las condiciones para que la reina salga embarazada y según los rumores, nacieron dos gemelos bastardos; uno que heredó el trono con el nombre de Luis XIV, y otro, menos afortunado, que fue internado y luego obligado a vivir toda su vida con una máscara de hierro que le cubría el rostro.

Alexandre Dumas

El hombre de la
máscara de hierro

ePUB v1.1

Jianka
13.06.12

Título original:
L'homme au masque de fer

Alexandre Dumas, 1867

Traducción: M. Angelon y E. de Inza

Editor original: Jianka (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

Tres comensales admirados de comer juntos

Al llegar la carroza ante la puerta primera de la Bastilla, se paró a intimación de un centinela, pero en cuanto D'Artagnan hubo dicho dos palabras, levantóse la consigna y la carroza entró y tomó hacia el patio del gobierno.

D'Artagnan, cuya mirada de lince lo veía todo, aun al través de los muros, exclamó de repente:

—¿Qué veo?

—¿Qué veis, amigo mío? —preguntó Athos con tranquilidad.

—Mirad allá abajo.

—¿En el patio?

—Sí, pronto.

—Veo una carroza; habrán traído algún desventurado preso como yo.

—Apostaría que es él, Athos.

—¿Quién?

—Aramis.

—¡Qué! ¿Aramis preso? No puede ser.

—Yo no os digo que esté preso, pues en la carroza no va nadie más.

—¿Qué hace aquí, pues?

—Conoce al gobernador Baisemeaux —respondió D'Artagnan con socarronería—. Llegamos a tiempo.

—¿Para qué?

—Para ver.

—Siento de veras este encuentro —repuso Athos—. Al verme, Aramis se sentirá contrariado, primeramente de verme, y luego de ser visto.

—Muy bien hablado.

—Por desgracia, cuando uno encuentra a alguien en la Bastilla, no hay modo de retroceder.

—Se me ocurre una idea, Athos —repuso el mosquetero—, hagamos por evitar la contrariedad de Aramis.

—¿De qué manera?

—Haciendo lo que yo os diga, o más bien dejando que yo me explique a mi modo. No quiero recomendaros que mintáis, pues os sería imposible.

—¿Entonces?…

—Yo mentiré por dos, como gascón que soy.

Athos se sonrió.

Entretanto la carroza se detuvo al pie de la puerta del gobierno.

—¿De acuerdo? —preguntó D'Artagnan en voz queda.

Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza, y, junto con D'Artagnan, echó escalera arriba.

—¿Por qué casualidad?… —dijo Aramis—. Eso iba yo a preguntaros —interrumpió D'Artagnan.

—¿Acaso nos constituimos presos todos? —exclamó Aramis esforzándose en reírse.

—¡Je, je! —exclamó el mosquetero—. La verdad es que las paredes huelen a prisión, que apesta. Señor de Baisemeaux, supongo que no habéis olvidado que el otro día me convidasteis a comer.

—¡Yo! —exclamó el gobernador.

—¡Hombre! no parece sino que os toma de sorpresa. ¿Vos no lo recordáis?

Baisemeaux, miró a Aramis, que a su vez le miró también a él, y acabó por decir con tartamuda lengua:

—Es verdad… me alegro… pero… palabra… que no… ¡Maldita sea mi memoria!

—De eso tengo yo la culpa —exclamó D'Artagnan haciendo que se enfadaba.

—¿De qué?

—De acordarme por lo que se ve.

—No os formalicéis, capitán —dijo Baisemeaux abalanzándose al gascón—. Soy el hombre más desmemoriado del reino. Sacadme de mi palomar, y no soy bueno para nada.

—Bueno, el caso es que ahora lo recordáis, ¿no es eso? —repuso D'Artagnan con la mayor impasibilidad.

—Sí, lo recuerdo —respondió Baisemeaux titubeando.

—Fue en palacio donde me contasteis qué sé yo que cuentos de cuentas con los señores Louvieres y Tremblay.

—Ya, ya. Y respecto a las atenciones del señor de Herblay para con vos.

—¡Ah! —exclamó Aramis mirando de hito en hito al gobernador—. ¿Y vos decís que no tenéis memoria, señor Baisemeaux?

—Sí, esto es, tenéis razón —dijo el gobernador interrumpiendo a D'Artagnan—. Os pido mil perdones. Pero tened por entendido señor de D'Artagnan que, convidado o no, ahora y mañana, y siempre, sois el amo de mi casa, como también lo son el señor de Herblay y el caballero que os acompaña.

—Esto ya lo daba yo por sobreentendido —repuso D'Artagnan—. Y como esta tarde nada tengo que hacer en palacio, venía para catar vuestra comida, cuando por el camino me he encontrado con el señor conde.

Athos asintió con la cabeza.

—Pues sí, el señor conde, que acababa de ver al rey, me ha entregado una orden que exige pronta ejecución; y como nos encontrábamos aquí cerca, he entrado para estrecharos la mano y presentaros al caballero, de quien me hablasteis tan ventajosamente en palacio la noche misma en que…

Ya sé, ya sé. El caballero es el conde de La Fere, ¿no es verdad?

—El mismo.

—Bien llegado sea el señor conde —dijo Baisemeaux.

—Se queda a comer con vosotros —prosiguió D'Artagnan— mientras yo, voy adonde me llama el servicio. —Y suspirando como Porthos pudiera haberlo hecho, añadió—: ¡Oh vosotros, felices mortales!

—¡Qué! ¿os vais? —dijeron Aramis y Baisemeaux a una e impulsados por la alegría que les proporcionaba aquella sorpresa, y que no fue echada en saco roto por el gascón.

—En mi lugar os dejo un comensal noble y bueno.

—¡Cómo! —exclamó el gobernador, ¿os perdemos?

—Os pido una hora u hora y media. Estaré de vuelta a los postres.

—Os aguardaremos —dijo Baisemeaux.

—Me disgustaríais.

—¿Volveréis? —preguntó Athos con acento de duda.

—Sí —respondió D'Artagnan estrechando confidencialmente la mano a su amigo. Y en voz baja, añadió—: Aguardadme, poned buena cara, y sobre todo no habléis más que de cosas triviales.

Baisemeaux condujo a D'Artagnan hasta la puerta. Aramis, decidido a sonsacar a Athos, le colmó de halagos, pero Athos poseía en grado eminentísimo todas las virtudes. De exigirlo la necesidad, hubiera sido el primer orador del mundo, pero también habría muerto sin articular una sílaba, de requerirlo las circunstancias.

Los tres comensales se sentaron, a una mesa servida con el más substancial lujo gastronómico.

Baisemeaux fue el único que tragó de veras; Aramis picó todos los platos, Athos sólo comió sopa y una porcioncilla de los entremeses. La conversación fue lo que debía ser entre hombres tan opuestos de carácter y de proyectos.

Aramis no cesó de preguntarse por qué singular coincidencia se encontraba Athos en casa de Baisemeaux, cuando D'Artagnan estaba ausente, y por qué estaba ausente D'Artagnan, y Athos se había quedado.

Athos sondeó hasta lo más hondo el pensamiento de Aramis, subterfugio e intriga viviente, y vio como en un libro abierto que el prelado le ocupaba y preocupaba algún proyecto de importancia. Luego consideró en su corazón, y se preguntó a su vez por qué D'Artagnan se saliera tan aprisa y por manera tan singular de la Bastilla, dejando allí un preso tan mal introducido y peor inscrito en el registro.

Pero sigamos a D'Artagnan que, al subirse otra vez en su carroza, gritó al oído del cochero…

—¡A palacio y a escape!

Lo que pasaba en el Louvre durante la cena de la Bastilla.

Saint-Aignán, por encargo del rey, había visto a La Valiére: pero por mucha que fuese su elocuencia, no pudo persuadir a Luisa de que el rey tuviese un protector tan poderoso como eso, y de que no necesitaba de persona alguna en el mundo cuando tenía de su parte al soberano.

En efecto, no bien hubo el confidente manifestado que estaba descubierto el famoso secreto, cuando Luisa, deshecha en llanto, empezó a lamentarse y a dar muestras de un dolor que no le habría hecho mucha gracia al rey si hubiese podido presenciar la escena.

Saint-Aignán, embajador, se lo contó todo al rey con todos su pelos y señales.

—Pero bien —repuso Luis cuando Saint-Aignán se hubo explicado—, ¿qué ha resuelto Luisa? ¿La veré a lo menos antes de cenar? ¿Vendrá o será menester que yo vaya a su cuarto?

—Me parece, Sire, que si deseáis verla, no solamente deberéis dar los primeros pasos, mas también recorrer todo el camino.

—¡Nada para mí! ¡Ah! ¡muy hondas raíces tiene echadas en su corazón ese Bragelonne! —dijo el soberano.

—No puede ser eso que decís, Sire, porque… Sí, Sire, pero…

—¿Qué? —interrumpió con impaciencia el monarca.

—Pero advirtiéndome que, de no hacerlo yo, lo arrestaría vuestro capitán de guardias.

—¿No os dejaba en buen lugar desde el instante en que no os obligaba?

—Sí a mí, Sire, pero no a mi amigo.

—¿Por qué no?

—Es más claro que la luz, porque fuese arrestado por mí o por el capitán de guardias, para mi amigo el resultado era el mismo.

—¿Y esa es vuestra devoción, señor de D'Artagnan? ¿una devoción que razona y escoge? Vos no sois soldado.

—Espero que Vuestra Majestad me diga qué soy.

—¡Un frondista!

—En tal caso desde que se acabó la Fronda, Sire…

—¡Ah! Si lo que decís es cierto…

—Siempre es cierto lo que digo, Sire.

—¿A qué habéis venido? Vamos a ver.

—A deciros que el señor conde de La Fere está en la Bastilla.

—No por vuestro gusto, a fe mía.

—Es verdad, Sire: pero está allí, y pues allí está, importa que Vuestra Majestad lo sepa.

—¡Señor de D'Artagnan! ¡estáis provocando a vuestro rey!

—Sire…

—¡Señor de D'Artagnan! ¡estáis abusando de mi paciencia!

—Al contrario, Sire.

—¡Cómo! ¿al contrario decís?

—Sí, Sire: porque he venido para hacer que también me arresten a mí.

—¡Para que os arresten a vos!

—Está claro. Mi amigo va a aburrirse en la Bastilla; por lo tanto, suplico a Vuestra Majestad me dé licencia para ir a hacerle compañía. Basta que Vuestra Majestad pronuncie una palabra para que yo me arreste a mí mismo; yo os respondo de que para eso no tendré necesidad del capitán de guardias. El rey se abalanzó a su bufete y tomó la pluma para dar la orden de aprisionar a D'Artagnan.

—¡No olvidéis que es para toda la vida! —exclamó el rey con acento de amenaza.

—Ya lo supongo —repuso el mosquetero—, porque una vez hayáis cometido ese abuso, nunca jamás os atreveréis a mirarme cara a cara.

—¡Marchaos! —gritó el monarca, arrojando con violencia la pluma.

—No, si os place, Sire.

—¡Cómo que no!

—He venido para hablar persuasivamente con el rey, y es triste que el rey se haya dejado llevar de la cólera; pero no por eso dejaré de decir a Vuestra Majestad lo que tengo que decirle.

—¡Vuestra dimisión! ¡vuestra dimisión! —gritó el soberano.

—Sire —replicó D'Artagnan—, ya sabéis que no estoy apegado a mi empleo; en Blois os ofrecí mi dimisión el día en que negasteis al rey Carlos el millón que le regaló mi amigo el conde La Fere.

—Pues venga inmediatamente.

—No Sire, porque no es mi dimisión lo que ahora estamos ventilando. ¿No ha tomado Vuestra Majestad la pluma para enviarme a la Bastilla? ¿Por qué, pues, muda de consejo Vuestra Majestad?

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