Se dirige a su dormitorio y vuelve con una fotografía de veinte por veinticinco centímetros.
—Aquí tiene —dice entregándomela—. Era endiabladamente guapo. Lo cual tiene sentido, puesto que el diablo y él eran tan amigos.
Al contemplar la foto siento un escalofrío. Cualquier duda que pudiera tener se evapora al instante. Observo esos ojos de un azul eléctrico, tan impresionantes y hermosos en esa fotografía como los ojos de Peter.
—Son casi idénticos —digo a James—. Ahora estoy segura. Peter Hillstead es hijo de Keith Hillstead.
—De modo que… ¿sabemos quién es el hombre que mató a Renee?
Es Don Rawlings el que hace esa pregunta. Observo un atisbo de esperanza en sus ojos, que Don trata de reprimir, como un hombre que intenta contener una puesta de sol. Pese a las emociones encontradas que bullen en mi interior contesto sonriendo.
—Sí.
Observo cómo Don rejuvenece diez años. Sus ojos parecen más despejados, su rostro muestra firmeza.
—Dígame qué quiere que haga.
—Quiero que usted y Jenny analicen todo lo que hay en el sótano. Y en esta casa. Si encontramos unas huellas que concuerden con las de Peter… —No es preciso que me extienda. Todos lo comprenden. Sabemos quién es Jack Jr., pero saberlo y poder demostrarlo ante el tribunal son dos cosas muy distintas.
—Enseguida nos ponemos a ello —responde Jenny—. ¿Qué vais a hacer vosotros?
—Regresaremos a Los Ángeles para atrapar a ese cabrón.
Siento una mano en mi brazo. En el fragor del momento, me había olvidado de Patricia Connolly.
—Prométame una cosa, agente Barrett.
—Lo procuraré, señorita Connolly.
—Ahora sé que Peter es un hombre perverso. Probablemente estaba condenado a serlo desde el instante en que su padre le obligó a bajar a ese sótano. Pero si tiene que matarlo, prométame hacerlo rápidamente.
La miro y veo en lo que podía haberme convertido de haber permanecido encerrada en mi habitación, contemplando mis cicatrices en el espejo. De no haberme suicidado, me habría convertido en lo que se ha convertido Patricia: un fantasma, hecho de humo, encadenado por los recuerdos dolorosos. Esperando a que una impetuosa ráfaga de aire se la lleve flotando.
—Si las cosas llegan a ese extremo, haré lo que pueda.
Patricia, esa mujer gris, apoya la mano unos instantes en mi brazo y se sienta de nuevo en la butaca. Imagino que un día la encontrarán muerta en esa butaca, tras haberse quedado dormida y no haber vuelto a despertarse.
—¿Puedes llevarnos en coche al aeropuerto, Jenny?
—Por supuesto.
Miro a James y a Alan.
—Vamos y terminemos con esto.
E
STOY a bordo del avión hablando por teléfono con Leo mientras surcamos el aire, a mitad de camino de Los Ángeles.
—¿Lo dice en serio? —me pregunta.
Acabo de informarle sobre lo que hemos hallado en la casa de Concord.
—Me temo que sí. Quiero que solicite una orden judicial para poder registrar la consulta y el domicilio de Hillstead. Redacte el borrador, y cuando lleguemos le daré los datos.
—De acuerdo.
—Consiga una foto de Hillstead. Luego quiero que compare las fotografías que hemos obtenido de las fiestas de sexo con su foto, sólo con la suya.
—Enseguida me pongo en ello.
—Bien. Informe a todos de lo sucedido. Tengo que llamar al director adjunto Jones. Llegaremos dentro de poco más de una hora.
—Hasta pronto, jefa.
Cuelgo y marco el número de recepción. Me pasan con Shirley.
—Necesito hablar con el director adjunto Jones, Shirley. Esté donde esté y haga lo que haga. Es urgente.
Shirley no pregunta ni me pone pegas. Sabe que si digo que es urgente, es urgente. Al cabo de treinta segundos Jones se pone al teléfono.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
Le cuento toda la historia. Lo de la casa en Concord. Lo de Keith Hillstead. Lo del sótano y lo que encontramos en él. Por último le revelo quién es Peter.
Se produce un denso silencio, tras el cual tengo que apartar un poco el teléfono de mi oreja mientras Jones se pone a gritar, a despotricar y a soltar palabrotas.
—¿De modo que nuestro mejor psiquiatra para nuestros agentes en Los Ángeles es un asesino en serie? ¿Es eso lo que me está diciendo?
—Sí, señor. Esto es lo que le digo.
Un instante de silencio. Luego Jones dice:
—Explíqueme el plan. —Su arrebato ha concluido y es el momento de ponerse manos a la obra.
—La policía de San Francisco está analizando el escenario del crimen en Concord. Confío en que encontremos huellas dactilares de Peter en la casa. O mejor aún, en el sótano.
—¿Huellas dactilares? ¿Al cabo de casi treinta años?
—Sí. Conozco un caso en que analizaron unas huellas encontradas en un papel poroso al cabo de cuarenta años. He pedido a Leo que redacte la solicitud de una orden judicial para registrar la consulta y el domicilio de Hillstead, que yo misma terminaré cuando lleguemos. Cuando obtengamos esa orden judicial, nos pondremos de inmediato manos a la obra.
—¿Qué piensa hacer con Hillstead?
Comprendo que Jones me haga esa pregunta. No tenemos las pruebas necesarias para arrestarlo, y menos para acusarlo de asesinato.
—Mandaré que lo detengan para interrogarle mientras registramos su despacho y su casa. Entre eso y la casa en San Francisco, confío hallar algo que nos permita arrestarlo por asesinato.
—Tráigame la solicitud de la orden judicial en cuanto llegue. Yo mismo me encargaré de tramitarla.
—Sí, señor.
Jones cuelga. Yo miro a James y a Alan.
—Ya está todo en marcha. Ahora sólo necesitamos que este maldito avión vuele más deprisa.
Cuando el avión aterriza, los tres nos bajamos a la carrera. Diez minutos más tarde circulamos a toda velocidad por la autopista 405. Llamo de nuevo a Leo.
—Vamos de camino. ¿Tiene preparado el borrador de la orden judicial?
—Lo único que hay que hacer es rellenar los pormenores e imprimirla.
—Perfecto.
Mi móvil empieza a sonar cuando nos detenemos ante el edificio del FBI y nos encaminamos hacia la entrada.
—Agente Barrett.
—Hola, agente Barrett. —La voz es nítida y no está camuflada.
Indico a los otros que guarden silencio.
—Hola, doctor Hillstead.
—La felicito, Smoky. Enhorabuena. Confieso que me preguntaba si Renee Parker regresaría algún día para atormentarme. Con ella rompí uno de los mandamientos; aún no la había encontrado a usted, pero mostré mi obra. No pude remediarlo. Supuse que al cabo de veinticinco años… En fin. Hasta los planes mejor trazados fallan a veces. Fue un error dar a Street el colgante y el libro, pero me rogó que le diera algo y… Bueno, merecía un pequeño regalo. Era un discípulo excelente. Ponía mucho entusiasmo. —Hillstead se ríe—. Como es lógico, pensé en tratar de endilgarle el asesinato de Renee, pero ya no tiene remedio.
Su voz suena como siempre, pero el tono y la cadencia son distintos. Hillstead se expresa con una repugnante frivolidad y propiedad que no había oído nunca en su consulta.
—¿De modo que lo sabe? —pregunto.
—Por supuesto. ¿No acabo de mencionar a Renee? Habría sido una imprudencia por mi parte no estar preparado para esta eventualidad. Como es natural, esto cambia el juego radicalmente.
—¿A qué se refiere?
—Usted conoce mi identidad. Sabe quién soy. Eso significa que estoy acabado. Las personas como yo siempre hemos vivido en la sombra, agente Barrett. No aspiramos a alcanzar la luz, ni prosperamos bajo ella. Es una lástima. ¿Sabe cuántos años he tenido que escuchar a sus colegas quejarse y gimotear mientras buscaba a mi Abberline? ¿Las interminables horas fingiendo que me interesaban sus casos, y peor aún, teniendo que esforzarme en ayudar a esos gusanos rotos y pusilánimes para poder continuar mi búsqueda? —Hillstead suspira—. Hasta que por fin di con usted. Quizá me esforcé demasiado.
—No tiene por qué acabar así, doctor Hillstead. Puedo arrestarlo.
Él se ríe.
—No lo creo, Smoky. Hablaremos de ello dentro de unos minutos. Primero debo confesarle algo. ¿Recuerda la noche con Joseph Sands, querida?
No pierdo la calma. Sus palabras no me enfurecen.
—Sabe que sí, Peter.
—¿Leyó alguna vez el expediente? Me refiero en su totalidad. Incluyendo las notas referentes a la forma en que entró en su casa.
—Sí, leí el expediente. Menos el informe de balística que usted, como es lógico, eliminó. ¿Por qué lo pregunta?
Silencio. Imagino que le oigo sonreír.
—¿Recuerda si había señales de que hubiera forzado la puerta?
Estoy a punto de decirle que me aburre este jueguecito. Que quiero saber dónde se encuentra. Pero algo me lo impide. Pienso en lo que Hillstead me ha dicho y trato de recordar lo que leí. Entonces lo recuerdo.
—No había señales de que hubiera forzado la puerta.
—Correcto. ¿Quiere saber por qué?
No contesto.
Pienso en Ronnie Barnes, en las fechas. Barnes murió el 19 y Sands mató a mi familia el 19.
—La respuesta es evidente, Smoky. Porque tenía una llave. ¿Por qué iba a forzar la cerradura si podía abrir la puerta sin mayores complicaciones? —Hillstead suelta una carcajada—. Le doy una oportunidad de adivinar cómo consiguió Sands la llave. —Una pausa—. Se la di yo, Smoky.
Veo mi reacción en los ojos de James y Alan. Éste se aparta un poco de mí al tiempo que su rostro muestra una expresión de extrema cautela. No me sorprende. Me he quedado muda debido al impulso de matar que me corre por las venas.
Oigo en mi cabeza el estrépito de unos disparos. Los ojos me arden, siento la misma furia que sentí cuando estaba en la cama mientras Joseph Sands torturaba y destrozaba a Matt.
A Matt y Alexa, los amores de mi vida. Me duelen de nuevo las cicatrices que han desfigurado mi cara y mi cuerpo, que se me clavan en el corazón y que por poco destruyen mi alma. Los meses de pesadillas, de despertarme gritando, los torrentes de lágrimas. Los funerales y las lápidas, el olor de la tierra del cementerio. Los cigarrillos, la desesperación y la amabilidad de extraños.
Este monstruo que sonríe al otro lado del teléfono ha dejado un legado de ruina. Don Rawlings. Yo. Bonnie. Ha triturado nuestras esperanzas entre sus manos como si fuera pan, arrojando las migas a unos seres que se deslizan a través de las sombras. Se ha alimentado de nuestro sufrimiento como un necrófago junto a una tumba.
No es el único mal que existe en la Tierra. Lo sé. Pero en estos momentos es la fuente de maldad en mi mundo. Es mi violación, los gritos de Matt, la expresión de asombro en la cara de Alexa cuando mi bala la mata. Las criaturas asesinadas que se aparecen en las pesadillas de Don Rawlings, el fin de mi amiga de la infancia, Callie postrada en la cama del hospital, y el grisáceo cansancio de su madre mientras se marchita como una vieja rosa.
—¿Dónde está? —murmuro.
Le oigo sonreír.
—Creo que he tocado un nervio sensible. Perfecto. —Hillstead se detiene—. Fue la última prueba a la cual la sometí, Smoky. Si lograba sobrevivir a Sands, significaba que era mi Abberline. —Su voz suena casi amable.
Nostálgica.
—¿Dónde está? —repito.
Hillstead se ríe.
—Le diré dónde estoy, pero primero quiero presentarle a alguien. Salude a la agente Barrett.
Oigo a Hillstead apoyar el teléfono contra la oreja de alguien.
—Smoky…
Siento un trallazo, una descarga eléctrica que me recorre el cuerpo.
Elaina. Todo ha ocurrido tan precipitadamente, que Keenan y Shantz todavía no han sido sustituidos. Me maldigo por ese fallo. ¡Estúpida, estúpida, estúpida!
—Está conmigo, Smoky. Junto con otra persona más pequeña. Una persona que no puede hablar por teléfono porque… se ha quedado muda. —Hillstead se ríe de nuevo—. ¿No tiene la sensación de
déjà vu
?
Siento que me ahogo. Estoy rodeada de aire, pero no puedo respirar. El tiempo avanza al ritmo de los latidos de mi corazón, un lento latido tras otro. Lo que siento no es temor, es pavor. Un pavor que hace que se me encoja el alma, que se me retuerzan las tripas, que me ponga histérica. Cuando abro la boca para hablar, me sorprende la serenidad de mi voz.
—¿Dónde está, Peter? Dígamelo e iré. —No le pido que no les haga daño. Aunque me prometiera no hacerlo, no le creería.
—Éstas son las reglas, Smoky. Estoy en mi casa. Elaina está desnuda y atada a mi cama. La pequeña Bonnie descansa en mis brazos. ¿Le suena familiar? Si no aparece dentro de veinticinco minutos, mataré a Elaina, y Bonnie asistirá a un espectáculo que le resultará más que familiar. Si veo a policías o miembros del SWAT, o sospecho que andan por aquí, las mataré a las dos. Puede traer a su equipo, pero aparte de ellos, esto es algo entre usted y yo. ¿Entendido?
—Sí.
—Bien. El tiempo empieza a contar ahora.
Hillstead cuelga.
—¿Qué diablos ocurre? —pregunta Alan.
No respondo. Me vuelvo hacia él. Sus ojos muestran una expresión intensa, preocupada, preparada. Alan siempre está preparado. Especialmente a la hora de portarse como un amigo. Siento mi respiración, inspirando y espirando, inspirando y espirando.
Me invade una extraña y profunda calma. Estoy en una playa, sola, con una caracola apoyada en la oreja. Emite ese tenue y remoto murmullo característico de las caracolas. Me pregunto si estoy en un estado de choque.
No lo creo. Es debido a Hillstead, que ha conseguido lo que siempre ambicionaba.
Me siento como él. Dispuesta a asesinar sin pensármelo dos veces, sin lamentarlo y sin escrúpulos morales. Dispuesta a considerar el hecho de asesinar tan natural como arrancar unos hierbajos.
Apoyo las manos sobre los hombros de Alan y le miro a los ojos.
—Escucha, Alan. Voy a decirte algo y quiero que estés preparado. Quiero que te domines. De esto me encargo yo.
Él no responde. Sus ojos lo expresan todo, el atisbo de angustia al empezar a comprender.
—Hillstead tiene a Elaina y a Bonnie —digo.
Mis manos siguen apoyadas en sus hombros y siento que sus músculos se contraen, que un escalofrío le recorre el cuerpo. No aparta sus ojos de los míos.
—Las tiene a las dos, y quiere que yo vaya. Iremos allí y las liberaremos. Cuando lleguemos, lo mataremos, cueste lo que cueste, y liberaremos a Elaina y a Bonnie. —Le aferro por los hombros con fuerza, clavándole los dedos—. ¿Me has comprendido? De esto me encargo yo.