El hombre que se esfumó (22 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El hombre que se esfumó
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—¿Qué había hecho antes de eso?

—Estar acostado en casa, sintiéndose enfermo y solo, según dijo. Lo único definitivo es que estaba allí a las cuatro y media de la tarde del sábado.

—¿Se ha comprobado eso?

—Sí, llegaron al hotel de Karlstad por la noche. Kronkvist dijo que también tenía una resaca tremenda. Lund, por su parte, afirmó que estaba demasiado borracho como para tener nada. Por cierto, Lund no tiene barba. Tomé nota de eso.

—¿Ah, no?

—Luego fue el turno de Gunnarsson. Su memoria era un poco mejor. El viernes estuvo en casa, escribiendo. El sábado fue a la redacción, primero por la mañana y luego por la tarde, para entregar varios artículos.

—¿Estás seguro?

—No te lo puedo asegurar. La redacción es muy grande y no pude encontrar a nadie que recordara nada especial. Por otra parte, es cierto que entregó un artículo pero lo mismo pudo haber sido por la mañana que por la tarde.

—¿Y los pasaportes?

—Espera un minuto. Pia Bolt estaba también bastante lúcida, pero se negó a decir dónde estuvo la noche del jueves. Mi impresión es que se acostó con alguien y no quiere decir con quién.

—Suena probable —comentó Kollberg—. Era jueves y tocaba.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Stenström.

—Nada. Que quizá el polvo no fue especialmente memorable.

—Sigue —dijo Martin Beck.

—El sábado, en cualquier caso, estuvo con su madre en casa desde las once de la mañana. Comprobé eso con discreción. Es cierto. Bueno, ahora vienen los pasaportes. Molin se negó a mostrar el suyo. Dijo que no tenía por qué identificarse en su propia casa. Lund tenía un pasaporte casi nuevo. El último sello era de Arlanda, del 16 de junio, cuando regresó de Israel. Parecía estar todo en orden.

—¡Se negó a mostrar su pasaporte! —exclamó Kollberg—. ¿Y lo permitiste?

—Pia Bolt, hace dos años, pasó una semana en Mallorca. Eso es todo.

Kronkvist tenía un pasaporte viejo. Sus páginas parecían hojas de repollo y todo estaba lleno de notas y garabatos. El último sello era de Gotemburgo, en mayo, de regreso de Inglaterra. Gunnarsson también tenía un pasaporte viejo, casi lleno, pero un poco más limpio. Tenía sellos de Arlanda; salió del país el 7 de mayo y regresó el 10. Fue a visitar las fábricas Renault en Billancourt, según dijo. Por lo visto, en Francia no sellan los pasaportes.

—No, no los sellan —dijo Martin Beck.

—Luego vienen los otros. No tuve tiempo de hablar con todos. Krister Sjöberg estaba en casa con su familia, en Älvsjö. Y el tal Meredith es norteamericano, por cierto de color.

—Entonces de ese nos olvidamos —dijo Kollberg—. De todas formas, no le podríamos coger. Si lo hiciéramos, nos lincharían los
mods
.

—Ahora sí que has dicho una estupidez.

—Como casi siempre. Por lo demás, no creo que sea necesario que sigas.

—Yo tampoco —corroboró Martin Beck.

—¿Ya sabéis quién es? —preguntó Stenström.

—Al menos, eso creemos.

—¿Quién?

Kollberg se quedó mirando furioso a Stenström.

—¡Piensa tú mismo, hombre! —le dijo—. En primer lugar, ¿fue Alf Matsson el que estuvo en Budapest? ¿Se llevaría Matsson una pequeña fortuna para pagar drogas y luego se olvidaría de ella, abandonándola en la maleta del hotel? ¿Arrojaría Matsson su llave a la entrada de una comisaría? ¿Él, un tipo a quien le convendría dar un rodeo de varios kilómetros en cuanto viese a un policía húngaro? ¿Qué motivos tendría Matsson para desaparecer por propia voluntad, de forma tan imprevista?

—Ya, claro.

—¿Por qué había de viajar Matsson a Hungría vestido con un blazer azul, pantalones grises y zapatos de ante, cuando tenía exactamente la misma clase de ropa metida en su maleta? ¿Qué ocurrió con el traje negro de Matsson? ¿El que llevaba puesto la noche antes y que no estaba ni en su maleta ni en su piso?

—Está bien. No era Matsson. Entonces, ¿quién era?

—Alguien que tenía las gafas y la gabardina de Matsson, alguien con barba. ¿Quién es el último que fue visto con Matsson? ¿Quién no tiene coartada hasta, como muy pronto, el sábado por la noche? ¿Quién de todos ellos estaba lo suficientemente sobrio y era lo bastante inteligente para tramar toda esta pequeña historia? Piensa.

Stenström se puso muy serio.

—También he pensado en otra cosa —siguió Kollberg.

Extendió el plano de Budapest sobre la mesa.

—Mira aquí. Éste es el hotel y ésa la estación central, o como se llame.

—Budapest Nyugati.

—Eso. Si yo tuviera que ir andando del hotel a la estación, iría por aquí. Por tanto, pasaría por delante de la Jefatura de Policía.

—Es cierto, pero en ese caso iría a una estación equivocada. Los trenes para Viena salen de aquí, del viejo Ostbahnhof.

Kollberg no dijo nada. Siguió mirando el plano.

Martin Beck extendió un mapa detallado de la zona de Solna, e hizo un movimiento de cabeza en dirección a Stenström.

—Ve a la policía de Solna —le dijo—. Pídeles que acordonen esta zona. Hay allí ruinas de un incendio.

—¿Ahora mismo?

—Sí.

Stenström se marchó. Martin Beck buscó un cigarrillo y lo encendió. Fumó en silencio. Y se quedó mirando a Kollberg, que estaba sentado, muy quieto.

Luego apagó el cigarrillo y dijo:

—Venga, vamos.

Era domingo y Kollberg conducía deprisa por las calles vacías. Tomó la ruta que pasa por el Puente del Oeste. Un destello del sol asomaba entre nubes bajas, que cruzaban a la deriva. La brisa ligera rizaba la bahía de Riddarfjärden.

Martin Beck contempló absorto un grupo de esquifes, que doblaban una boya de la bahía, junto a Rålambshov.

Condujeron en silencio y aparcaron en el mismo sitio que el día anterior.

Kollberg señaló un Lancia negro, estacionado un poco más allá.

—Es su coche —dijo—. Así que estará en casa.

Atravesaron Svartensgatan y abrieron el portal. La atmósfera era fría y húmeda. Subieron en silencio las gastadas escaleras hasta el cuarto piso.

25

La puerta se abrió inmediatamente.

El hombre estaba en bata y zapatillas. Pareció extremadamente desconcertado.

—Lo siento —dijo—. Creí que era mi novia.

Martin Beck lo reconoció enseguida. Era el mismo hombre que Molin había señalado en el Tennstopet el día antes de salir de viaje para Budapest. Un rostro franco y agradable. Ojos azules y tranquilos. De constitución bastante fuerte. Llevaba barba y era de estatura media pero aquí terminaba su parecido con Matsson, como en el caso del estudiante belga Roederer.

—Somos de la policía. Me llamo Beck. Éste es el subinspector Kollberg.

Se intercambiaron saludos rígidos y corteses.

—Kollberg.

—Gunnarsson.

—¿Podemos entrar un momento? —le preguntó Martin Beck.

—Naturalmente. ¿De qué se trata?

—Nos gustaría hablar sobre Alf Matsson.

—Ya vino ayer un policía a hablar de lo mismo.

—Sí, ya lo sabemos.

Cuando Martin Beck y Kollberg entraron en el piso su comportamiento sufrió una transformación. Les pasó a los dos a la vez y sin que ninguno de ellos lo advirtiera. Toda la tensión, incertidumbre y alerta que llevaban dentro se desvaneció, dejando paso a la calma que otorga la experiencia y, también, a la determinación maquinal de quien sabe lo que va a suceder y ya ha pasado por ello antes.

Atravesaron el piso sin decir nada. Era claro y espacioso y estaba amueblado con cuidado y esmero; pero daba la impresión de que todavía no estaba propiamente habitado. Buena parte del mobiliario era nuevo y parecía hallarse todavía en el escaparate del decorador.

Dos de las habitaciones tenían ventanas hacia la calle, el dormitorio y la cocina daban al patio. La puerta del cuarto de baño estaba abierta, con la luz encendida dentro. Por lo visto, cuando tocaron el timbre el hombre empezaba a arreglarse. El dormitorio tenía dos camas grandes, muy cerca una de otra; en una de ellas acababa de dormir alguien. Sobre la mesita de noche de la cama deshecha había una botella de agua mineral medio vacía, un vaso, dos cajas de pastillas y una fotografía enmarcada. La habitación tenía también una mecedora, dos taburetes y un tocador con cajones y espejo movible. La foto representaba a una mujer joven, rubia, de rasgos limpios y frescos, y ojos muy claros. Nada de maquillaje pero alrededor del cuello una de esas cadenas de plata trenzada denominadas Bismarck. Martin Beck reconoció el modelo.

Dieciséis años antes le había regalado a su esposa una idéntica. Finalizado el recorrido, regresaron al estudio.

—Por favor, siéntense —dijo Gunnarsson.

Martin Beck aceptó y se sentó en una de las sillas de mimbre junto al escritorio. Éste tenía cajoneras en ambas direcciones y, al parecer, estaba diseñado para dos personas. El hombre de la bata siguió de pie mirando a Kollberg, que seguía moviéndose por el piso.

Sobre la mesa se veían manuscritos, libros y papeles, dispuestos en orden. En la máquina de escribir había una página ya comenzada, y junto al teléfono otra fotografía enmarcada. Martin Beck reconoció enseguida a la mujer de la cadena de plata y ojos claros. Pero esta foto era al aire libre. La mujer echaba la cabeza hacia atrás y reía al fotógrafo, el viento zarandeaba su revuelto pelo rubio.

—¿En qué puedo servirles? —preguntó cortésmente el hombre de la bata.

Martin Beck atrapó su mirada, que seguía siendo azul, tranquila y firme. En la habitación reinaba el silencio. Se podía oír a Kollberg haciendo algo en otra parte del piso, seguramente en el lavabo o en la cocina.

—Cuénteme lo que ocurrió —dijo Martin Beck.

—¿Cuándo?

—La víspera del 22 de julio, cuando usted y Matsson salieron del bar de la Ópera.

—Ya lo he dicho. Nos separamos en la calle. Yo tomé un taxi y vine a casa. Él no iba en la misma dirección y esperó al siguiente.

Martin Beck apoyó los brazos en la mesa y se quedó mirando a la mujer de la fotografía.

—¿Puedo echar un vistazo a su pasaporte? —preguntó. Gunnarsson se dirigió al escritorio, se sentó y abrió uno de los cajones. El sillón de mimbre crujió amistosamente.

—Aquí tiene —dijo.

Martin Beck fue pasando las páginas del pasaporte, viejo y gastado. El último sello visible era uno de entrada por Arlanda, el 10 de mayo. En la página siguiente, la última del pasaporte, había algunas notas, entre ellas dos números de teléfono y un corto poema en inglés. El dorso de la cubierta también estaba lleno de notas. Parecían ser, en su mayoría, apuntes sobre automóviles y motores, hechos hacía ya tiempo y con gran apresuramiento. El poema estaba escrito de través, con un bolígrafo verde. Giró el pasaporte y leyó:

There was a young man of Dundee

Who said «They can't do without me.

No house is complete

Without me and my seat.

My initials are WC.»

El hombre al otro lado de la mesa siguió su mirada y dijo:

—Es un
limerick
2
.

—Ya lo veo.

—Se refiere a Winston Churchill. Dicen que lo escribió él mismo. Lo oí en el avión de París y pensé que era tan bueno que merecía la pena copiarla.

Martin Beck no dijo nada. Miró fijamente los versos. Bajo la escritura, el papel era ligeramente más fino y había varias manchitas verdes, que no debían de haber estado allí. Podían haber sido perforaciones de un sello verde al otro lado de la página; pero tal sello no existía. Stenström debió haberse fijado en esto.

—Si hubiera dejado usted el avión en Copenhague y regresado a Suecia en trasbordador, se habría ahorrado la molestia —dijo.

—No entiendo a qué se refiere.

Sonó el teléfono. Gunnarsson contestó. Kollberg entró en la habitación.

—Es para ustedes —dijo el hombre de la bata.

Kollberg cogió el teléfono, escuchó y dijo:

—¿Ah, sí? Pues, que empiecen. Sí, espéranos allí. Iremos pronto. Colgó.

—Era Stenström. Los bomberos quemaron la casa el pasado lunes.

—Tenemos gente registrando los restos de la casa quemada de Hagalund —dijo Martin Beck.

—Bueno, entonces, ¿qué? —preguntó Kollberg.

—Sigo sin entender a qué se refieren.

La mirada del hombre permanecía igual de franca y firme. Hubo un breve silencio. Martin Beck se encogió de hombros y dijo:

—Entre y vístase.

Sin pronunciar palabra, Gunnarsson se dirigió hacia la puerta del dormitorio. Kollberg le siguió.

Érase una vez un joven de Dundee

que dijo: «No pueden pasar sin mí.

No hay casa completa

sin mí y mi asiento.

Mis iniciales son WC».

Martin Beck se quedó donde estaba, inmóvil. Sus ojos se fijaron de nuevo en la fotografía. Aunque el hecho carecía de importancia, por alguna razón le fastidiaba que la conversación terminara así. Tras haber visto el pasaporte, su seguridad era absoluta. Pero la conjetura sobre el solar de prácticas de los bomberos podía resultar equivocada. En tal caso, si el hombre persistía en su actitud, la investigación podría ser muy ardua. Con todo, éste no constituía su principal motivo de insatisfacción.

Gunnarsson volvió cinco minutos más tarde con un jersey gris y pantalones de color marrón. Miró su reloj y dijo:

—Podemos irnos ya. Estoy esperando una visita y les agradecería...

Sonrió y no terminó la frase. Martin Beck siguió sentado.

—No tenemos mucha prisa —dijo.

Kollberg entró procedente del dormitorio.

—Los pantalones y el blazer azul siguen en el guardarropa —anunció.

Martin Beck asintió. Gunnarsson iba por la habitación, de un lado para otro. Ahora se movía con más nerviosismo pero su expresión era tan imperturbable y tranquila como antes.

—Bueno hombre, a lo mejor no es tan malo como parece —dijo Kollberg en tono amistoso—. No tiene por qué mostrarse tan resignado.

Martin Beck dirigió una rápida mirada a su colega, y luego volvió a mirar a Gunnarsson. Por supuesto, Kollberg tenía razón. El hombre se había rendido.

Sabía que la partida estaba perdida y lo sabía desde el momento mismo en que cruzaron el umbral. Sin duda ahora estaba envuelto en aquel sentimiento como una crisálida. Pero aun así no era completamente invulnerable. Sin embargo, lo que todavía quedaba por hacer resultaba muy desagradable.

Martin Beck se acomodó en su sillón de mimbre y aguardó. Kollberg permaneció silencioso e inmóvil junto a la puerta del dormitorio. Gunnarsson seguía de pie en medio de la habitación. Miró de nuevo su reloj pero no dijo nada.

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