El hombre de la máscara de hierro (29 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—No digáis esas niñerías, Athos, o de lo contrario dejo de teneros por sensato. Por otra parte, ¿cómo podría Luis XIII tener un hijo en la isla de Santa Margarita?

—Un hijo a quien habéis conducido vos aquí, enmascarado, en la barca de un pescador —dijo el conde de La Fere.

—¿Y de dónde habéis sacado vos que una barca de pescador?… —repuso D'Artagnan algo cortado.

—Una barca que os ha traído aquí junto con la carroza que encerraba al preso, a quien vos llamáis monseñor. Ya veis que lo sé.

—Aunque esto fuese verdad —replicó el mosquetero, royéndose el bigote—; aunque fuese verdad que yo hubiese conducido aquí en una barca y con una carroza a un preso enmascarado, nada prueba que el preso sea un príncipe… de la casa real de Francia.

—Eso preguntádselo a Aramis —contestó con frialdad el conde.

—¿A Aramis? —exclamó con turbación el mosquetero—. ¿Habéis visto a Aramis?

—Si, después del contratiempo que sufrió en Vaux. He visto al Aramis fugitivo, perseguido, perdido, y por él he sabido lo bastante para creer en lo que aquel desventurado ha grabado en la fuente de plata.

—He aquí cómo Dios se burla de lo que los hombres llaman sabiduría —repuso D'Artagnan con abatimiento—. ¡Buen secreto el que ya conocen catorce o quince personas! Athos, ¡maldito sea el azar que os ha puesto frente a mí en este asunto! porque ahora…

—¿Queréis decir que vuestro secreto se ha divulgado porque yo lo sé? —dijo Athos con severa dulzura—. ¡Ay! otros más pesados he guardado en mi vida, y si no, recorred vuestra memoria.

—Pero nunca tan peligrosos —replicó D'Artagnan con tristeza—. Sospecho que cuantos estén en este secreto morirán mal.

—Cúmplase la voluntad de Dios, D'Àrtagnan. Pero aquí está el gobernador.

D'Artagnan y sus amigos se identificaron otra vez con los papeles que les tocaba desempeñar.

Aquel gobernador, suspicaz y duro, y muy obsequioso con D'Artagnan, se limitó a poner buena cara a sus huéspedes y a observarlos atentamente. Athos y Raúl notaron que el gobernador buscaba con frecuencia y repentinamente ponerles en un aprieto, o sorprenderlos; pero ninguno de los dos se desconcertó; dando así visos de verosimilitud, si no de verdad completa, a lo que dijera el mosquetero.

Acabada la comida, el gobernador se preparó para dormir la siesta.

—¿Cómo se llama ese hombre? tiene muy mal aspecto —dijo Athos en castellano a D'Artagnan.

—Saint-Mars —respondió el mosquetero.

—¿Conque va a ser el carcelero del joven príncipe?

—¿Acaso lo sé yo? ¿Quién sabe si voy a pasar toda mi vida en esta isla?

—¿Quién? ¿vos? ¡Cá!

—Amigo mío, me encuentro en la situación de quien se halla un tesoro en medio del desierto. Quiere llevárselo, y no puede; quiere dejarlo, y no se atreve. El rey no me llamará, temiendo de que otro no vigile tan bien como yo, y al mismo tiempo me echará de menos sabiendo, como sabe, que, de cerca, nadie le servirá como yo. Por lo demás, sucederá lo que Dios quiera.

—Por lo mismo que no sabéis nada fijo —replicó Bragelonne—, vuestro estado es transitorio y os volveréis a París.

—Preguntad a esos señores qué vienen a hacer en Santa Margarita —interrumpió Saint-Mars.

—Sabedores de que había un convento de benedictinos en San Honorato, digno de ser visitado, y abundante caza en Santa Margarita, se han decidido a venir.

—Estoy a su disposición como a la vuestra —dijo Saint-Mars.

—Gracias —repuso el gascón.

—Y ¿cuándo parten? —prosiguió el gobernador.

—Mañana —respondió D'Artagnan.

Saint-Mars fue a hacer su ronda, y dejó al mosquetero solo con los supuestos españoles.

—Ved una vida y una sociedad que me fastidian —exclamó D'Artagnan—. Mando a ese hombre, y no puedo soportarle, ¡voto a mil rayos!… ¿Os gustaría matar conejos? El paseo resultará grato y poco fatigoso. La isla sólo tiene legua y media de longitud por media de anchura. Es un verdadero parque. Divirtámonos.

—Vayamos adonde queráis, D'Artagnan, no para divertirnos, sino para conversar con toda libertad.

El gascón hizo seña a un soldado, que comprendió, trajo escopetas para los tres hidalgos, y se volvió al fuerte.

—Ahora —dijo el mosquetero—, respondedme a la pregunta que ha poco me ha hecho el maldito Saint-Mars: ¿Qué habéis venido a hacer aquí?

—Hemos venido para despedirnos de vos.

—¡Despediros de mí! ¡Cómo! ¿parte Raúl?

—Sí.

—Apuesto que con el señor de Beaufort.

—Lo habéis adivinado, como siempre, amigo mío.

—La costumbre…

Mientras los dos amigos daban comienzo a su conversación, Raúl, con la cabeza pesada y el corazón henchido, se sentó en una musgosa peña, con la escopeta sobre las rodillas, y ora mirando la mar, ora el cielo, escuchando la voz de su alma, dejaba que poco a poco fuesen alejándose de él los cazadores.

—Raúl estás siempre triste, ¿no es verdad? —preguntó D'Artagnan a Athos al notar la ausencia de Bragelonne.

—De muerte —respondió Athos.

—Creo que exageráis. Raúl es de buen temple. Los corazones nobles como el suyo, tienen una segunda envoltura como una coraza. La primera sangra, la segunda resiste.

—No —repuso Athos—, Raúl morirá de esta.

—¡Voto al diablo! —exclamó D'Artagnan poniéndose sombrío. Después preguntó:

—¿Por qué le dejáis partir?

—Porque así lo quiere él.

—¿Y por qué no lo acompañáis?

—Porque no quiero verle morir —D'Artagnan miró en la cara al conde.

—Vos sabéis que pocas cosas me han dado miedo en mi vida —repuso Athos apoyando el brazo en el de su amigo—. Pues bien, tengo un miedo incesante, insuperable; temo llegar al día en que sostendré entre mis brazos el cadáver de ese pobre muchacho.

—¡Oh! —exclamó D'Artagnan—. ¡Cómo! ¡Venís a poneros en presencia del hombre más valiente que decís haber conocido, de vuestro D'Artagnan, del hombre sin igual, como le nombrabais en otro tiempo, y con los brazos cruzados le decís que teméis a vuestro hijo muerto, cuando habéis visto cuanto verse pueda en este mundo! ¿A qué ese miedo, Athos? en la tierra, el hombre debe esperarlo y afrontarlo todo.

—Escuchad, amigo mío: después de haber gastado mis fuerzas en esa tierra de que me habláis, no he conservado más que dos religiones: la de la vida, o sea mis amistades y mi deber de padre; la de la eternidad, o sea el amor y el respeto de Dios. Ahora tengo la revelación de que si Dios permitiese que en mi presencia mi amigo o mi hijo exhalasen su postrer aliento… ¡Oh! ni siquiera quiero deciros eso, D'Artagnan.

—¡Decidlo! ¡Decidlo!

—Soy fuerte contra todo, menos contra la muerte de aquellos a quienes amo. Estoy viejo y se acabó el valor; pero si Dios me hiriese de frente y de esta suerte, le maldeciría, y un caballero cristiano no debe maldecir a Dios, D'Artagnan, trastornado por aquella violenta borrasca de dolores.

—D'Artagnan, amigo mío, vos que amáis a Raúl, vedle —añadió Athos mostrando a su hijo—; nunca le abandona la tristeza. ¿Hay más terrible, más aflictivo, que asistir minuto por minuto a la incesante agonía de ese mísero corazón?

—Dejadme que hable con él, Athos, ¿Quién sabe?

—Probadlo; pero estoy convencido de que será en vano.

—No le prodigaré consuelos, sino que le serviré.

—¿Vos?

—Yo. ¿Sería la primera vez que una mujer volviese de su infidelidad? Voy allá.

Athos meneó la cabeza y continuó solo el paseo. D'Artagnan tomó por el atajo al través de las malezas, y al llegar a Raúl le tendió la mano y le dijo:

—¿Y bien? ¿tenéis que decirme algo?

—Tengo que pediros un favor —respondió el vizconde.

—Hablad.

—Tarde o temprano vais a regresar a Francia.

—Tal espero.

—Es menester que escriba a la señorita de La Valiére.

—No es menester.

—¡Tengo tanto que decirle!

—Pues id a decírselo a ella.

—¡Nunca!

—Luisa ama al rey —dijo brutalmente D'Artagnan—; es una muchacha honrada.

Raúl se estremeció.

—Y a pesar de haberos abandonado, puede que os ame más que al rey, pero de otra manera.

—¿Creéis firmemente que Luisa ame al rey, señor de D'Artagnan?

—Hasta la idolatría. Su corazón es inaccesible a todo afecto. Si continuaseis viviendo a su lado llegaríais a ser su mejor amigo.

—¡Ah! —exclamó Raúl con arranque apasionado ante aquella esperanza dolorosa.

—¿Queréis?

—Sería una cobardía.

—Nunca hay cobardía en hacer lo que impone la fuerza mayor. Si vuestro corazón os dice: ve o muere, id, Raúl. Ella, que os amaba, ¿ha sido cobarde o valiente al preferir al rey, a quien su corazón le ordenaba imperiosamente preferir? No, ha sido la más valiente de las mujeres. Haced como ella, obedeceos a vos mismo. ¡Ah! Raúl, estoy seguro de que al verla vos de cerca y con los ojos de un hombre celoso, dejarías de amarla.

—Me decidís, señor de D'Artagnan.

—¿A partir para verla de nuevo?

—Al contrario, a partir para no volver a verla nunca jamás. Prefiero amarla siempre.

—Con toda franqueza os digo que no esperabas semejante conclusión.

—Hacedme una merced, amigo; vos, que volveréis a verla, dadle esta carta, que, si lo juzgáis oportuno, le explicará, como a vos, lo que pasa en mi corazón. Leedla, la he escrito la noche última, pues tuve el presentimiento de que os vería hoy.

Y entregó a D'Artagnan una carta que decía:

Señorita: no sois culpable a mis ojos porque no me amáis, sino porque habéis consentido que yo creyera que me amabais; este error va a costarme la vida, y que si os lo perdono a vos, no me lo perdono a mí. Dicen que los amantes felices cierran los oídos a las quejas de los amantes desdeñados; pero como vos no me amabais, no pasará eso con vos, sino que me escucharéis con ansiedad. Estoy seguro que de haber insistido yo para con vos para trocar vuestras amistad en amor, hubierais cedido temerosa de acarrearme la muerte o de aminorar la estima en que os tenía; pero prefiero morir sabiendo que sois libre y dichosa. ¡Cuánto vais a amarme cuando ya no tengáis que temer mi mirada ni mis reproches! Me amaréis, sí, porque por muy encantador que os parezca un nuevo amor, Dios en nada me ha hecho inferior a aquel a quien habéis escogido, y porque mi devoción, mi sacrificio, mi doloroso fin, me aseguran a vuestros ojos una superioridad segura sobre él. En la sencilla credulidad de mi corazón, he dejado escapar el tesoro que en mis manos tuve; ni falta quien me diga que vos me amábais lo bastante para llegar con el tiempo a amarme mucho. En verdad, esto dulcifica mi amargura y hace que vea en mí mi único enemigo.

Recibid este último adiós, y agradecedme el que me haya refugiado en el inviolable asilo donde todo odio se extingue, donde perdura el amor.

Adiós, mi señorita, y estad segura de que si con mi sangre pudiese yo labrar vuestra dicha, os la daría hasta la última gota, puesto que la sacrifico a mi desgracia.

Raúl de Bragelonne.

La carta está bien —dijo el capitán—; sólo le encuentro una falta.

—¿Cuál? —preguntó Raúl.

—Que habla de todo, menos de lo que exhala de vuestros ojos y de vuestro corazón cual mortífero veneno, y del amor insensato que todavía os abrasa.

Raúl palideció y se calló.

—¿Por qué no escribís solamente estas palabras: «señorita: en vez de maldeciros, os amo y muero»?

—Es verdad —exclamó Raúl con siniestro gozo. E hizo pedazos su carta, y escribió estas líneas:

Para gozar de la inefable dicha de repetiros que os amo cometo la cobardía de escribiros y en castigo de mi cobardía, muero.

Raúl.

—La entregaréis este papel, ¿no es verdad, capitán? —dijo el vizconde al mosquetero.

—¿Cuándo? —preguntó D'Artagnan.

—Cuando escribáis la fecha al pie de estas palabras —respondió Bragelonne, señalando con el dedo la última frase y levantándose prontamente para volar al encuentro de Athos, que regresaba muy despacio.

Al pasar por la muralla para entrar en una galería de la cual D'Artagnan tenía la llave, vieron que Saint-Mars iba al calabozo del preso, y se escondieron en el rincón de la escalera a una seña del mosquetero.

—¿Qué hay? —preguntó Athos.

—Mirad y veréis —respondió el gascón—: el preso torna de la capilla.

Y a la luz de los relámpagos y en medio de la violácea bruma con que el viento esfumaba el espacio, se vio pasar gravemente, a unos seis pasos de distancia detrás del gobernador, a un hombre vestido de negro, con el rostro cubierto por una careta de acero bruñido, soldada a un casco de lo mismo, que le envolvía toda la cabeza. El fuego del cielo arrancaba leonados reflejos que al revolotear caprichosamente, parecían las iracundas miradas que, a falta de imprecaciones, lanzaba aquel desventurado.

En mitad de la galería, el preso se detuvo un instante, contempló el inmenso horizonte, aspiró el sulfuroso olor de la tormenta, bebió con avidez la cálida lluvia, lanzó un suspiro, semejante a un rugido.

—Venid, caballero —dijo Saint-Mars bruscamente al preso al ver que persistía en mirar más allá de las murallas—. Venid, repito, caballero.

—Decid, monseñor —gritó desde su rincón Athos a Saint-Mars con voz tan solemne y terrible, que el gobernador se estremeció de los pies a la cabeza.

Athos exigía el respeto a la majestad caída.

El preso se volvió, al tiempo que Saint-Mars decía:

—¿Quién ha hablado?

—Yo —respondió D'Artagnan, mostrándose en seguida—. Ya sabéis que esta es la orden.

—¡No me llaméis caballero ni monseñor! —dijo a su vez el preso con voz que conmovió a Raúl hasta lo más hondo de sus entrañas—; ¡llamadme maldito!

El preso siguió adelante, y tras él chirrió la férrea puerta.

—¡He ahí un hombre desventurado! —exclamó con voz sorda D'Artagnan, mostrando a Raúl el calabozo del príncipe.

Las promesas

Apenas D'Artagnan entró en su aposento con sus amigos, vino un soldado del fuerte para avisarle que el gobernador deseaba hablar con él.

Una barca había llegado a Santa Margarita con una orden importante para el capitán de mosqueteros, que, al abrir el pliego, conoció la letra del rey.

Como supongo que habéis dado ya el debido cumplimiento a mis órdenes, al llegar este pliego a vuestras manos volved inmediatamente a París, donde os espero en el Louvre.

—¡Loado sea Dios! se acabó mi destierro, —exclamó con alegría D'Artagnan y mostrando el pliego a Athos—. ¡Ceso de ser carcelero!

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