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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

El hombre de la pistola de oro (20 page)

BOOK: El hombre de la pistola de oro
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Bond lo examinó con atención. ¿Cómo no se dejaba abatir, sabiendo que iba a morir al cabo de unos minutos? ¿Guardaría algún as en la manga? ¿Un arma oculta? Pero el hombre estaba allí, en apariencia relajado, sosteniéndose contra las raíces del manglar, con el pecho agitándose rítmicamente, el pétreo rostro sin desmoronarse, ni siquiera imperceptiblemente, en la derrota. Por su frente no corría tanto sudor como por la de Bond. Scaramanga estaba tumbado a la sombra, mientras que James Bond llevaba diez minutos en medio del claro, bajo la abrasadora luz del sol. De pronto sintió que su vitalidad se agotaba, se le escapaba por los pies hacia el barro negro, y con ella se iba su resolución. Escuchó su propia voz que hablaba con aspereza:

—Muy bien, Scaramanga, ya está. —Levantó su pistola y la sostuvo con las dos manos apuntando al blanco.— Lo haré tan rápido como pueda.

Scaramanga levantó una mano y, por primera vez, su rostro mostró algo de emoción.

—De acuerdo, colega. —Su voz sonaba, milagrosamente, suplicante.— Soy católico, ¿sabes? Déjame decir mi última oración, ¿vale? No tardaré mucho. Luego ya puedes disparar. Todos tenemos que morir algún día. Tú eres un gran tipo, y así es el juego. Si mi bala hubiese ido unos centímetros más a la derecha, tú estarías en mi lugar. ¿De acuerdo? ¿Me permites decir mi oración, caballero?

James Bond bajó el arma. Le daría unos minutos. Sabía que no podía concederle más. Dolor y calor, extenuación y sed. No pasaría mucho tiempo antes de que él mismo se echara a descansar sobre el negro barro agrietado. Si alguien quería matarle, podría hacerlo.

—Adelante, Scaramanga, pero sólo un minuto —le contestó, y las palabras le salieron lentas, pesadas.

—Gracias, compañero.

Scaramanga se llevó las manos al rostro y se cubrió los ojos. Empezó a escucharse un monótono zumbido en latín. Bond se quedó allí, de pie, al sol, con la pistola apuntando al suelo. Aunque miraba a Scaramanga, no le veía bien porque sus sentidos estaban embotados debido al dolor y al calor, a la letanía hipnótica que le llegaba desde aquel rostro cubierto, y por el horror que le causaba lo que iba a hacer al cabo de unos minutos.

Los dedos de la mano derecha de Scaramanga habían ido moviéndose de manera imperceptible, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro hasta que alcanzaron la oreja y se detuvieron. Pero el zumbido de la oración en latín no cesó en su ritmo, lento y adormecedor.

Entonces, con un impulso de la mano por detrás de la cabeza, la pequeña Derringer de oro rugió con estruendo y James Bond cayó violentamente al suelo, como si hubiese recibido un derechazo.

Al instante, Scaramanga se puso en pie y avanzó tan veloz como un gato. Cogió el cuchillo del suelo y lo sostuvo, amenazando a Bond con su filo plateado.

Pero James Bond se retorció en el suelo como un animal moribundo, y el pavonado e irrefrenable metal chasqueó en su mano una vez y otra —hasta cinco veces—. Luego Bond soltó la pistola y se llevó la mano al lado derecho de su abdomen, dejándola allí para amortiguar el terrible dolor.

El hombretón permaneció de pie un momento y dirigió su mirada al inmenso cielo azul. El cuchillo cayó al suelo cuando sus dedos se abrieron en un espasmo. Su corazón atravesado balbució, renqueó y se detuvo. Como si le hubiesen dado un empujón, Scaramanga cayó hacia atrás, cuan largo era, con los brazos abiertos.

Los cangrejos no tardaron en salir de sus agujeros y empezaron a husmear los restos de serpiente. Los despojos más grandes podían esperar hasta la noche.

Capítulo 16
El envoltorio

Un elegante policía, de la brigada que había acudido al siniestro del ferrocarril, bajó por la orilla del río con el paso normal y solemne de los policías jamaicanos cuando hacen su ronda. Ninguno de ellos echa jamás a correr, ya que se les ha enseñado que eso denota falta de autoridad. Félix Leiter, antes de caer bajo los efectos de la morfina que el doctor le había administrado, les explicó que uno de los buenos perseguía a uno de los malos en el pantano y que podía haber un tiroteo. Félix Leiter no fue más claro, pero cuando dijo que era del FBI —un eufemismo legítimo—, de Washington, el policía buscó ayuda en la brigada para que alguien fuera con él. Al no conseguirlo, se acercó él solo con toda precaución, balanceando su bastón con garbo.

El estruendo de las pistolas y los chillidos de las aves del pantano le dieron una idea de dónde se encontraban. Había nacido cerca de allí, en Negril, y de chico utilizó a menudo sus trampas y hondas en aquellas marismas, por ello no le daban miedo. Cuando llegó al punto aproximado sobre la orilla del río, dobló a la izquierda entre los manglares. Consciente de que su uniforme azul y negro era demasiado llamativo, avanzó de mata en mata acechando con prudencia y penetró en el pantano. No llevaba más protección que su porra y el conocimiento de que matar a un policía era una pena capital sin remisión, de manera que sólo podía desear que el bueno y el malo también lo supieran.

Los pájaros habían huido. El silencio era mortal. El policía observó que, a su alrededor, las huellas de las ratas de monte y de otros pequeños animales parecían proceder de la misma zona, la que él andaba buscando. Después oyó el ruido que hacen los cangrejos moviéndose a gran velocidad. Luego vio clarear, detrás de una gruesa mata de manglar, la camisa de Scaramanga. Observó y escuchó con atención. No se apreciaba movimiento ni sonido algunos. Con porte protocolario, se acercó al centro del claro, vio los dos cuerpos y las pistolas, y a continuación sacó su silbato de níquel de reglamento y tocó tres pitidos largos. Una vez hecho esto, se sentó a la sombra de un arbusto, sacó su cuaderno de incidencias, humedeció el lápiz con saliva y empezó a escribir laboriosamente.

Una semana más tarde, James Bond recuperó la conciencia. Se encontraba en una habitación de paredes verdes. Estaba bajo el agua. El ventilador que giraba con lentitud en el techo era la hélice de un barco que estaba a punto de hundirle en el fondo. Nadaba por su vida, pero no se encontraba en buenas condiciones. Se hallaba amarrado, anclado al fondo del mar. Gritó con toda la potencia de sus pulmones, aunque la enfermera que había al pie de la cama sólo oyó un susurro de queja. En el acto se acercó a su lado, le puso una mano fría en la frente y le tomó el pulso. James Bond la vislumbró con su mirada turbia. ¡De manera que así eran las sirenas!

—Eres bonita —murmuró, y, agradecido, se hundió de nuevo entre sus brazos.

La enfermera anotó la temperatura en la hoja de datos y llamó a la jefa de enfermeras. Luego se miró en el espejo deslustrado y se arregló el cabello, preparándose para la llegada del OMR
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que estaba a cargo de aquel paciente de apariencia VIP.

El oficial médico residente, un joven jamaicano graduado en Edimburgo, llegó con la enfermera jefe, una fiera amablemente cedida por el King Edward VII. Escuchó el informe de la auxiliar, se acercó a la cama y levantó suavemente los párpados de Bond. Le deslizó un termómetro bajo la axila y luego le tomó el pulso con una mano, mientras lo comprobaba en su cronómetro con la otra. La pequeña habitación estaba en silencio. Afuera, el tráfico circulaba a toda prisa por las calles de Kingston.

El médico soltó la muñeca de Bond y se metió el cronómetro en el bolsillo del pantalón, bajo la bata blanca. Lo anotó todo en el historial. La enfermera esperó con la puerta abierta hasta que los tres salieron al pasillo. El doctor se dirigió a la enfermera jefe y le permitieron que escuchara.

—Se pondrá bien. La temperatura ha bajado y el pulso es un poco rápido, aunque eso puede ser el resultado de despertarse. Disminuyan las dosis de antibióticos. Hablaré de ello más tarde con la enfermera de planta. Mantengan la vía intravenosa. El doctor Macdonald llegará más tarde para cambiarle los vendajes. Se despertará de nuevo. Si pide algo de beber, denle zumos. Pronto le pondremos una dieta blanda. ¡Ha sido un milagro, de veras! No le llegó a tocar las vísceras abdominales, ni siquiera le rozó un riñón, sólo músculo. Esa bala estaba empapada con suficiente veneno para matar a un caballo. Gracias a Dios, ese hombre de Sav' La Mar reconoció los síntomas y le administró inyecciones masivas del antídoto contra la picadura de serpiente. Recuérdeme que le escriba, enfermera jefe. El salvó la vida de este hombre. De momento, nada de visitas, por supuesto, al menos durante una semana. Diga a la policía y al Alto Comisionado que está mejorando. No sé quién es, pero parece ser que Londres sigue interesándose por él. Algo en relación con el Ministerio de Defensa… De ahora en adelante, diríjalos, a ellos y a todos los que pregunten por él, a la oficina del Alto Comisionado. Ellos creen que son responsables de él. —Se detuvo.— Por cierto, ¿cómo va su amigo de la número doce? El paciente por quien se han interesado el embajador estadounidense y Washington. No está en mi lista, pero sigue pidiendo ver al señor Bond.

—Fractura múltiple de tibia —dijo la enfermera jefe—. Sin complicaciones. —Y sonrió, al añadir—: Excepto que es un poco fresco con las enfermeras. En diez días estará caminando con muletas. Ya lo ha interrogado la policía. Supongo que todo tiene que ver con esa historia del
Gleaner
sobre unos turistas norteamericanos muertos al derrumbarse el puente del río Orange, pero el Comisionado lo está llevando todo personalmente. Y la historia que apareció en el
Gleaner
es muy confusa.

El doctor sonrió.

—Nadie me cuenta nada… Aunque tanto mejor, porque no tengo tiempo para escucharlos. Bien, gracias, enfermera jefe. Debo irme. Ha habido una colisión múltiple en Halfway Tree, y las ambulancias llegarán en cualquier momento. —Se alejó a toda prisa.

La enfermera jefe volvió a sus tareas. La auxiliar, emocionada con aquella charla de alto nivel, regresó apaciblemente a la habitación de paredes verdes. Arregló la sábana que el doctor había retirado, cubrió de nuevo el hombro derecho del paciente y se acomodó en su silla, a los pies de la cama, con su novela
Ebony
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.

Diez días más tarde, la pequeña habitación estaba atestada de gente. James Bond, descansando entre almohadones, se divertía con la galaxia de oficialidad que se había reunido allí. A su izquierda se encontraba el comisario de policía, resplandeciente en su uniforme negro con insignias de plata; a su derecha tenía a un juez de la Corte Suprema, con todos sus emblemas y su peluca, acompañado por un administrativo de actitud deferente. Félix Leiter, todavía con muletas, presentó al corpulento personaje a quien trataba con mucho respeto como coronel Bannister, de Washington. El jefe de la Estación C, un tranquilo funcionario llamado Alee Hill, a quien habían enviado desde Londres, se quedó cerca de la puerta contemplando con firme mirada de aprecio a Bond. Mary Goodnight estaba allí para escribir el acta; pero también, siguiendo las estrictas instrucciones de la enfermera jefe, para vigilar cualquier síntoma de fatiga en James Bond. Tenía autoridad absoluta para dar por finalizada la reunión si él mostraba signos de agotamiento. Solemne, se sentó junto a la cama, con un cuaderno de taquigrafía sobre las rodillas. Pero James Bond no se sentía fatigado en absoluto. Al contrario, estaba encantado al ver a toda aquella gente, porque eso suponía que por fin había regresado de nuevo al gran mundo. Lo único que le preocupaba era, por un lado, que no le permitieran ver a Félix Leiter antes de la reunión, para ponerse de acuerdo en sus declaraciones; por otro, que la oficina del Alto Comisionado le informó con bastante sequedad de que no sería necesaria la representación legal.

El comisario de policía se aclaró la garganta.

—Comandante Bond —dijo, solemne—, nuestra reunión de hoy aquí es esencialmente una formalidad que tiene lugar siguiendo instrucciones del primer ministro y con la aprobación de su médico. Hay muchos rumores dentro y fuera de la isla, rumores que sir Alexander Bustamante está ansioso de que queden disipados, en nombre de la justicia y de la buena reputación del país. De manera que esta reunión tiene naturaleza de encuesta judicial con categoría presidencial. Deseamos vivamente que, si las conclusiones son satisfactorias, no haya necesidad de más procedimientos legales de ningún tipo. ¿Me comprende?

—Sí —respondió Bond sin comprender.

—Bien —prosiguió el comisario, dándose importancia—. Éstos son los hechos reseñados: Recientemente ha tenido lugar en el hotel Thunderbird, en la parroquia de Westmoreland, una reunión de los que sólo pueden ser calificados como pistoleros extranjeros de notoriedad sobresaliente, que incluían a un representante del Servicio Secreto soviético, a la Mafia y a la policía secreta cubana. Los objetivos de esa reunión eran,
ínter alia
, sabotear las instalaciones jamaicanas de la industria de caña, estimular el cultivo ilícito de marihuana en la isla y comprar la cosecha para la exportación, sobornar a un alto cargo jamaicano con el objeto de instalar casinos de juego dirigidos por gángsters, y varias otras acciones ilegales, perjudiciales para la ley y el orden jamaicanos y para su prestigio internacional. ¿Estoy en lo cierto, comandante?

—Sí —dijo Bond, esta vez con plena conciencia.

—Bien. —El comisario siguió hablando con mayor énfasis aún.— El Departamento de Investigación Criminal de la Policía de Jamaica tuvo conocimiento de las intenciones de este grupo subversivo y yo mismo expuse ante el primer ministro la perspectiva de la reunión. Naturalmente, se observó la mayor confidencialidad y hubo que tomar una decisión en relación a cómo infiltrarnos entre ellos y tenerlos bajo vigilancia para, de esa manera, conocer sus intenciones. Dado que estaban implicadas naciones amigas, incluyendo Gran Bretaña y Estados Unidos, mantuvimos conversaciones secretas con los representantes del Ministerio de Defensa británico y con la Agencia Central de Inteligencia estadounidense. Como resultado, se puso generosamente a nuestra disposición personal experto, constituido por usted, el señor Nicholson y el señor Leiter, sin coste alguno para nuestro gobierno, que ayudaría a descubrir las maquinaciones secretas contra este país que se iban a fraguar en nuestro propio territorio.

El comisario hizo una pausa y miró a su alrededor, confirmando que había expuesto la situación correctamente. Bond observó que, al igual que los demás, Félix Leiter asentía con vigorosos movimientos de cabeza, pero que dirigía sus gestos hacia él.

Bond sonrió. Por fin, había comprendido el mensaje. Entonces también mostró su conformidad.

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