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Authors: Herta Müller

Tags: #Drama

El hombre es un gran faisán en el mundo (5 page)

BOOK: El hombre es un gran faisán en el mundo
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La vieja Kroner bebió todo un invierno infusión de tilo. Se vaciaba las tazas en la boca. Se volvió adicta al tilo. En las tazas acechaba la muerte.

La cara de la vieja Kroner resplandecía. La gente decía: «Algo florece en la cara de la vieja Kroner». Era una cara joven. Con una juventud que era debilidad. Con ese rejuvenecer que precede a la muerte. Cuando uno rejuvenece más y más, hasta que el cuerpo se derrumba. Más allá del nacimiento.

La vieja Kroner cantaba siempre la misma canción: «Junto al pozo, ante el portal, se yergue un tilo». Y le añadía nuevas estrofas. Cantaba estrofas de flores de tilo.

Cuando la vieja Kroner tomaba su infusión sin azúcar, las estrofas sonaban tristes. Al cantar se miraba en el espejo. Veía las flores de tilo en su cara. Y sentía sus heridas en el vientre y en las piernas.

La vieja Kroner cogía euforbio en el campo. Lo hacía hervir y se frotaba las heridas con el líquido pardusco. Sus heridas eran cada vez más grandes. Y despedían un olor cada vez más dulce.

La vieja Kroner acabó cogiendo todo el euforbio que había en los campos. Y cada vez hacía hervir más euforbio y hojas de tilo.

Los gemelos

R
udi era el único alemán en la fábrica de vidrio. «Es el único alemán en toda la zona», decía el peletero. «Al principio, los rumanos se asombraban de que aún quedaran alemanes después de Hitler. ''Todavía hay alemanes", decía la secretaria del director, "todavía hay alemanes. Incluso en Rumania".»

«Eso tiene sus ventajas», opinaba el peletero. «Rudi gana mucho dinero en la fábrica. Y mantiene buenas relaciones con el tío de la policía secreta. Es un tipo alto y rubio. Y tiene ojos azules. Un alemán pintiparado. Rudi dice que es muy culto. Conoce todas las variedades de vidrios. Rudi le regaló un alfiler de corbata y unos gemelos de vidrio. Y valió la pena», decía el peletero. «El hombre nos ayudó muchísimo con el pasaporte.»

Rudi le regaló al hombre todos los objetos de vidrio que tenía en su habitación. Floreros de vidrio. Peines. Una mecedora de vidrio azul. Tazas y platos de vidrio. Cuadros de vidrio. Una lamparita de vidrio con una pantalla roja.

Las orejas, los labios, los ojos, los dedos de pies y manos, todos esos objetos de vidrio se los trajo Rudi a casa en una maleta. Los ponía en el suelo. Los distribuía en filas y en círculos. Y se sentaba a mirarlos.

El jarrón

A
malie es maestra en un jardín de infancia de la ciudad. Todos los sábados vuelve a casa. La mujer de Windisch la espera en la estación. La ayuda a cargar sus pesados bolsos. Cada sábado, Amalie llega con un bolso lleno de provisiones y otro con objetos de vidrio. «Cristalería», dice ella.

Los armarios están repletos de objetos de vidrio. Ordenados según el color y el tamaño. Copas de vino rojas, copas de vino azules, copas de aguardiente blancas. Sobre las mesas hay fruteros, floreros y canastillas de flores.

«Regalos de los niños», responde Amalie cuando Windisch le pregunta: «¿De dónde has sacado todos estos cacharros de vidrio?».

Hace un mes que Amalie viene hablando de un jarrón de cristal. Y traza una línea imaginaria desde el suelo hasta sus caderas. «Así de alto», dice Amalie. «Es rojo oscuro. Sobre el jarrón hay una bailarina con un vestido de encaje blanco.»

La mujer de Windisch pone ojos de besugo cuando oye hablar del jarrón. Cada sábado dice: «Tu padre jamás comprenderá lo que vale un jarrón de ésos».

«Antes bastaba con los floreros», dice Windisch. «Ahora la gente necesita jarrones.»

Cuando Amalie está en la ciudad, la mujer de Windisch habla del jarrón. Su rostro sonríe. Las manos se le ablandan. Levanta los dedos en el aire, como si fuera a acariciar una mejilla. Windisch sabe que por el jarrón estaría dispuesta a abrir las piernas. Las abriría tal como mueve los dedos en el aire, con dulzura.

Windisch se endurece cuando ella habla del jarrón. Piensa en los tiempos de la posguerra. «En Rusia, ella abría las piernas por un trozo de pan», decía la gente después de la guerra.

Windisch pensaba entonces: «Es bonita, y el hambre duele».

Entre las tumbas

W
indisch volvió al pueblo tras pasar una temporada como prisionero de guerra. El pueblo aún mostraba las heridas de los numerosos muertos y desaparecidos.

Barbara había muerto en Rusia.

Katharina había vuelto de Rusia. Quería casarse con Josef. Josef había muerto en la guerra. Katharina tenía el rostro pálido. Y los ojos hundidos.

Como Windisch, Katharina había visto la muerte. Como Windisch, Katharina había traído consigo su vida. Y Windisch ató rápidamente la suya a la de ella.

Windisch la besó el primer sábado que pasó en el pueblo herido. La arrinconó contra un árbol. Sintió su vientre joven y sus senos redondos. Luego anduvo con ella bordeando los jardines.

Las lápidas formaban filas blancas. El portón de hierro rechinó. Katharina se persignó. Y se echó a llorar. Windisch sabía que lloraba por Josef. Windisch cerró el portón. Y se echó a llorar. Katharina sabía que lloraba por Barbara.

Katharina se sentó en la hierba, detrás de la capilla. Windisch se inclinó hacia ella. Katharina le acarició el pelo, sonriendo. Él le levantó la falda y se desabrochó los pantalones. Luego se echó sobre ella. Los dedos de Katharina se aferraron a la hierba. Katharina empezó a jadear. Windisch miró por sobre sus cabellos. Las lápidas refulgían. Ella temblaba.

Katharina se sentó. Se remangó la falda por encima de las rodillas. De pie ante ella, Windisch volvió a abotonarse los pantalones. El cementerio era grande. Windisch supo entonces que no había muerto. Que estaba en su casa. Que esos pantalones lo habían esperado allí, en el pueblo, en el armario. Que durante la guerra y el posterior cautiverio se le había olvidado dónde quedaba el pueblo y cuánto tiempo seguiría existiendo.

Katharina tenía una brizna de hierba en la boca. Windisch la cogió de la mano. «Vámonos de aquí», le dijo.

Los gallos

L
as campanas de la iglesia dan las cinco. Windisch siente unos nudos fríos en las piernas. Entra en el patio. Por encima de la valla avanza el sombrero del guardián nocturno.

Windisch se dirige al portón. El guardián nocturno está aferrado al poste del telégrafo. Y habla solo. «¿Dónde estará, dónde se habrá ido la más bella entre las rosas?», dice. El perro se sienta en el empedrado y devora una lombriz.

Windisch dice: «Konrad». El guardián nocturno lo mira. «La lechuza se ha parado en el almiar de la dehesa», dice. «La Kroner ha muerto.» Bosteza. De su boca sale un tufo aguardentoso.

En la aldea cantan los gallos. Su canto es ronco. Aún les queda noche en el pico.

El guardián nocturno se aferra a la valla. Tiene las manos mugrientas. Y los dedos torcidos.

La marca de la muerte

L
a mujer de Windisch aguarda con los pies descalzos sobre las piedras del pasillo. Tiene el pelo revuelto, como si soplara viento en la casa. Windisch ve la piel de gallina de sus pantorrillas. Y la piel áspera de sus tobillos.

Windisch huele el camisón de su mujer. Está caliente. Sus pómulos son duros. Y tiemblan. La boca se le desgarra: «¡Qué horas son éstas de venir a casa!», grita ella. «A las tres miré el reloj. Y ya han dado las cinco.» Agita las manos en el aire. Windisch le mira el dedo. No se ve viscoso.

Windisch estruja una hoja de manzano seca entre sus dedos. Oye a su mujer chillar en el vestíbulo. La oye dar portazos. Entrar chillando en la cocina. Una cuchara rebota sobre la estufa.

Windisch se para en el umbral de la cocina. La mujer recoge la cuchara. «¡Cerdo putañero!», chilla. «Le voy a contar a tu hija todas tus marranadas.»

Sobre la tetera hay una burbuja verde. Sobre la burbuja aparece la cara de su mujer. Windisch se le acerca. Le da una bofetada en plena cara. Ella se calla. Agacha la cabeza. Llorando, pone la tetera sobre la mesa.

Windisch se sienta ante su bol de té. El vaho le devora la cara. El vapor de la menta invade la cocina. Windisch ve su ojo dentro del té. Un hilillo de azúcar se desliza desde la cuchara a su ojo. La cuchara está dentro del té.

Windisch bebe un trago de té. «Ha muerto la vieja Kroner», dice. Su mujer sopla el bol. Sus ojos son dos lunares rojos. «La campana dobla a muerto», dice.

Tiene una marca roja en la mejilla. La marca de la mano de Windisch. La marca del vaho del té. La marca de la muerte de la vieja Kroner.

El repique de la campana atraviesa las paredes. La lámpara dobla a muerto. El techo dobla a muerto.

Windisch respira profundamente. Encuentra su aliento en el fondo del bol.

«Quién sabe cuándo y dónde moriremos», dice la mujer de Windisch. Se lleva la mano al pelo. Se revuelve un mechón. Una gota de té le resbala por la barbilla.

En la calle se abre paso una luz gris. Las ventanas del peletero están iluminadas. «Esta tarde es el entierro», dice Windisch.

Las cartas bebidas

W
indisch se dirige al molino. Los neumáticos de su bicicleta chirrían en la hierba húmeda. Windisch ve girar la rueda delantera entre sus rodillas. Las vallas desfilan bajo la lluvia. Los jardines murmuran. Los árboles gotean.

El monumento a los caídos está arropado de gris. Las rosas tienen los bordes parduscos.

El bache está lleno de agua. El neumático de la bicicleta se ahoga dentro. El agua salpica las perneras de Windisch. Sobre el adoquinado se enroscan unas cuantas lombrices.

La ventana del carpintero está abierta. La cama está hecha. Cubierta por una manta de felpa roja. La mujer del carpintero está sentada a la mesa, sola. Sobre la mesa hay un montón de judías verdes.

La tapa del ataúd de la vieja Kroner ya no reposa apoyada contra la pared de la habitación. La madre del carpintero sonríe desde su foto, encima de la cabecera. Sonríe desde la muerte de la dalia blanca hacia la muerte de la vieja Kroner.

El suelo está desnudo. El carpintero ha vendido las alfombras rojas. También tiene los grandes formularios. Está esperando el pasaporte.

La lluvia cae sobre la nuca de Windisch. Le moja los hombros.

La mujer del carpintero tiene que ir unas veces donde el cura por la partida de bautismo, y otras donde el policía por el pasaporte.

El guardián nocturno le contó una vez a Windisch que el cura tiene una cama de hierro en la sacristía. En esa cama busca las partidas de bautismo con las mujeres. «Si todo va bien», le dijo el guardián nocturno, «busca cinco veces las partidas. Cuando hace su trabajo a conciencia, las busca diez veces. El policía, por su parte, pierde y traspapela hasta siete veces las solicitudes y los timbres fiscales en el caso de algunas familias. Y los busca con las mujeres que quieren emigrar sobre un colchón guardado en el almacén del correo».

Y el guardián nocturno añadió riendo: «Tu mujer ya es demasiado vieja para él. A tu Kathi la dejará en paz. Pero ya le tocará el turno a tu hija. El cura hará de ella una católica, y el policía, una apátrida. La cartera le deja la llave al policía cuando el tío tiene faena en el almacén».

Windisch pateó la puerta del molino. «Que se atreva», dijo. «Harina, toda la que quiera, pero a mi hija no la toca.»

«Por eso es por lo que nuestras cartas nunca llegan», dijo el guardián nocturno. «La cartera nos recibe los sobres y el dinero para los sellos. Con el dinero para los sellos se compra aguardiente. Y las cartas las lee y las tira luego a la papelera. Y cuando el policía no tiene trabajo en el almacén, se sienta junto a la cartera detrás del escritorio y bebe aguardiente. Pues la cartera le parece demasiado vieja para el colchón.»

El guardián nocturno acarició a su perro. «La cartera se ha bebido ya cientos de cartas», añadió. «Y le ha contado también cientos de cartas al policía.»

Windisch abre la puerta del molino con la llave grande. Cuenta dos años. Hace girar la llave pequeña en el candado. Y cuenta los días. Windisch se encamina al estanque del molino.

El estanque está revuelto. Hay olas en su superficie. Los sauces están embozados en hojas y viento. El almiar proyecta su imagen ondulante e inmutable sobre el estanque. En torno al almiar, las ranas arrastran sus vientres blancos entre la hierba.

El guardián nocturno está sentado al borde del estanque y tiene hipo. Su manzana de Adán da brincos fuera de la chaqueta. «Son las cebollas azules», dice. «Los rusos cortan la parte de arriba de las cebollas en rodajas muy finas y les echan sal. Y las cebollas se abren como rosas. Y sueltan un agua clara, cristalina. Parecen nenúfares. Los rusos las machacan luego con los puños. He visto rusos pararse con los talones sobre las cebollas y girarlos. Y rusas que se remangaban la falda y se arrodillaban sobre las cebollas. Luego giraban las rodillas. Nosotros, los soldados, cogíamos a las rusas por las caderas y las hacíamos girar.»

El guardián nocturno tiene los ojos llorosos. «Yo he comido cebollas dulces y tiernas como mantequilla machacadas por las rodillas de las rusas», dice. Sus mejillas se ven marchitas. Y sus ojos rejuvenecen como el brillo de las cebollas.

Windisch carga dos sacos hasta la orilla. Los cubre con una lona. El guardián nocturno se los llevará esa noche al policía.

Los juncos se mecen. En sus tallos hay una espuma blanca. «Así debe ser el vestido de encajes de la bailarina», piensa Windisch. «Pero no quiero jarrones en mi casa.»

«Por todos lados hay mujeres. En el estanque también hay mujeres», dice el guardián nocturno. Windisch ve sus enaguas entre los juncales. Y se dirige al molino.

La mosca

L
a vieja Kroner reposa en su ataúd vestida de negro. Le han atado las manos con cordones blancos para que no se le resbalen del vientre. Para que recen cuando lleguen allí arriba, a la puerta del cielo.

«¡Qué bonita está! ¡Si parece dormida!», dice la vecina, la flaca Wilma. Una mosca se posa en su mano. La flaca Wilma mueve los dedos. La mosca se posa sobre una mano pequeña a su lado.

La mujer de Windisch se sacude las gotas de lluvia del pañuelo. Sobre sus zapatos caen unos hilillos transparentes. Junto a las mujeres que rezan hay varios paraguas abiertos. Estrías de agua serpentean sin rumbo debajo de las sillas, centelleando entre los zapatos.

La mujer de Windisch se sienta en la silla vacía que hay junto a la puerta. De cada ojo le brota una gruesa lágrima. La mosca se posa en su mejilla. Una de las lágrimas se desliza hacia la mosca, que echa a volar con el borde de las alas húmedo. Luego regresa. Se posa sobre la mujer de Windisch. Sobre su índice marchito.

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